/ viernes 25 de diciembre de 2020

Hemos decepcionado a nuestros padres

Punto al que lo lea

(para despedir el año con una sonrisa)


¿Por qué será que todos (o casi todos) los padres y las madres del mundo tienen la necesidad de depositar expectativas sobre sus escuincles? ¿Por qué será que todos (o casi todos) los seres humanos debemos soportar una o mil veces el trago amargo de defraudar a esos progenitores que esperaban “algo más” de nosotros? Agrego el “casi todos” que aparece entre paréntesis porque de verdad me pregunto: ¿Existirá alguien en el mundo que se haya librado de esa clásica miradita de reproche con la que aquellos que nos dieron la vida nos demuestran su decepción? Sí. Esa miradita que en silencio nos grita: “no eres quien creí que podías llegar a ser”. No se equivoque, querido lector (y querida lectora), no estoy tratando de despertar rencores añejos que usted ha debido superar mediante años de diván y ansiolíticos. Tampoco estoy invitándolo a culpar a su madre por sus desventuras presentes ni a deprimirse durante las fiestas decembrinas mientras recuerda “la miradita” de su padre. No. Mi propósito es el contrario: quisiera hacer junto con usted un viaje cómico por estas situaciones a las que solemos conferirles demasiada importancia. La risa nos libera del sufrimiento, esa es cosa bien sabida. Además, si usted es padre o madre de alguna criaturita (menor de 30 años) o criaturota (mayor de 30), se sentirá menos culpable por infligir en su vástago esa carga que todos (o casi todos) los que contamos con descendencia depositamos en nuestra prole. Somos seres humanos, después de todo, y no podemos librarnos de esa tendencia generacional: decepcionar y sentirnos decepcionados.

El breve viaje que propongo se basará en algunos momentos de mi biografía, cuyo recuento me vuelca hacia una depresiva conmiseración cada fin de año. Como el 2020 ha sido bastante complicado y no quiero caer en la vieja costumbre de preguntarme “¿qué carajos estoy haciendo con mi vida?”, prefiero cerrar este ciclo con una sonrisa cínica en la cara, en lugar de rumiar tristezas. Y también quiero que usted, al reírse conmigo, se sienta acompañado en estas fechas de masoquista introspección.

Decepción número uno. Antes de nacer ya había defraudado a mi madre

Me tardé tres semanas más de lo previsto en arribar a este mundo. Mi madre, en lugar de esperar con ansias a que llegara su bebé para poder abrazarla y acariciarla, deseaba desembarazarse (literalmente) cuanto antes del alienígena que crecía desmesuradamente en su vientre. Yo no quería nacer. Tal vez intuía que la vida fuera del útero era bastante más difícil que el arte de flotar en líquido amniótico sin preocuparme por nada. Cuando la cocción gestacional había llegado a un límite que ponía en riesgo la vida de mi madre, el médico decidió “inducir” el parto. Ni siquiera con una sobrecarga de oxitocina mostré intenciones de atravesar el umbral del nacimiento. Le di la espalda al médico y me arrebujé en mi refugio intrauterino. Me imagino haciendo una seña obscena con mi manita: váyanse a la mierda, esclavos del sistema. Muy bien, si no quieres nacer por las buenas, rebanaremos la tripa materna para obligarte a ser el bebé tierno y suavecito que debes ser. Si sigues así, nunca aparecerás en los anuncios de Gerber. Anestesiaron a mi madre de la cintura para abajo y procedieron a incrustar el bisturí en su terso abdomen, que, desde ese momento, quedó marcado de por vida. El médico metió la mano, pero, tal y como ocurre cuando uno quiere atrapar uno de esos muñecos que están encerrados en aquellas cápsulas de acrílico, yo no me dejaba capturar. Si la mano no es suficiente, los fórceps harán el trabajo, hay que sacar a esa neonata rebelde por cualquier medio. El doctor me sujetó la cabeza firmemente con las tenazas, estaba decidido a llevarse el premio, ese muñeco escurridizo no iba a salirse con la suya. ¡Por fin! ¡Por fin las fuerzas especiales del escuadrón obstétrico lograron sustraer al fugitivo que estaba intentando eludir la ley de la naturaleza! Mi madre esperaba que los genes europeos hubieran dotado al retoño rebelde de una cabellera dorada y una carita angelical, pero lo que el médico depositó en sus brazos era más bien un cachorro de bull dog con pelo crespo y un ojo inflamado por el jaloneo de los fórceps. Mi madre, aturullada por el jelengue, me dedicó la primera “miradita”. Cuando llegó mi padre, hizo lo propio.

Mis padres consideraron este suceso iniciático como un presagio, quizás no debían esperar demasiado de mí. Si así los había tratado el día de mi nacimiento, qué podía ocurrir en adelante. En relación a mí, mantuvieron sus expectativas en un nivel muy bajo y depositaron sus esperanzas en mis hermanos. Aun así, esperaban que el cachorro de bull dog hiciera algunas gracias. El espacio del que dispongo en este maravilloso periódico no bastaría para enumerar todas las decepciones en las que incurrí durante los primeros años de mi vida, así que me saltaré algunas décadas (y alrededor de 100 miraditas) hasta llegar a mis 20 años.

Decepción número ciento uno. Pelo corto, ropa de hombre e ideas marxistas

Me fui a vivir con mis abuelos desde los 14 años. Mis padres, ya separados, miraban a la distancia mi atropellado desarrollo. Al entrar a la universidad, decidí que los brasieres eran casquetes opresores que nos habían sido impuestos por el machismo. También los vestidos y los peinados coquetos. Me corté el pelo al estilo carcelario y empecé a vestirme con camisetas masculinas y pantalones holgados de corte obrero. Eran los noventa, así que, aunque yo quería contravenir la moda y avanzar en sentido opuesto al de los zombies capitalistas, acabé vistiéndome como un gran porcentaje de mis contemporáneas. Era yo una mezcla de Franka Potente (en la película Corre, Lola, corre) y leñador gringo. Mis padres siempre han sido apolíticos, la adhesión ideológica a alguna causa (de derecha o izquierda) y los movimientos revolucionarios los tienen sin cuidado. Solamente si un suceso o personaje es ampliamente difundido por la televisión, le dedican algunas conversaciones. Mi madre suele adoptar la postura del comentarista menos feo y más carismático y mi padre aparenta estar del lado de “los buenos”, aunque acaba sacando a relucir un pensamiento conservador y cuasi fascista del que nunca ha podido librarse. Cuando empecé a “politizarme” en la Facultad de Filosofía y Letras soltaba peroratas airadas a la menor provocación. Los regañaba por su indolencia y su ceguera social. Una tarde, entré a una de esas tiendas departamentales finas para acompañar a mi abuela. Ella subió las escaleras eléctricas para ir a pagar la tarjeta que la afiliaba a ese templo consumista, pero yo me quedé en la planta baja, para esperarla. Empecé a mirar, con cara de asco marxista, la ropa. Un guardia empezó a seguirme: yo no cumplía con las expectativas del lugar. Me detuve en seco y le propiné a gritos un discurso: “¿Por qué me sigues, esbirro de los millonarios corruptos? ¿Crees que voy a robarme la mercancía que custodias y que jamás podrás comprar porque te pagan un sueldo miserable? ¿Mi vestimenta te ofende? ¡Debería de ofenderte la desigualdad de clases! No me voy a robar estos trapos sobrevalorados”. Y me llevaron al “cuartito de los criminales menores”. Todas esas tiendas tienen uno de esos cuartitos. No dejaron que mi abuela me sacara de ahí. Llamaron a mi padre. Sí. Fue él quien me dedicó “la miradita”.

Creo que agoté el espacio del que dispongo quincenalmente, pero espero que este breve relato haya servido para que miremos las decepciones paternas con ironía. Nunca estaremos a la altura de los que se espera de nosotros, por lo que es mejor liberarse del yugo que nos impone la mirada de los demás. Nuestros padres decepcionaron a los suyos, y los padres de nuestros padres, a su vez, también defraudaron a sus progenitores. Vivimos en una larga cadena de promesas no cumplidas, pero ese, precisamente, es el encanto de la vida: la exquisita imperfección, que es el origen de la risa, sin la cual la vida sería intolerable.


(para despedir el año con una sonrisa)


¿Por qué será que todos (o casi todos) los padres y las madres del mundo tienen la necesidad de depositar expectativas sobre sus escuincles? ¿Por qué será que todos (o casi todos) los seres humanos debemos soportar una o mil veces el trago amargo de defraudar a esos progenitores que esperaban “algo más” de nosotros? Agrego el “casi todos” que aparece entre paréntesis porque de verdad me pregunto: ¿Existirá alguien en el mundo que se haya librado de esa clásica miradita de reproche con la que aquellos que nos dieron la vida nos demuestran su decepción? Sí. Esa miradita que en silencio nos grita: “no eres quien creí que podías llegar a ser”. No se equivoque, querido lector (y querida lectora), no estoy tratando de despertar rencores añejos que usted ha debido superar mediante años de diván y ansiolíticos. Tampoco estoy invitándolo a culpar a su madre por sus desventuras presentes ni a deprimirse durante las fiestas decembrinas mientras recuerda “la miradita” de su padre. No. Mi propósito es el contrario: quisiera hacer junto con usted un viaje cómico por estas situaciones a las que solemos conferirles demasiada importancia. La risa nos libera del sufrimiento, esa es cosa bien sabida. Además, si usted es padre o madre de alguna criaturita (menor de 30 años) o criaturota (mayor de 30), se sentirá menos culpable por infligir en su vástago esa carga que todos (o casi todos) los que contamos con descendencia depositamos en nuestra prole. Somos seres humanos, después de todo, y no podemos librarnos de esa tendencia generacional: decepcionar y sentirnos decepcionados.

El breve viaje que propongo se basará en algunos momentos de mi biografía, cuyo recuento me vuelca hacia una depresiva conmiseración cada fin de año. Como el 2020 ha sido bastante complicado y no quiero caer en la vieja costumbre de preguntarme “¿qué carajos estoy haciendo con mi vida?”, prefiero cerrar este ciclo con una sonrisa cínica en la cara, en lugar de rumiar tristezas. Y también quiero que usted, al reírse conmigo, se sienta acompañado en estas fechas de masoquista introspección.

Decepción número uno. Antes de nacer ya había defraudado a mi madre

Me tardé tres semanas más de lo previsto en arribar a este mundo. Mi madre, en lugar de esperar con ansias a que llegara su bebé para poder abrazarla y acariciarla, deseaba desembarazarse (literalmente) cuanto antes del alienígena que crecía desmesuradamente en su vientre. Yo no quería nacer. Tal vez intuía que la vida fuera del útero era bastante más difícil que el arte de flotar en líquido amniótico sin preocuparme por nada. Cuando la cocción gestacional había llegado a un límite que ponía en riesgo la vida de mi madre, el médico decidió “inducir” el parto. Ni siquiera con una sobrecarga de oxitocina mostré intenciones de atravesar el umbral del nacimiento. Le di la espalda al médico y me arrebujé en mi refugio intrauterino. Me imagino haciendo una seña obscena con mi manita: váyanse a la mierda, esclavos del sistema. Muy bien, si no quieres nacer por las buenas, rebanaremos la tripa materna para obligarte a ser el bebé tierno y suavecito que debes ser. Si sigues así, nunca aparecerás en los anuncios de Gerber. Anestesiaron a mi madre de la cintura para abajo y procedieron a incrustar el bisturí en su terso abdomen, que, desde ese momento, quedó marcado de por vida. El médico metió la mano, pero, tal y como ocurre cuando uno quiere atrapar uno de esos muñecos que están encerrados en aquellas cápsulas de acrílico, yo no me dejaba capturar. Si la mano no es suficiente, los fórceps harán el trabajo, hay que sacar a esa neonata rebelde por cualquier medio. El doctor me sujetó la cabeza firmemente con las tenazas, estaba decidido a llevarse el premio, ese muñeco escurridizo no iba a salirse con la suya. ¡Por fin! ¡Por fin las fuerzas especiales del escuadrón obstétrico lograron sustraer al fugitivo que estaba intentando eludir la ley de la naturaleza! Mi madre esperaba que los genes europeos hubieran dotado al retoño rebelde de una cabellera dorada y una carita angelical, pero lo que el médico depositó en sus brazos era más bien un cachorro de bull dog con pelo crespo y un ojo inflamado por el jaloneo de los fórceps. Mi madre, aturullada por el jelengue, me dedicó la primera “miradita”. Cuando llegó mi padre, hizo lo propio.

Mis padres consideraron este suceso iniciático como un presagio, quizás no debían esperar demasiado de mí. Si así los había tratado el día de mi nacimiento, qué podía ocurrir en adelante. En relación a mí, mantuvieron sus expectativas en un nivel muy bajo y depositaron sus esperanzas en mis hermanos. Aun así, esperaban que el cachorro de bull dog hiciera algunas gracias. El espacio del que dispongo en este maravilloso periódico no bastaría para enumerar todas las decepciones en las que incurrí durante los primeros años de mi vida, así que me saltaré algunas décadas (y alrededor de 100 miraditas) hasta llegar a mis 20 años.

Decepción número ciento uno. Pelo corto, ropa de hombre e ideas marxistas

Me fui a vivir con mis abuelos desde los 14 años. Mis padres, ya separados, miraban a la distancia mi atropellado desarrollo. Al entrar a la universidad, decidí que los brasieres eran casquetes opresores que nos habían sido impuestos por el machismo. También los vestidos y los peinados coquetos. Me corté el pelo al estilo carcelario y empecé a vestirme con camisetas masculinas y pantalones holgados de corte obrero. Eran los noventa, así que, aunque yo quería contravenir la moda y avanzar en sentido opuesto al de los zombies capitalistas, acabé vistiéndome como un gran porcentaje de mis contemporáneas. Era yo una mezcla de Franka Potente (en la película Corre, Lola, corre) y leñador gringo. Mis padres siempre han sido apolíticos, la adhesión ideológica a alguna causa (de derecha o izquierda) y los movimientos revolucionarios los tienen sin cuidado. Solamente si un suceso o personaje es ampliamente difundido por la televisión, le dedican algunas conversaciones. Mi madre suele adoptar la postura del comentarista menos feo y más carismático y mi padre aparenta estar del lado de “los buenos”, aunque acaba sacando a relucir un pensamiento conservador y cuasi fascista del que nunca ha podido librarse. Cuando empecé a “politizarme” en la Facultad de Filosofía y Letras soltaba peroratas airadas a la menor provocación. Los regañaba por su indolencia y su ceguera social. Una tarde, entré a una de esas tiendas departamentales finas para acompañar a mi abuela. Ella subió las escaleras eléctricas para ir a pagar la tarjeta que la afiliaba a ese templo consumista, pero yo me quedé en la planta baja, para esperarla. Empecé a mirar, con cara de asco marxista, la ropa. Un guardia empezó a seguirme: yo no cumplía con las expectativas del lugar. Me detuve en seco y le propiné a gritos un discurso: “¿Por qué me sigues, esbirro de los millonarios corruptos? ¿Crees que voy a robarme la mercancía que custodias y que jamás podrás comprar porque te pagan un sueldo miserable? ¿Mi vestimenta te ofende? ¡Debería de ofenderte la desigualdad de clases! No me voy a robar estos trapos sobrevalorados”. Y me llevaron al “cuartito de los criminales menores”. Todas esas tiendas tienen uno de esos cuartitos. No dejaron que mi abuela me sacara de ahí. Llamaron a mi padre. Sí. Fue él quien me dedicó “la miradita”.

Creo que agoté el espacio del que dispongo quincenalmente, pero espero que este breve relato haya servido para que miremos las decepciones paternas con ironía. Nunca estaremos a la altura de los que se espera de nosotros, por lo que es mejor liberarse del yugo que nos impone la mirada de los demás. Nuestros padres decepcionaron a los suyos, y los padres de nuestros padres, a su vez, también defraudaron a sus progenitores. Vivimos en una larga cadena de promesas no cumplidas, pero ese, precisamente, es el encanto de la vida: la exquisita imperfección, que es el origen de la risa, sin la cual la vida sería intolerable.


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