/ jueves 10 de diciembre de 2020

Hombres y mujeres

Punto al que lo lea

Hace algunos meses, la autora de Harry Potter publicó una provocadora pregunta a través de su cuenta de twitter. A grandes rasgos, esta hábil urdidora de fantasías que entremezclan el folclor medieval con la vida cotidiana de los adolescentes contemporáneos preguntó: ¿Cómo se les llama a esos seres que menstrúan? Con esta provocadora interrogante, Rowling pretendía poner de manifiesto un problema que, a mi parecer, ha sido malentendido por miles de progresistas que no toleran ningún cuestionamiento que ponga en entredicho su idea de “tolerancia” o “inclusión”. La autora, quien vivió en carne propia la discriminación misógina y firmó sus libros con iniciales ambiguas que sugirieran su posible pertenencia al género masculino, sabe lo difícil que ha sido para las mujeres abrirse paso en un mundo edificado por y para los hombres.

Durante siglos, el hecho de que una niña brotara del vientre materno, fue motivo de descontento para el padre y una decepción para la familia. Esa criaturita debía ser vigilada con celo para que su entrepierna no se desbocara ni perdiera su sello de garantía. Cada mujer debía tener un propietario: el padre, el hermano o el marido eran los encargados de salvaguardar el útero de la dama en cuestión, para que en éste solamente se gestaran hijos legítimos. Así pues, el simple hecho de nacer con genitales femeninos implicaba una degradación social de la que era imposible renegar. El cuerpo era una prisión vitalicia, la naturaleza dictaba una sentencia inapelable: cadena perpetua para las hembras, quienes deberían acatar las restricciones impuestas a su sexo.

Por otro lado, los hombres han gozado de infinitas posibilidades. A pesar de que la iniquidad social ha limitado las acciones de los varones pobres y de que la homosexualidad fue perseguida con ferocidad en variadas épocas y latitudes, el cuerpo masculino ha conllevado siempre una “plusvalía cultural” innegable. Los hombres han podido amasar fortunas y heredar a sus hijos varones sus riquezas; han decidido el rumbo de la historia, encendiendo guerras y escribiendo manifiestos; han encabezado las revoluciones científicas; han trazado las ciudades; han establecido las leyes; han organizado las rutas de comercio. Los hombres han borrado los nombres de las mujeres y nos han confinado a una realidad biológica de duración efímera. Ellos se granjearon la inmortalidad a través de la transmisión de saberes escritos, mientras que nosotras nos conformábamos con nacer, parir y abandonar el mundo sin dejar huellas ni posibles legados duraderos.

Y es a este desbalance anatómico y social al que se refería Rowling. No quería discriminar a los travestis, a los transexuales ni a quienes deciden cambiar su nombre masculino por uno de mujer. Lo que, según creo, ella estaba intentando expresar, era que los hombres, por el simple hecho de nacer con genitales privilegiados, tienen la posibilidad de decidir quiénes quieren ser y a qué desean dedicarse. Ellos pueden decidir. Esa ha sido la diferencia fundamental entre hombres y mujeres a lo largo de la historia: la posibilidad de ejercer la propia voluntad. El cuerpo no es un tema superficial, la identidad, históricamente, se ha vinculado con la anatomía. Sería ingenuo suponer que, en tan solo unos años, se puede borrar esa herida ancestral que sigue abierta en la carne de todas nosotras.

Foto: EFE

Ser mujer es…

Cuando un hombre (alguien que nació con genitales masculinos) decide, en algún momento de su vida, modificar su cuerpo a partir de una identificación con la femineidad, debe ser consciente de que todos los seres humanos hemos sido atravesados por imaginarios colectivos muy añejos. Al implantarse senos, tomar hormonas o modelar su figura para amplificar las curvas, está siguiendo un mapa que define a las mujeres a partir de ciertas características físicas. Nosotras mismas hemos debido respetar ese mapa que resulta infinitamente doloroso. Hemos tenido que medirnos centímetro a centímetro para adecuarnos a los modelos de belleza preestablecidos por los hombres. Hemos dejado de comer, hemos inflado los escotes con globos artificiales, hemos adosado tiras de pelo a nuestras magras cabelleras, nos hemos arrancado huesos sobrantes para ajustar nuestras cinturas, nos hemos trasquilado las piernas, nos hemos embarrado la cara de pintura. En muchos casos, no lo hemos hecho por gusto, sino por una imposición subliminal que ha moldeado nuestro pensamiento. Por ello es comprensible que, al ver a un hombre infligirse ese sufrimiento por deseo propio, en ocasiones surja el desconcierto. ¿Para ser mujer hay que tener grandes senos? ¿Para ser mujer hay que poseer una cara inmaculada y usar tacones? ¿Para ser mujer hay que mantener las canas ocultas y postergar las arrugas? Apenas estamos empezando a entender el daño que nos han provocado todos esos artificios. La identidad femenina es todavía tan difusa y contradictoria que, por eso, a veces, algunas mujeres no somos capaces de comprender a cabalidad con qué parte de la femineidad están relacionándose los travestis o transexuales. Las preguntas están en el aire: ¿Qué es una mujer para las mujeres? ¿Qué es una mujer para los hombres? ¿Qué es una mujer para los travestis? Si no nos atrevemos a debatir sobre estas interrogantes, no podremos conciliar puntos de vista.

Premio Sor Juana Inés de la Cruz

Hace un par de semanas, una escritora travesti obtuvo el premio Sor Juana Inés de la Cruz, destinado a plumas femeninas. Cuando leí la noticia me sumí en una serie de reflexiones problemáticas. En el pasado, a las mujeres se nos negó el acceso a la creación literaria. No podíamos escribir, mucho menos publicar. Nos quedan unos cuantos nombres de mujeres ilustres que lograron resquebrajar esta lógica misógina, pero lo cierto es que esas voces son muchísimas menos de las que hubieran podido llegar hasta nosotros si el panorama hubiera sido menos crudo. Muchas escritoras pudieron obtener el premio Sor Juana Inés de la Cruz este año, debo aceptar que me hubiera gustado que alguna de ellas recibiera la presea. Pienso que, a pesar de las enormes dificultades por las que la escritora travesti atravesó a lo largo de su vida, cuestión que merece respeto absoluto y admiración, ella tomó una decisión: cambiar su cuerpo y dejar atrás la herencia biológica privilegiada con la que nació. Tomó una decisión. También pienso que, quizás, los poquísimos premios que han sido destinados a las mujeres que escriben, deberían honrar a todas las que no pudieron decidir, a todas las que hubieran querido convertirse en hombres y no pudieron hacerlo. Le he dado muchas vueltas al asunto, no cuento con respuestas absolutas. No defiendo ningún punto de vista de manera feroz o recalcitrante. Solamente me entristece pensar que, en aras de defender la inclusión, estamos perdiendo de vista el dolor y el silencio de millones de mujeres. Si la escritora travesti galardonada hubiera nacido hace tres siglos, hubiera podido publicar sus escritos, quizás a costa de ocultar sus deseos íntimos y parte de su identidad. Si cualquiera de las otras aspirantes al premio hubiera nacido hace tres siglos, además de haber tenido que ocultar sus deseos íntimos y parte importante de su identidad, no hubiera sido capaz de publicar ni una sola letra escrita por ella. Esa es una realidad. Espero que este texto no desate reacciones airadas ni odios infundados. Repito que, de ninguna manera, siento animadversión por aquellos que deciden elegir con plena libertad deslindarse de la idea convencional de género. Lo único que he querido es arrojar al mar de la reflexión colectiva, una serie de preguntas que me inquietan y que, de ninguna manera, he resuelto. Ábrase, pues, el diálogo, que en nuestros días está tan castigado por los pleitos del Facebook y demás redes sociales.

Hace algunos meses, la autora de Harry Potter publicó una provocadora pregunta a través de su cuenta de twitter. A grandes rasgos, esta hábil urdidora de fantasías que entremezclan el folclor medieval con la vida cotidiana de los adolescentes contemporáneos preguntó: ¿Cómo se les llama a esos seres que menstrúan? Con esta provocadora interrogante, Rowling pretendía poner de manifiesto un problema que, a mi parecer, ha sido malentendido por miles de progresistas que no toleran ningún cuestionamiento que ponga en entredicho su idea de “tolerancia” o “inclusión”. La autora, quien vivió en carne propia la discriminación misógina y firmó sus libros con iniciales ambiguas que sugirieran su posible pertenencia al género masculino, sabe lo difícil que ha sido para las mujeres abrirse paso en un mundo edificado por y para los hombres.

Durante siglos, el hecho de que una niña brotara del vientre materno, fue motivo de descontento para el padre y una decepción para la familia. Esa criaturita debía ser vigilada con celo para que su entrepierna no se desbocara ni perdiera su sello de garantía. Cada mujer debía tener un propietario: el padre, el hermano o el marido eran los encargados de salvaguardar el útero de la dama en cuestión, para que en éste solamente se gestaran hijos legítimos. Así pues, el simple hecho de nacer con genitales femeninos implicaba una degradación social de la que era imposible renegar. El cuerpo era una prisión vitalicia, la naturaleza dictaba una sentencia inapelable: cadena perpetua para las hembras, quienes deberían acatar las restricciones impuestas a su sexo.

Por otro lado, los hombres han gozado de infinitas posibilidades. A pesar de que la iniquidad social ha limitado las acciones de los varones pobres y de que la homosexualidad fue perseguida con ferocidad en variadas épocas y latitudes, el cuerpo masculino ha conllevado siempre una “plusvalía cultural” innegable. Los hombres han podido amasar fortunas y heredar a sus hijos varones sus riquezas; han decidido el rumbo de la historia, encendiendo guerras y escribiendo manifiestos; han encabezado las revoluciones científicas; han trazado las ciudades; han establecido las leyes; han organizado las rutas de comercio. Los hombres han borrado los nombres de las mujeres y nos han confinado a una realidad biológica de duración efímera. Ellos se granjearon la inmortalidad a través de la transmisión de saberes escritos, mientras que nosotras nos conformábamos con nacer, parir y abandonar el mundo sin dejar huellas ni posibles legados duraderos.

Y es a este desbalance anatómico y social al que se refería Rowling. No quería discriminar a los travestis, a los transexuales ni a quienes deciden cambiar su nombre masculino por uno de mujer. Lo que, según creo, ella estaba intentando expresar, era que los hombres, por el simple hecho de nacer con genitales privilegiados, tienen la posibilidad de decidir quiénes quieren ser y a qué desean dedicarse. Ellos pueden decidir. Esa ha sido la diferencia fundamental entre hombres y mujeres a lo largo de la historia: la posibilidad de ejercer la propia voluntad. El cuerpo no es un tema superficial, la identidad, históricamente, se ha vinculado con la anatomía. Sería ingenuo suponer que, en tan solo unos años, se puede borrar esa herida ancestral que sigue abierta en la carne de todas nosotras.

Foto: EFE

Ser mujer es…

Cuando un hombre (alguien que nació con genitales masculinos) decide, en algún momento de su vida, modificar su cuerpo a partir de una identificación con la femineidad, debe ser consciente de que todos los seres humanos hemos sido atravesados por imaginarios colectivos muy añejos. Al implantarse senos, tomar hormonas o modelar su figura para amplificar las curvas, está siguiendo un mapa que define a las mujeres a partir de ciertas características físicas. Nosotras mismas hemos debido respetar ese mapa que resulta infinitamente doloroso. Hemos tenido que medirnos centímetro a centímetro para adecuarnos a los modelos de belleza preestablecidos por los hombres. Hemos dejado de comer, hemos inflado los escotes con globos artificiales, hemos adosado tiras de pelo a nuestras magras cabelleras, nos hemos arrancado huesos sobrantes para ajustar nuestras cinturas, nos hemos trasquilado las piernas, nos hemos embarrado la cara de pintura. En muchos casos, no lo hemos hecho por gusto, sino por una imposición subliminal que ha moldeado nuestro pensamiento. Por ello es comprensible que, al ver a un hombre infligirse ese sufrimiento por deseo propio, en ocasiones surja el desconcierto. ¿Para ser mujer hay que tener grandes senos? ¿Para ser mujer hay que poseer una cara inmaculada y usar tacones? ¿Para ser mujer hay que mantener las canas ocultas y postergar las arrugas? Apenas estamos empezando a entender el daño que nos han provocado todos esos artificios. La identidad femenina es todavía tan difusa y contradictoria que, por eso, a veces, algunas mujeres no somos capaces de comprender a cabalidad con qué parte de la femineidad están relacionándose los travestis o transexuales. Las preguntas están en el aire: ¿Qué es una mujer para las mujeres? ¿Qué es una mujer para los hombres? ¿Qué es una mujer para los travestis? Si no nos atrevemos a debatir sobre estas interrogantes, no podremos conciliar puntos de vista.

Premio Sor Juana Inés de la Cruz

Hace un par de semanas, una escritora travesti obtuvo el premio Sor Juana Inés de la Cruz, destinado a plumas femeninas. Cuando leí la noticia me sumí en una serie de reflexiones problemáticas. En el pasado, a las mujeres se nos negó el acceso a la creación literaria. No podíamos escribir, mucho menos publicar. Nos quedan unos cuantos nombres de mujeres ilustres que lograron resquebrajar esta lógica misógina, pero lo cierto es que esas voces son muchísimas menos de las que hubieran podido llegar hasta nosotros si el panorama hubiera sido menos crudo. Muchas escritoras pudieron obtener el premio Sor Juana Inés de la Cruz este año, debo aceptar que me hubiera gustado que alguna de ellas recibiera la presea. Pienso que, a pesar de las enormes dificultades por las que la escritora travesti atravesó a lo largo de su vida, cuestión que merece respeto absoluto y admiración, ella tomó una decisión: cambiar su cuerpo y dejar atrás la herencia biológica privilegiada con la que nació. Tomó una decisión. También pienso que, quizás, los poquísimos premios que han sido destinados a las mujeres que escriben, deberían honrar a todas las que no pudieron decidir, a todas las que hubieran querido convertirse en hombres y no pudieron hacerlo. Le he dado muchas vueltas al asunto, no cuento con respuestas absolutas. No defiendo ningún punto de vista de manera feroz o recalcitrante. Solamente me entristece pensar que, en aras de defender la inclusión, estamos perdiendo de vista el dolor y el silencio de millones de mujeres. Si la escritora travesti galardonada hubiera nacido hace tres siglos, hubiera podido publicar sus escritos, quizás a costa de ocultar sus deseos íntimos y parte de su identidad. Si cualquiera de las otras aspirantes al premio hubiera nacido hace tres siglos, además de haber tenido que ocultar sus deseos íntimos y parte importante de su identidad, no hubiera sido capaz de publicar ni una sola letra escrita por ella. Esa es una realidad. Espero que este texto no desate reacciones airadas ni odios infundados. Repito que, de ninguna manera, siento animadversión por aquellos que deciden elegir con plena libertad deslindarse de la idea convencional de género. Lo único que he querido es arrojar al mar de la reflexión colectiva, una serie de preguntas que me inquietan y que, de ninguna manera, he resuelto. Ábrase, pues, el diálogo, que en nuestros días está tan castigado por los pleitos del Facebook y demás redes sociales.

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