/ jueves 12 de agosto de 2021

Justicia cultural: Tradición y herejía

El libro de cabecera

Tradicionalmente, desde la mirada ejecutiva de la acción gubernamental, a la cultura le ha tocado ser un medio o una condición, un medio para nutrir a las sociedades y una condición de ornato para aderezar los periodos de gobierno de una determinada administración.

La cultura padece restricciones económicas y políticas incluso antes de entrar en acción. Es una vergonzosa tradición que artistas, gestores y promotores culturales tengan que afrontar límites presupuestarios y relaciones de fuerzas, por lo que no pueden invertir más dinero del que cuentan, ni pueden realizar ciertas acciones sin construir acuerdos, sin cabildear, como se dice en el argot.

Pero hay una restricción aún más grave que, no obstante, está en el núcleo de nuestra tradición con la cultura: la restricción cultural. Como los actores sociales del sector cultural y artístico conocen por tradición las restricciones económicas y políticas, desarrollan una capacidad para hacer arte y cultura en condiciones adversas. Como no tienen control ni conocimiento de la restricción cultural, la noción de cultura que proviene del Estado opera sobre los actores sociales, en lugar de que ellos operen desde su propia cultura.

Para ilustrar mejor esta restricción, planteemos como ejemplo a la palabra desarrollo que, a partir de su acepción evolucionista, implica que los que habitan en las comunidades indígenas se parezcan más a los que vivimos en las zonas urbanas. Es decir, se trata de la imagen que construimos y legitimamos de las culturas, ocultando sus realidades heterogéneas. Desde una visión economicista, el desarrollo se reduce al aumento del producto interno bruto, mientras que, desde un enfoque social, se plantearía la necesidad de articular el crecimiento con la distribución justa.

En los múltiples debates y disputas intelectuales, se han propuesto dos rutas para el tratamiento del concepto de desarrollo:

· Sustituir un término por otro. Por ejemplo, en lugar de decir “negro” decimos “afro”. Cuando modificamos el término también modificamos su sentido. No obstante, esta ruta se ha decantado más por las posturas políticamente correctas que, pasando por alto el sentido del término, y favoreciendo una deconstrucción de corte posmodernista, se han dejado seducir por un neopuritanismo cultural atroz.

· Mantener el término, pero cuestionar sus significados, ruta desde la cual se propone para la conceptualización de distintos tipos de desarrollo, entre ellos, el desarrollo cultural.

En este sentido, ¿podríamos afirmar que la cultura es una condición o un medio para el desarrollo? En realidad, la cultura es condición, medio y fin del desarrollo ya que sus múltiples dimensiones inciden en el funcionamiento de la economía y de la política. Acaso por esa razón sea tan urgente reparar en la devastación educativa que trajo el pésimo manejo de la pandemia en nuestro país, casi al mismo nivel de importancia que le damos a los sentimientos, a los valores y a los significados que puede tener el trabajo, la familia, la democracia, la libertad de expresión, sólo por citar algunos ejemplos.

Un primer paso para definir a la cultura con visión de desarrollo es preguntarnos quiénes somos: ¿Cuáles son nuestros miedos? ¿Qué deseos compartimos? ¿Con quienes convivimos? Como sociedad, es decir, como sociedad queretana, ¿qué tan heterogéneos o desiguales somos? Si no definimos quiénes somos, no es posible pensar en Querétaro como un proyecto de Estado.

Además de condición, la cultura es un medio para el desarrollo social e integral de las ciudades y países. Fue la cultura la que nos ha sacado a flote durante el confinamiento por pandemia. Por su nivel de impacto y penetración, la cultura puede ser un medio para luchar contra los efectos de la exclusión y la desigualdad. No obstante, la funesta tentación de quien afirma que «todo se soluciona desde la cultura» puede llevar a un determinismo criminal. La cultura no sustituye a la producción de alimentos o a la industria de la transformación, por ejemplo. Pero no se trata de contraponer las políticas universales que garantizan los derechos con políticas de base comunitaria que reconocer identidades culturales. De lo que realmente se trata es de asumir que la cultura es un medio potencial y crucial para el desarrollo en articulación con otros medios.

La cultura es un fin en sí misma, es el objetivo y la finalidad del desarrollo, entendido éste en el sentido de realización de la vida humana, tanto en sus múltiples formas como en su totalidad. Tanto las políticas neoliberales como los proyectos demagógicos de los gobiernos populistas, consideran a las políticas culturales como un gasto, de ahí que una de sus principales medidas sea reducir la cultura a mero instrumento de desarrollo. El desafío para los gobiernos contemporáneos consiste en articular políticas culturales autónomas en diferentes campos que sean capaces de dinamizar un desarrollo económico equitativamente distributivo, es decir, generar autonomía.

Mientras que en el mundo de la cultura y las artes las concentraciones de poder provengan desde el Estado, las autonomías de actores, colectivos, agrupaciones y obras se verán sometidas. El Estado debe procurar incrementar la autonomía nacional y local en el contexto global, así como la de los ciudadanos frente a las instituciones.

Esto es posible comprenderlo desde la tensión la noción antropológica de la cultura y la idea de cultura del Estado. Cuando una instancia gubernamental construye obra pública, está interviniendo en los significados que tiene el territorio y el espacio público para los habitantes de la zona en donde se asienta dicha obra. Interviene en cómo se va a configurar el espacio, la vida cotidiana de los vecinos, y el diálogo público que, a partir de dicha obra pública, se va a generar. Todas las políticas públicas tienen un impacto en los procesos de significación.

No obstante, los actores políticos especializados en desarrollo, economía o infraestructura no saben que están regulados por la cultura, ni que sus acciones producen efectos culturales. Acaso esa sea la explicación de la existencia de elefantes blancos dispersos en la infraestructura inmobiliaria artística y cultural del Estado. Aunque se reconoce que el Estado no debe intervenir en la comunicación y la cultura para no coartar libertades, desde la postura iluminista clásica del Estado aún persiste la idea de que hay que educar a sus gobernados.

Entonces, ¿cuál es el rol del Estado? Sara Sefchovich[1] destaca dos concepciones de cultura que se han manifestado y enfrentado recientemente en nuestro país: 1) El Estado no tiene por qué imponer contenidos ni decidir cuáles son mejores o peores. Su obligación es apoyar a todos aquellos que ofrecen proyectos y obras, cuidando por supuesto los principios que como sociedad hemos aceptado de respeto al prójimo. 2) Las cosas no deben ser así, porque a la cultura se le considera como algo sublime, que produce “la magia del conocimiento y el hechizo del arte”, y mucho de lo que está apoyando la Secretaría de Cultura federal no tiene que ver con esto, ya que redujo el presupuesto a todas las demás manifestaciones de cultura y a todos los proyectos que ya existían, incluso algunos que cumplían con objetivos que la propia 4T se planteó, como es el de prevención del delito a través de hacer partícipes a los jóvenes en talleres literarios, artísticos y musicales.


[1] Sara Sefchovich, “La cultura y el Estado” en El Universal. Disponible en https://www.eluniversal.com.mx/articulo/sara-sefchovich/nacion/la-cultura-y-el-estado

Tradicionalmente, desde la mirada ejecutiva de la acción gubernamental, a la cultura le ha tocado ser un medio o una condición, un medio para nutrir a las sociedades y una condición de ornato para aderezar los periodos de gobierno de una determinada administración.

La cultura padece restricciones económicas y políticas incluso antes de entrar en acción. Es una vergonzosa tradición que artistas, gestores y promotores culturales tengan que afrontar límites presupuestarios y relaciones de fuerzas, por lo que no pueden invertir más dinero del que cuentan, ni pueden realizar ciertas acciones sin construir acuerdos, sin cabildear, como se dice en el argot.

Pero hay una restricción aún más grave que, no obstante, está en el núcleo de nuestra tradición con la cultura: la restricción cultural. Como los actores sociales del sector cultural y artístico conocen por tradición las restricciones económicas y políticas, desarrollan una capacidad para hacer arte y cultura en condiciones adversas. Como no tienen control ni conocimiento de la restricción cultural, la noción de cultura que proviene del Estado opera sobre los actores sociales, en lugar de que ellos operen desde su propia cultura.

Para ilustrar mejor esta restricción, planteemos como ejemplo a la palabra desarrollo que, a partir de su acepción evolucionista, implica que los que habitan en las comunidades indígenas se parezcan más a los que vivimos en las zonas urbanas. Es decir, se trata de la imagen que construimos y legitimamos de las culturas, ocultando sus realidades heterogéneas. Desde una visión economicista, el desarrollo se reduce al aumento del producto interno bruto, mientras que, desde un enfoque social, se plantearía la necesidad de articular el crecimiento con la distribución justa.

En los múltiples debates y disputas intelectuales, se han propuesto dos rutas para el tratamiento del concepto de desarrollo:

· Sustituir un término por otro. Por ejemplo, en lugar de decir “negro” decimos “afro”. Cuando modificamos el término también modificamos su sentido. No obstante, esta ruta se ha decantado más por las posturas políticamente correctas que, pasando por alto el sentido del término, y favoreciendo una deconstrucción de corte posmodernista, se han dejado seducir por un neopuritanismo cultural atroz.

· Mantener el término, pero cuestionar sus significados, ruta desde la cual se propone para la conceptualización de distintos tipos de desarrollo, entre ellos, el desarrollo cultural.

En este sentido, ¿podríamos afirmar que la cultura es una condición o un medio para el desarrollo? En realidad, la cultura es condición, medio y fin del desarrollo ya que sus múltiples dimensiones inciden en el funcionamiento de la economía y de la política. Acaso por esa razón sea tan urgente reparar en la devastación educativa que trajo el pésimo manejo de la pandemia en nuestro país, casi al mismo nivel de importancia que le damos a los sentimientos, a los valores y a los significados que puede tener el trabajo, la familia, la democracia, la libertad de expresión, sólo por citar algunos ejemplos.

Un primer paso para definir a la cultura con visión de desarrollo es preguntarnos quiénes somos: ¿Cuáles son nuestros miedos? ¿Qué deseos compartimos? ¿Con quienes convivimos? Como sociedad, es decir, como sociedad queretana, ¿qué tan heterogéneos o desiguales somos? Si no definimos quiénes somos, no es posible pensar en Querétaro como un proyecto de Estado.

Además de condición, la cultura es un medio para el desarrollo social e integral de las ciudades y países. Fue la cultura la que nos ha sacado a flote durante el confinamiento por pandemia. Por su nivel de impacto y penetración, la cultura puede ser un medio para luchar contra los efectos de la exclusión y la desigualdad. No obstante, la funesta tentación de quien afirma que «todo se soluciona desde la cultura» puede llevar a un determinismo criminal. La cultura no sustituye a la producción de alimentos o a la industria de la transformación, por ejemplo. Pero no se trata de contraponer las políticas universales que garantizan los derechos con políticas de base comunitaria que reconocer identidades culturales. De lo que realmente se trata es de asumir que la cultura es un medio potencial y crucial para el desarrollo en articulación con otros medios.

La cultura es un fin en sí misma, es el objetivo y la finalidad del desarrollo, entendido éste en el sentido de realización de la vida humana, tanto en sus múltiples formas como en su totalidad. Tanto las políticas neoliberales como los proyectos demagógicos de los gobiernos populistas, consideran a las políticas culturales como un gasto, de ahí que una de sus principales medidas sea reducir la cultura a mero instrumento de desarrollo. El desafío para los gobiernos contemporáneos consiste en articular políticas culturales autónomas en diferentes campos que sean capaces de dinamizar un desarrollo económico equitativamente distributivo, es decir, generar autonomía.

Mientras que en el mundo de la cultura y las artes las concentraciones de poder provengan desde el Estado, las autonomías de actores, colectivos, agrupaciones y obras se verán sometidas. El Estado debe procurar incrementar la autonomía nacional y local en el contexto global, así como la de los ciudadanos frente a las instituciones.

Esto es posible comprenderlo desde la tensión la noción antropológica de la cultura y la idea de cultura del Estado. Cuando una instancia gubernamental construye obra pública, está interviniendo en los significados que tiene el territorio y el espacio público para los habitantes de la zona en donde se asienta dicha obra. Interviene en cómo se va a configurar el espacio, la vida cotidiana de los vecinos, y el diálogo público que, a partir de dicha obra pública, se va a generar. Todas las políticas públicas tienen un impacto en los procesos de significación.

No obstante, los actores políticos especializados en desarrollo, economía o infraestructura no saben que están regulados por la cultura, ni que sus acciones producen efectos culturales. Acaso esa sea la explicación de la existencia de elefantes blancos dispersos en la infraestructura inmobiliaria artística y cultural del Estado. Aunque se reconoce que el Estado no debe intervenir en la comunicación y la cultura para no coartar libertades, desde la postura iluminista clásica del Estado aún persiste la idea de que hay que educar a sus gobernados.

Entonces, ¿cuál es el rol del Estado? Sara Sefchovich[1] destaca dos concepciones de cultura que se han manifestado y enfrentado recientemente en nuestro país: 1) El Estado no tiene por qué imponer contenidos ni decidir cuáles son mejores o peores. Su obligación es apoyar a todos aquellos que ofrecen proyectos y obras, cuidando por supuesto los principios que como sociedad hemos aceptado de respeto al prójimo. 2) Las cosas no deben ser así, porque a la cultura se le considera como algo sublime, que produce “la magia del conocimiento y el hechizo del arte”, y mucho de lo que está apoyando la Secretaría de Cultura federal no tiene que ver con esto, ya que redujo el presupuesto a todas las demás manifestaciones de cultura y a todos los proyectos que ya existían, incluso algunos que cumplían con objetivos que la propia 4T se planteó, como es el de prevención del delito a través de hacer partícipes a los jóvenes en talleres literarios, artísticos y musicales.


[1] Sara Sefchovich, “La cultura y el Estado” en El Universal. Disponible en https://www.eluniversal.com.mx/articulo/sara-sefchovich/nacion/la-cultura-y-el-estado

Local

Pesca deportiva en riesgo por la sequía: 30% de los eventos se han cancelado

Cada torneo en Zimapán y Jalpan atrae cerca de 250 participantes, más sus familias, con una derrama económica entre los 4 y 6 millones de pesos

Local

CATEM no desfilará el 1 de mayo

Visión que tienen el sindicato sobre el 1 de mayo es que los trabajadores la conmemoren con sus familias

Finanzas

Prevén energía más confiable para el 2050

La empresa inauguró el anfiteatro “John Lammas- Víctor Medina, donde abordaron los desafíos de la transición energética

Elecciones 2024

Escuchar al ciudadano es esencial: Dorantes

Guadalupe Murguía convocó a los jóvenes a acudir a emitir su voto y contribuir a la democracia

Deportes

Boleto para ver a los Conspiradores es de los más caros de la liga

Los precios para el debut en casa el 26 de abril, van de los 150 hasta los 600 pesos

Literatura

"El fin de la tristeza" en un thriller psicológico de Alberto Barrera Tyszka

El escritor venezolano explora la fragilidad de la verdad, la complejidad de las relaciones humanas y los límites de la percepción de la realidad