/ jueves 10 de septiembre de 2020

La cultura de un grupo desviado de la norma: el músico de baile

El libro de cabecera


Howard Saul Becker (Illinois, 1928) es quizás el mejor sociólogo del siglo XX y lo que va del XXI. A sus 92 años se dedica a leer infinitamente y a tocar en el piano los sempiternos estándares de jazz. Nadie mejor que él encontró en la cultura y el arte esquemas para el análisis de lo social, como quien encuentra en los personajes una oportunidad para la identificación personal.

El confinamiento a consecuencia de la enfermedad Covid-19 ha enviado a los artistas institucionales y callejeros a replegarse en la angustia y el abandono inédito de quien no puede hacer lo único que llena su existencia. Actores, cantantes, bailarines, clowns, comediantes (standuperos no, aunque algunos son chistosos, ninguno es artista), escritores, cineastas, artistas plásticos, plásticos artísticos, poetas, músicos, locos, teatreros, teatristas, teatrones… nadie ha librado la bofetada con elefante blanco que nos ha asestado la pandemia de cara al final de un año que muchos insisten inútilmente en cancelar.

Aunque las conductas desviadas suelen estar prohibidas por la ley, señala Becker, esto no siempre es así. Un ejemplo serían los artistas. Los artistas son outsiders, personas que viven o actúan de modo voluntario o forzoso, fuera de las normas sociales comúnmente admitidas.

A manera de homenaje, me referiré a los músicos, específicamente a los músicos de baile cuya peculiar cultura y extraño estilo de vida –en palabras de Becker– alcanzan para que los miembros más convencionales de la comunidad los etiquetes como marginales, es decir, como outsiders.

Los outsiders son parte de nuestra cultura, sin importar en lo más mínimo que esto nos guste o importe. Recuperando a Redfield, Becker define a la cultura como el conjunto de acuerdos convencionales que caracterizan a las sociedades y que se manifiestan en actos y artefactos. Los “acuerdos” son los significados atribuidos a esas acciones y objetos. Los significados son convencionales y, por lo tanto, culturales, en tanto que se han convertido en típicos de esa sociedad como consecuencia de la interacción entre sus miembros.

De allí que podamos hablar de que el concepto músico de baile se trata de una abstracción, una tipología que confirma los significados y los rasgos diferenciadores de este grupo cultural. Entonces la cultura quedaría definida como el grado en que los comportamientos convencionales de los miembros de una sociedad son iguales para todos. El término cultura, en tanto organización de los acuerdos comunes sostenidos por un grupo, es igualmente aplicable a los grupos más pequeños que dan forma a la compleja sociedad moderna. En los músicos de baile esta no es la excepción.

Cuando el músico de baile tiene la oportunidad de interactuar con otros como ellos, desarrollan una cultura propia en torno a los problemas que surgen de la diferencia entre el modo en que ellos definen lo que hacen y el modo en que lo definen otros miembros de la sociedad. Elaboran opiniones sobre sí mismos, sobre sus acciones desviadas y sobre cómo se establecen los vínculos con la sociedad.

Los músicos, al ser un grupo cultural que opera dentro de una gran cultura y distinguirse de esta, es una subcultura.

En su subcultura y en el charco general de la gran cultura, el músico de baile es definido como alguien que toca música popular por dinero. Es un proveedor de servicios y la cultura en la que participa comparte los problemas comunes a los trabajadores que prestan servicio: encontrar lugar para ensayar; encontrar lugar para tocar; encontrar lugar para tocar y que te paguen por tocar; encontrar un lugar para tocar y que te paguen con dinero, no con cerveza; encontrar el modo de que te paguen; armar un repertorio para que la gente baile; armar un repertorio para que la gente cante; otro para que la gente baile y cante; y otro para que se vayan.

Dice Becker que los músicos de baile sienten que la única música que vale la pena tocar es lo que ellos llaman jazz, un término que podría definirse, al menos parcialmente, como aquella música que se produce con total independencia de la demanda externa. No obstante, el lugar en donde toca, tanto el gerente como la gente para quien trabajan, interfieren permanente para no tocar jazz. En este sentido, el problema más angustiante en la carrera del músico (incluso más angustiante que sacar lo suficiente para comer) es la obligación de elegir entre el éxito convencional y los estándares artísticos que él posee.

Si quiere tener cierto grado de éxito, al menos en lo que pomposamente se le denomina como “escena local”, tiene que volverse comercial, es decir, hacer música acorde a los deseos de quienes no son músicos y son sus patrones. No obstante, al hacerlo sacrifica el respeto que eventualmente otros músicos le tienen y, en la mayoría de los casos, el respeto a sí mismo. Si continúa por este sendero musical, se mantendrá en el fracaso ante la mirada indiferente de la sociedad.

Aunque Becker realizó su investigación en Chicago entre 1948 y 1949, el mundo del músico de baile local no se diferencia demasiado al del actual. Algunos trabajan en bares, cantinas, tabernas, aunque no en antros, a pesar del sentido literal de este tipo de establecimiento. Otros músicos se organizan en grupos musicales (conjuntos, les decían en los setenta), orquestas o bandas para tocar en salones de bailes (en extinción) o clubes nocturnos. Otros músicos trabajan de manera azarosa tocando en bailes y fiestas privados de salones, jardines, fincas, hoteles, calles cerradas y en donde se puedan acomodar. Algunos otros músicos tocan en bandas que gozan de cierto “renombre” en la escena local o nacional. Todos ellos, no obstante, al trabajar en un entorno particular, gozan o padecen los problemas y actitudes que son en parte endémicas de ese entorno.

La organización del negocio de la música varía en función del tamaño de la ciudad. Afortunadamente, desde hace 30 años, la escena musical en Querétaro ha crecido y se ha diversificado a favor de los músicos, aunque también es cierto que, con más vergüenza que acierto, muchos lugares prefieren contratar a entonadores líricos (no cantantes) que se hacen acompañar por una banda virtual llamada karaoke.

Por la broma macabra en la que se convirtió el contacto humano a causa de la pandemia, cuando el baile se degradó a rango de conducta criminal, los músicos de baile fueron los primero en confinarse y serán los últimos en regresar. Sudor, saliva, lágrimas, piel, fluidos… los músicos son hoy un foco de alto contagio. Pero cuando regresemos, en mucho menos tiempo de lo que dura un popurrí de la Sonora Dinamita, los músicos de baile seremos los responsables de llevar a la gente a esa cosa que solíamos llamar normalidad. Éramos felices y sí lo sabíamos.


Howard Saul Becker (Illinois, 1928) es quizás el mejor sociólogo del siglo XX y lo que va del XXI. A sus 92 años se dedica a leer infinitamente y a tocar en el piano los sempiternos estándares de jazz. Nadie mejor que él encontró en la cultura y el arte esquemas para el análisis de lo social, como quien encuentra en los personajes una oportunidad para la identificación personal.

El confinamiento a consecuencia de la enfermedad Covid-19 ha enviado a los artistas institucionales y callejeros a replegarse en la angustia y el abandono inédito de quien no puede hacer lo único que llena su existencia. Actores, cantantes, bailarines, clowns, comediantes (standuperos no, aunque algunos son chistosos, ninguno es artista), escritores, cineastas, artistas plásticos, plásticos artísticos, poetas, músicos, locos, teatreros, teatristas, teatrones… nadie ha librado la bofetada con elefante blanco que nos ha asestado la pandemia de cara al final de un año que muchos insisten inútilmente en cancelar.

Aunque las conductas desviadas suelen estar prohibidas por la ley, señala Becker, esto no siempre es así. Un ejemplo serían los artistas. Los artistas son outsiders, personas que viven o actúan de modo voluntario o forzoso, fuera de las normas sociales comúnmente admitidas.

A manera de homenaje, me referiré a los músicos, específicamente a los músicos de baile cuya peculiar cultura y extraño estilo de vida –en palabras de Becker– alcanzan para que los miembros más convencionales de la comunidad los etiquetes como marginales, es decir, como outsiders.

Los outsiders son parte de nuestra cultura, sin importar en lo más mínimo que esto nos guste o importe. Recuperando a Redfield, Becker define a la cultura como el conjunto de acuerdos convencionales que caracterizan a las sociedades y que se manifiestan en actos y artefactos. Los “acuerdos” son los significados atribuidos a esas acciones y objetos. Los significados son convencionales y, por lo tanto, culturales, en tanto que se han convertido en típicos de esa sociedad como consecuencia de la interacción entre sus miembros.

De allí que podamos hablar de que el concepto músico de baile se trata de una abstracción, una tipología que confirma los significados y los rasgos diferenciadores de este grupo cultural. Entonces la cultura quedaría definida como el grado en que los comportamientos convencionales de los miembros de una sociedad son iguales para todos. El término cultura, en tanto organización de los acuerdos comunes sostenidos por un grupo, es igualmente aplicable a los grupos más pequeños que dan forma a la compleja sociedad moderna. En los músicos de baile esta no es la excepción.

Cuando el músico de baile tiene la oportunidad de interactuar con otros como ellos, desarrollan una cultura propia en torno a los problemas que surgen de la diferencia entre el modo en que ellos definen lo que hacen y el modo en que lo definen otros miembros de la sociedad. Elaboran opiniones sobre sí mismos, sobre sus acciones desviadas y sobre cómo se establecen los vínculos con la sociedad.

Los músicos, al ser un grupo cultural que opera dentro de una gran cultura y distinguirse de esta, es una subcultura.

En su subcultura y en el charco general de la gran cultura, el músico de baile es definido como alguien que toca música popular por dinero. Es un proveedor de servicios y la cultura en la que participa comparte los problemas comunes a los trabajadores que prestan servicio: encontrar lugar para ensayar; encontrar lugar para tocar; encontrar lugar para tocar y que te paguen por tocar; encontrar un lugar para tocar y que te paguen con dinero, no con cerveza; encontrar el modo de que te paguen; armar un repertorio para que la gente baile; armar un repertorio para que la gente cante; otro para que la gente baile y cante; y otro para que se vayan.

Dice Becker que los músicos de baile sienten que la única música que vale la pena tocar es lo que ellos llaman jazz, un término que podría definirse, al menos parcialmente, como aquella música que se produce con total independencia de la demanda externa. No obstante, el lugar en donde toca, tanto el gerente como la gente para quien trabajan, interfieren permanente para no tocar jazz. En este sentido, el problema más angustiante en la carrera del músico (incluso más angustiante que sacar lo suficiente para comer) es la obligación de elegir entre el éxito convencional y los estándares artísticos que él posee.

Si quiere tener cierto grado de éxito, al menos en lo que pomposamente se le denomina como “escena local”, tiene que volverse comercial, es decir, hacer música acorde a los deseos de quienes no son músicos y son sus patrones. No obstante, al hacerlo sacrifica el respeto que eventualmente otros músicos le tienen y, en la mayoría de los casos, el respeto a sí mismo. Si continúa por este sendero musical, se mantendrá en el fracaso ante la mirada indiferente de la sociedad.

Aunque Becker realizó su investigación en Chicago entre 1948 y 1949, el mundo del músico de baile local no se diferencia demasiado al del actual. Algunos trabajan en bares, cantinas, tabernas, aunque no en antros, a pesar del sentido literal de este tipo de establecimiento. Otros músicos se organizan en grupos musicales (conjuntos, les decían en los setenta), orquestas o bandas para tocar en salones de bailes (en extinción) o clubes nocturnos. Otros músicos trabajan de manera azarosa tocando en bailes y fiestas privados de salones, jardines, fincas, hoteles, calles cerradas y en donde se puedan acomodar. Algunos otros músicos tocan en bandas que gozan de cierto “renombre” en la escena local o nacional. Todos ellos, no obstante, al trabajar en un entorno particular, gozan o padecen los problemas y actitudes que son en parte endémicas de ese entorno.

La organización del negocio de la música varía en función del tamaño de la ciudad. Afortunadamente, desde hace 30 años, la escena musical en Querétaro ha crecido y se ha diversificado a favor de los músicos, aunque también es cierto que, con más vergüenza que acierto, muchos lugares prefieren contratar a entonadores líricos (no cantantes) que se hacen acompañar por una banda virtual llamada karaoke.

Por la broma macabra en la que se convirtió el contacto humano a causa de la pandemia, cuando el baile se degradó a rango de conducta criminal, los músicos de baile fueron los primero en confinarse y serán los últimos en regresar. Sudor, saliva, lágrimas, piel, fluidos… los músicos son hoy un foco de alto contagio. Pero cuando regresemos, en mucho menos tiempo de lo que dura un popurrí de la Sonora Dinamita, los músicos de baile seremos los responsables de llevar a la gente a esa cosa que solíamos llamar normalidad. Éramos felices y sí lo sabíamos.

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