/ lunes 27 de agosto de 2018

La poesía como sentimiento de lo divino

Mucho se ha intentado ver en el poeta una especie de puente que conecta lo terrenal con lo divino, y mucho, en ciertos momentos personales de comunicación con la existencia, se puede decir al respecto otorgando la razón. La experiencia del hombre no puede ser más que sorprendente al descubrirse parte de un universo que está ocurriendo al unísono, de manera que la sensación, la revelación, de estar vivos, como testigos de ese todo operante, puede llevar a plantear la vida como un ser integral cuya diversidad de manifestaciones no está supeditada sólo a la existencia del hombre, si no, al parecer, a una especie de conciencia y voluntad que son atributos de la materia para ser y para manifestarse en todas direcciones como vida, y cuya esencia, parece la parte más natural e interesante del universo.

La poesía mística generalmente contiene el encuentro con el Amado, el Amado es la unidad de la cual parte toda separación, y representa el regreso y el anhelo del regreso. Por lo menos eso es lo que podemos apreciar en la obra de San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila, Ramón Llull, y también en el trabajo de Rumi. Singular, este Amado corresponde ya a una personificación propia de las religiones monoteístas, donde la iconografía ha tomado el lugar de representación de la esencia de lo que la vida manifiesta. Justo será decir sin embargo que el poeta místico busca regresar, pertenecer a un todo en el cual ha percibido la verdadera unidad de las cosas, y que su búsqueda es terminar con la escisión que percibe entre lo que piensa y la naturaleza que lo rodea. Contrario al imaginario sensible de una época, la poesía mística oriental lo que pretende no es un regreso, asume y parte de un saberse el hombre ya integrado a la naturaleza, y coincide con la mística occidental en que el amor, la bondad, la justicia, son asuntos, parafraseando a Ramón Llull, que se engendran en el pensamiento, y se sustentan con la paciencia y con la práctica.

Comprender que el verdadero motor de lo vivo es un asunto inmanente, cuya voluntad y conciencia son la presencia misma de todo el universo, y evaluarlo contra la permanencia que uno considera como vida, nunca ha sido un asunto menor: es la existencia lo que en verdad llamamos vida, lo que en verdad llamamos Dios, la muerte es sólo un paso más hacia la vida, y la comunión de todas las posturas derivadas del pensamiento, es el hombre. El regreso hacia lo Amado a la vez que denuncia una escisión, también es el ejercicio integrador de una serie de valores éticos observados por la experiencia del hombre, cuyo planteamiento corresponde más al terreno de las sensibilidades, de la apreciación de un hecho, y se constituye en búsqueda y meta para dar sentido a una naturaleza dual, a su propia naturaleza. Lo que el místico comprende más concretamente, es que su separación, así como el asunto de sus valores éticos, son también sólo un asunto del pensamiento, y se devela por primera vez que es el pensamiento quien lo dispone como observador, cuando acaso no haya como tal un observador, y en realidad todo esté ocurriendo bajo un mismo motivo: él cree que se está dando cuenta, antes de descubrir que la capacidad y la profundidad de un sentimiento son realidad que también existe, y que se ha manifestado. Es, bajo esta experiencia particular, que su forma de referirse a la naturaleza cobra un sentido: todo lo que nos rodea está vivo, se cumplen ciclos, pero la vida jamás cesa, incluso los objetos que llamamos inanimados cobran, por estar presentes, sentido de vida por tener sentido de existencia, todo es para nosotros vida porque eso es lo que hemos aprendido a ver en el universo, y porque eso es lo que experimentamos, y no es curioso que observando la conducta procuradora de la Tierra, de esa extraña forma con la cual un planeta es capaz de disponerse a procurarnos, y de esa relación de dependencia que el planeta tiene con Sol, haya nacido la idea de verla como madre, comparando su actitud con la actitud que tenemos hacia el hijo, apreciando ya que el fin de la naturaleza, su objetivo primordial, es un extenso territorio de procuraciones e interdependencias que limitan su función a darle ser a la existencia.

Florentino Chávez Trejo es muchos poetas, tiende su genio a tener diversidad de registros, su búsqueda no es el arquetipo, pero es el símbolo de un regreso a otra parte de nuestros orígenes, donde la flor, el maíz, la extensión de la sierra, los pájaros, están impregnados de un origen divino, porque logra transmitir que ellos son la divinidad. Su poesía es un campo de extensión variable donde la vida crece y el hombre con ella. Y es, en el descubrimiento de la vida, donde sus poemas encuentran el motivo de expresión: hay algo ahí que nos anuncia, que le compete al hombre: belleza, y la belleza como apariencia, y la apariencia como el fin último del todo. El ser como un ser particular, subdividido y puesto a ser por tareas, para hacer que el todo crezca y se eleve un bosque. El hombre ahora es parte ya del bosque, se integra a él por el simple hecho de mirarlo, con el solo haber hecho conciencia se funde. Para Florentino no hay el dolor de la separación, tampoco el anhelo del regreso hacia el Amado. Es el observador observado que está en comunión con todo lo que ocurre, ve, piensa y siente. Su reflejo es el de un estanque en calma. Al fondo, la sierra es eterna. Todo convive en ella. No para hasta los Andes. Y los lamas, los montañeses de los Alpes, los huicholes danzando en Wirikuta para que no cese de nacer el mundo, el esquimal, son, a más no poder, humanos. Su intensidad es la de designio. Su visión, lo chamánico. El viento es un trompo de arena, pero también es un inofensivo caracol por el cual los cielos bajan a la Tierra, y también es un danzante. Habla con los animales. Remonta siglos de indigencia cultural para volver a comunicarse con su entorno. Tras de los cerros pasa un hombre silbando en su camino: es un músico chiflador.

No es curioso observar que el místico pelee también con las palabras, que en cierta forma descubra que el lenguaje no es capaz de trasladar concisamente lo que siente, y que, al descubrir esa incapacidad del lenguaje para comunicar la experiencia, abra la veta para revelar que las palabras no son vehículo donde se pueda transportar el conocimiento del hombre. La poesía, las más de las veces, es vista por el místico como una sombra de la realidad. Ella misma es sólo un vislumbrar, un puente por donde el hombre cruza hacia sí mismo y se sorprende portador de unas verdades. Funge el papel de un espejo, pero de un espejo muy particular, porque es el lugar donde el hombre siempre se mira por primera vez, como si nunca antes hubiera tenido la posibilidad de mirar de frente lo que encarna. Acaso, junto con la disposición a auto-observarse, sea la única herramienta para que el hombre descubra en sí lo que conoce y se diga, cada vez que tiene la experiencia, lo que en verdad sabe de sí. Más allá de la realidad palpable, de la incesante broma del pensamiento que nos separa y crea una ilusión de individualidad, la otra realidad, la que no se nombra, es un hecho que compete al designio, las sensaciones y los sentimientos. La lucha con las palabras para poder asentar lo que sentimos es la lucha de la claridad contra la sombra. Y la comunicación y comunión con lo constante, con lo inmanente, con lo que nunca cesa, es el encuentro del poeta. La pretendida disfunción del lenguaje es la denuncia de que el lenguaje no es un medio integrador, y que, a fondo, él mismo no cobra sentido sin la experiencia. El ser no es un asunto dividido, el ser dividido es un criterio del lenguaje que puede adjudicar ser a cada uno de los sustantivos y verbos que nombra. El lenguaje fragmenta al ser, y define al ser con la acción. El ser del hombre, como fenómeno que exterioriza e interioriza su entorno, es un ser escindido: su hecho real parte de la sensación de estar aislado, de ser observador. Ese “ser aparte”, distanciado de la naturaleza, es su abandono, y no es sino cuando percibe su pertenencia que se da cuenta que él está ocurriendo al unísono con todo. Comprende la falsedad, el engaño del lenguaje, su ternura procuradora y su capacidad de ensoñación. Dentro de una pugna actual, al poeta no es el asunto de justificar los géneros lo que le atañe, para él los géneros sólo designan, son implicación en las palabras de que hemos podido observar y clasificar dos naturalezas. Él intuye que quien sabe, quien se da cuenta, quien percibe la integridad de la naturaleza, no hace distinción entre la noche y el día, ni entre lo femenino y lo masculino. Designa, sí, con estos elementos, pero ningún problema tiene en designar también como La Árbol, La Río, El Luna, El Lagartija, etc., la diversidad en la cual está integrado y de la cual goza como entorno. Existe, ante todo, comprender que, si las palabras, en efecto, son el hombre, o por lo menos parte de ese hombre como manifestación social, también son el origen de su destino actuado. Y señala que son un arma de doble filo cuando no se las cuestiona, cuando aún no llega la capacidad de distinguirlas como una ensoñación que dirige nuestros actos. Para el poeta, como para el místico, es en la capacidad de conciencia que se puede ejercitar la voluntad. Y considera que, quienes no ha adquirido la capacidad de comprender el poder que las palabras tienen para dirigir su existencia, viven negados a comprender la otra parte de su realidad.

Más allá de las palabras, el acto marca al hombre. Esta característica es en suma su existencia. Para Nietzsche, por ejemplo, el sustrato no existe, no hay ningún ser detrás del hacer, del actuar, del devenir; el agente ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo. Sin embargo, hay en esto una negación implícita al motor de la existencia. La apariencia, como fin último y evidente de la naturaleza, parece observar en su conducta la conciencia y la voluntad como motores de vida. Negar estos fenómenos por situarse en retomar ideas de la Ilustración, y desarrollarlas, es negar por decreto al hombre y convertirlo en un sencillo fenómeno del lenguaje. Toda la noche me la pasé escribiendo un poema, y al amanecer me reprocho haberlo escrito con palabras, dice Rumi, haciendo patente que la otra realidad no sólo es innombrable, sino que adquiere presencia a través de los sentidos. El hombre es, sí, un escenario, sale a actuar palabras, pero también es voluntad sobre sí y conciencia de sí. Estas cualidades lo integran con el todo, y este saber sólo puede percibirse bajo el hecho de una experiencia sensible.

La poesía de Florentino Chávez Trejo, concluyendo, es la voz de algo que se está manifestando: el ser nombrado. ¿Es el Amado quien nombra, o es el hombre que finalmente se ha encontrado? Son ambos: la poesía como sentimiento de lo divino es la cercanía con el origen. El origen es el verdadero nombre de Dios, y su nombre, al ser claro, no es muy complicado: tiene nombre de árbol y de piedra, nombre de arroyos, bosques, y cientos de pájaros volando bajo el alba. Aquí, en el terreno de lo divino, la madre Tierra es más divina que la inconografía que nos vendió el Renacimiento, quien nos procura es el padre Sol, que vuelve de la órbita a señalar los puntos donde nace el cielo, y el maíz, el águila real, el tejón, la víbora de cascabel, la comadreja y el viento, no son arquetipos de lo divino, son lo divino, todos los días salen a recibirlo y le indican jamás se permitirían ser una representación.


Mucho se ha intentado ver en el poeta una especie de puente que conecta lo terrenal con lo divino, y mucho, en ciertos momentos personales de comunicación con la existencia, se puede decir al respecto otorgando la razón. La experiencia del hombre no puede ser más que sorprendente al descubrirse parte de un universo que está ocurriendo al unísono, de manera que la sensación, la revelación, de estar vivos, como testigos de ese todo operante, puede llevar a plantear la vida como un ser integral cuya diversidad de manifestaciones no está supeditada sólo a la existencia del hombre, si no, al parecer, a una especie de conciencia y voluntad que son atributos de la materia para ser y para manifestarse en todas direcciones como vida, y cuya esencia, parece la parte más natural e interesante del universo.

La poesía mística generalmente contiene el encuentro con el Amado, el Amado es la unidad de la cual parte toda separación, y representa el regreso y el anhelo del regreso. Por lo menos eso es lo que podemos apreciar en la obra de San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila, Ramón Llull, y también en el trabajo de Rumi. Singular, este Amado corresponde ya a una personificación propia de las religiones monoteístas, donde la iconografía ha tomado el lugar de representación de la esencia de lo que la vida manifiesta. Justo será decir sin embargo que el poeta místico busca regresar, pertenecer a un todo en el cual ha percibido la verdadera unidad de las cosas, y que su búsqueda es terminar con la escisión que percibe entre lo que piensa y la naturaleza que lo rodea. Contrario al imaginario sensible de una época, la poesía mística oriental lo que pretende no es un regreso, asume y parte de un saberse el hombre ya integrado a la naturaleza, y coincide con la mística occidental en que el amor, la bondad, la justicia, son asuntos, parafraseando a Ramón Llull, que se engendran en el pensamiento, y se sustentan con la paciencia y con la práctica.

Comprender que el verdadero motor de lo vivo es un asunto inmanente, cuya voluntad y conciencia son la presencia misma de todo el universo, y evaluarlo contra la permanencia que uno considera como vida, nunca ha sido un asunto menor: es la existencia lo que en verdad llamamos vida, lo que en verdad llamamos Dios, la muerte es sólo un paso más hacia la vida, y la comunión de todas las posturas derivadas del pensamiento, es el hombre. El regreso hacia lo Amado a la vez que denuncia una escisión, también es el ejercicio integrador de una serie de valores éticos observados por la experiencia del hombre, cuyo planteamiento corresponde más al terreno de las sensibilidades, de la apreciación de un hecho, y se constituye en búsqueda y meta para dar sentido a una naturaleza dual, a su propia naturaleza. Lo que el místico comprende más concretamente, es que su separación, así como el asunto de sus valores éticos, son también sólo un asunto del pensamiento, y se devela por primera vez que es el pensamiento quien lo dispone como observador, cuando acaso no haya como tal un observador, y en realidad todo esté ocurriendo bajo un mismo motivo: él cree que se está dando cuenta, antes de descubrir que la capacidad y la profundidad de un sentimiento son realidad que también existe, y que se ha manifestado. Es, bajo esta experiencia particular, que su forma de referirse a la naturaleza cobra un sentido: todo lo que nos rodea está vivo, se cumplen ciclos, pero la vida jamás cesa, incluso los objetos que llamamos inanimados cobran, por estar presentes, sentido de vida por tener sentido de existencia, todo es para nosotros vida porque eso es lo que hemos aprendido a ver en el universo, y porque eso es lo que experimentamos, y no es curioso que observando la conducta procuradora de la Tierra, de esa extraña forma con la cual un planeta es capaz de disponerse a procurarnos, y de esa relación de dependencia que el planeta tiene con Sol, haya nacido la idea de verla como madre, comparando su actitud con la actitud que tenemos hacia el hijo, apreciando ya que el fin de la naturaleza, su objetivo primordial, es un extenso territorio de procuraciones e interdependencias que limitan su función a darle ser a la existencia.

Florentino Chávez Trejo es muchos poetas, tiende su genio a tener diversidad de registros, su búsqueda no es el arquetipo, pero es el símbolo de un regreso a otra parte de nuestros orígenes, donde la flor, el maíz, la extensión de la sierra, los pájaros, están impregnados de un origen divino, porque logra transmitir que ellos son la divinidad. Su poesía es un campo de extensión variable donde la vida crece y el hombre con ella. Y es, en el descubrimiento de la vida, donde sus poemas encuentran el motivo de expresión: hay algo ahí que nos anuncia, que le compete al hombre: belleza, y la belleza como apariencia, y la apariencia como el fin último del todo. El ser como un ser particular, subdividido y puesto a ser por tareas, para hacer que el todo crezca y se eleve un bosque. El hombre ahora es parte ya del bosque, se integra a él por el simple hecho de mirarlo, con el solo haber hecho conciencia se funde. Para Florentino no hay el dolor de la separación, tampoco el anhelo del regreso hacia el Amado. Es el observador observado que está en comunión con todo lo que ocurre, ve, piensa y siente. Su reflejo es el de un estanque en calma. Al fondo, la sierra es eterna. Todo convive en ella. No para hasta los Andes. Y los lamas, los montañeses de los Alpes, los huicholes danzando en Wirikuta para que no cese de nacer el mundo, el esquimal, son, a más no poder, humanos. Su intensidad es la de designio. Su visión, lo chamánico. El viento es un trompo de arena, pero también es un inofensivo caracol por el cual los cielos bajan a la Tierra, y también es un danzante. Habla con los animales. Remonta siglos de indigencia cultural para volver a comunicarse con su entorno. Tras de los cerros pasa un hombre silbando en su camino: es un músico chiflador.

No es curioso observar que el místico pelee también con las palabras, que en cierta forma descubra que el lenguaje no es capaz de trasladar concisamente lo que siente, y que, al descubrir esa incapacidad del lenguaje para comunicar la experiencia, abra la veta para revelar que las palabras no son vehículo donde se pueda transportar el conocimiento del hombre. La poesía, las más de las veces, es vista por el místico como una sombra de la realidad. Ella misma es sólo un vislumbrar, un puente por donde el hombre cruza hacia sí mismo y se sorprende portador de unas verdades. Funge el papel de un espejo, pero de un espejo muy particular, porque es el lugar donde el hombre siempre se mira por primera vez, como si nunca antes hubiera tenido la posibilidad de mirar de frente lo que encarna. Acaso, junto con la disposición a auto-observarse, sea la única herramienta para que el hombre descubra en sí lo que conoce y se diga, cada vez que tiene la experiencia, lo que en verdad sabe de sí. Más allá de la realidad palpable, de la incesante broma del pensamiento que nos separa y crea una ilusión de individualidad, la otra realidad, la que no se nombra, es un hecho que compete al designio, las sensaciones y los sentimientos. La lucha con las palabras para poder asentar lo que sentimos es la lucha de la claridad contra la sombra. Y la comunicación y comunión con lo constante, con lo inmanente, con lo que nunca cesa, es el encuentro del poeta. La pretendida disfunción del lenguaje es la denuncia de que el lenguaje no es un medio integrador, y que, a fondo, él mismo no cobra sentido sin la experiencia. El ser no es un asunto dividido, el ser dividido es un criterio del lenguaje que puede adjudicar ser a cada uno de los sustantivos y verbos que nombra. El lenguaje fragmenta al ser, y define al ser con la acción. El ser del hombre, como fenómeno que exterioriza e interioriza su entorno, es un ser escindido: su hecho real parte de la sensación de estar aislado, de ser observador. Ese “ser aparte”, distanciado de la naturaleza, es su abandono, y no es sino cuando percibe su pertenencia que se da cuenta que él está ocurriendo al unísono con todo. Comprende la falsedad, el engaño del lenguaje, su ternura procuradora y su capacidad de ensoñación. Dentro de una pugna actual, al poeta no es el asunto de justificar los géneros lo que le atañe, para él los géneros sólo designan, son implicación en las palabras de que hemos podido observar y clasificar dos naturalezas. Él intuye que quien sabe, quien se da cuenta, quien percibe la integridad de la naturaleza, no hace distinción entre la noche y el día, ni entre lo femenino y lo masculino. Designa, sí, con estos elementos, pero ningún problema tiene en designar también como La Árbol, La Río, El Luna, El Lagartija, etc., la diversidad en la cual está integrado y de la cual goza como entorno. Existe, ante todo, comprender que, si las palabras, en efecto, son el hombre, o por lo menos parte de ese hombre como manifestación social, también son el origen de su destino actuado. Y señala que son un arma de doble filo cuando no se las cuestiona, cuando aún no llega la capacidad de distinguirlas como una ensoñación que dirige nuestros actos. Para el poeta, como para el místico, es en la capacidad de conciencia que se puede ejercitar la voluntad. Y considera que, quienes no ha adquirido la capacidad de comprender el poder que las palabras tienen para dirigir su existencia, viven negados a comprender la otra parte de su realidad.

Más allá de las palabras, el acto marca al hombre. Esta característica es en suma su existencia. Para Nietzsche, por ejemplo, el sustrato no existe, no hay ningún ser detrás del hacer, del actuar, del devenir; el agente ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo. Sin embargo, hay en esto una negación implícita al motor de la existencia. La apariencia, como fin último y evidente de la naturaleza, parece observar en su conducta la conciencia y la voluntad como motores de vida. Negar estos fenómenos por situarse en retomar ideas de la Ilustración, y desarrollarlas, es negar por decreto al hombre y convertirlo en un sencillo fenómeno del lenguaje. Toda la noche me la pasé escribiendo un poema, y al amanecer me reprocho haberlo escrito con palabras, dice Rumi, haciendo patente que la otra realidad no sólo es innombrable, sino que adquiere presencia a través de los sentidos. El hombre es, sí, un escenario, sale a actuar palabras, pero también es voluntad sobre sí y conciencia de sí. Estas cualidades lo integran con el todo, y este saber sólo puede percibirse bajo el hecho de una experiencia sensible.

La poesía de Florentino Chávez Trejo, concluyendo, es la voz de algo que se está manifestando: el ser nombrado. ¿Es el Amado quien nombra, o es el hombre que finalmente se ha encontrado? Son ambos: la poesía como sentimiento de lo divino es la cercanía con el origen. El origen es el verdadero nombre de Dios, y su nombre, al ser claro, no es muy complicado: tiene nombre de árbol y de piedra, nombre de arroyos, bosques, y cientos de pájaros volando bajo el alba. Aquí, en el terreno de lo divino, la madre Tierra es más divina que la inconografía que nos vendió el Renacimiento, quien nos procura es el padre Sol, que vuelve de la órbita a señalar los puntos donde nace el cielo, y el maíz, el águila real, el tejón, la víbora de cascabel, la comadreja y el viento, no son arquetipos de lo divino, son lo divino, todos los días salen a recibirlo y le indican jamás se permitirían ser una representación.


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