/ martes 8 de mayo de 2018

La soledad en su laberinto: a veinte años de ausencia de Octavio Paz

Animado por una legítima curiosidad hice un escueto sondeo dirigido a lectores de distintas generaciones. La pregunta fue “Y tú, ¿cómo tuviste acceso a El laberinto de la soledad (Cátedra, 2015) de Octavio Paz.? Curiosamente los nacidos alrededor de la década de los ochenta coincidimos en que nuestro primer contacto con dicha obra fue por iniciativa propia mientras que el resto lo tuvo por obligación escolar.

Yo, como muchos de mi generación, me sentí atraído desde muy niño por la figura omnipresente de Octavio Paz. La calma de su estampa y la profunda altivez de su mirada fungieron como una puerta simbólica de entrada a uno de los hitos más determinantes de mi historia personal como lector. Mis preguntas iniciales antes de la lectura fueron ¿quién es Octavio Paz?, ¿de qué manera Octavio Paz lleva a cabo ese ser Octavio Paz? Más que respuestas estas preguntas encontraron un reflejo a partir de dos conceptos que se encuentran y persisten con fuerza en el laberinto: conciencia y modernidad.

Aunque yo aún era muy joven (con mucho trabajo terminé el libro a los catorce años de edad) ésos dos conceptos me quedaron prendidos pero imprecisos. Una intempestiva venia marxista se apoderó de mí y me obsequió un incipiente discurso. Los pensamientos se me amontonaron con la celeridad del adolescente que se descubre exhibido a la luz del pensamiento paciano. Más allá de lo anecdótico, lo que cuento cobra sentido si atendemos que “a todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en nuestra adolescencia”.

¿En qué consiste ese descubrimiento, es decir, nuestro autodescubrimiento? Consiste en una confrontación tácita con nuestra soledad, ícono insondable y, sin embargo, delimitada por una barrera entre nosotros y nuestro mundo circundante. Esa barrera es nuestra conciencia.

En sus determinadas etapas de desarrollo, niños y adultos suscriben una conversión de su respectiva soledad sublimándola a través del juego o del trabajo. El adolescente, en cambio, y esta parece ser una idea vigente, es un ente volátil que se debate entre la niñez y la adultez y que se asombra de ser. Este asombro se efectúa no sin conflicto, sino más bien en un acto de conciencia, un ejercicio de introspección: ¿qué somos?, ¿cómo llevamos a cabo eso que somos?

Las anteriores cuestiones también son parte del crecimiento de las naciones.

En la historia de nuestro país, el ser mexicano es quien busca su identidad, su filiación y su origen no sin las vicisitudes propias de un mosaico complejo y multicultural. No fue sino hasta 1996, de acuerdo con lo que cuenta Guillermo Sheridan, que Octavio Paz desveló un rasgo autobiográfico que denota su propio autodescubrimiento ante la otredad. Corría el año 1916 cuando un Octavio Paz niño se enfrentó en la escuela a la presencia del otro y a la incapacidad para comunicarse. Fue en la hora del recreo cuando sus compañeros se burlaron a lo que Paz respondió a golpes. Este hecho, pero principalmente su autodescubrimiento desde la perspectiva del ser extranjero, lo aislaron de la escuela durante un lapso de quince días.

Nuestra soledad, la propia y la de nuestra identidad como mexicanos, es en sí una orfandad que encuentra sus raíces en el ethos religioso tras del cual nos encerramos y, al mismo tiempo, nos preservamos. Portamos máscaras: “Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, (al mexicano) todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación”.

¿Cómo no recordar en nuestra adolescencia cuando una mirada furtiva se convertía en la mecha encendida de un connato de bronca? Siguiendo a Paz, una mirada puede desencadenar la cólera de nuestras almas cargadas de electricidad. A estas alturas de nuestra historia, en nuestro perpetuo andar por el laberinto nos sigue doliendo todo, tanto las palabras como la sospecha de éstas. No es casualidad que nuestro lenguaje esté plagado de florituras iconográficas, reticencias, figuras y alusiones, expresiones veladas que alimentan la injuria. Nuestra conciencia devenida en muralla, tan invisible como infranqueable, es alimentada también de impasibilidad y lejanía. El mexicano está lejos del mundo, de los demás, de sus comunes y semejantes y, por supuesto, de sí mismo.

Se inventó una cara.

Detrás de ella

vivió, murió y resucitó

muchas veces.

Su cara

hoy tiene las arrugas de esa cara.

Sus arrugas no tienen cara.[1]

Sintomáticamente, las generaciones de estudiantes de preparatoria de nuestra actualidad han perdido el acceso (ya no digamos la obligación o el interés) en la obra de Paz, en general, y en El laberinto de la soledad, en particular. Aunque esto no sorprende. El arrebato pasional que encuentra en las redes sociales al testigo abyecto, su hipervinculación mediática que no se traduce necesariamente en una comunicación efectiva, y la explosión precoz de presuntos académicos, residuos porriles de un anquilosado aparato universitario obstinado en resucitar el cadáver anacrónico de una izquierda lerda y tergiversada que nació muerta, han dado al traste con el proceso del autoconocimiento crítico al que por lo menos tentaba El laberinto de la soledad. Sin oportunidad para el autoconocimiento, pero con el donaire y la redacción rota propios del usuario de redes sociales, Paz es reducido a una colección torpe y furiosa de lugares comunes. Si anteriormente los peores aspavientos se escuchaban a deshoras tras las jornadas estudiantiles en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, ahora estos aparecen en nuestros muros de redes sociales, en una variante del vandalismo que invade propiedad ajena. La soledad sigue encerrada en su laberinto mientras que un sector universitario ha secuestrado el pensamiento liberal y genuinamente de izquierda para convertirlo en una obstinación política enajenante que apela a la desaparición del otro, a través del odio y la estigmatización.

A veinte años de la muerte de Octavio Paz, nuestra soledad prevalece a razón de sus propios anacronismos y complejos. Habrá que volver a empezar a leer a Paz.

@doctorsimulacro

[1] Poema El otro de Octavio Paz





Animado por una legítima curiosidad hice un escueto sondeo dirigido a lectores de distintas generaciones. La pregunta fue “Y tú, ¿cómo tuviste acceso a El laberinto de la soledad (Cátedra, 2015) de Octavio Paz.? Curiosamente los nacidos alrededor de la década de los ochenta coincidimos en que nuestro primer contacto con dicha obra fue por iniciativa propia mientras que el resto lo tuvo por obligación escolar.

Yo, como muchos de mi generación, me sentí atraído desde muy niño por la figura omnipresente de Octavio Paz. La calma de su estampa y la profunda altivez de su mirada fungieron como una puerta simbólica de entrada a uno de los hitos más determinantes de mi historia personal como lector. Mis preguntas iniciales antes de la lectura fueron ¿quién es Octavio Paz?, ¿de qué manera Octavio Paz lleva a cabo ese ser Octavio Paz? Más que respuestas estas preguntas encontraron un reflejo a partir de dos conceptos que se encuentran y persisten con fuerza en el laberinto: conciencia y modernidad.

Aunque yo aún era muy joven (con mucho trabajo terminé el libro a los catorce años de edad) ésos dos conceptos me quedaron prendidos pero imprecisos. Una intempestiva venia marxista se apoderó de mí y me obsequió un incipiente discurso. Los pensamientos se me amontonaron con la celeridad del adolescente que se descubre exhibido a la luz del pensamiento paciano. Más allá de lo anecdótico, lo que cuento cobra sentido si atendemos que “a todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en nuestra adolescencia”.

¿En qué consiste ese descubrimiento, es decir, nuestro autodescubrimiento? Consiste en una confrontación tácita con nuestra soledad, ícono insondable y, sin embargo, delimitada por una barrera entre nosotros y nuestro mundo circundante. Esa barrera es nuestra conciencia.

En sus determinadas etapas de desarrollo, niños y adultos suscriben una conversión de su respectiva soledad sublimándola a través del juego o del trabajo. El adolescente, en cambio, y esta parece ser una idea vigente, es un ente volátil que se debate entre la niñez y la adultez y que se asombra de ser. Este asombro se efectúa no sin conflicto, sino más bien en un acto de conciencia, un ejercicio de introspección: ¿qué somos?, ¿cómo llevamos a cabo eso que somos?

Las anteriores cuestiones también son parte del crecimiento de las naciones.

En la historia de nuestro país, el ser mexicano es quien busca su identidad, su filiación y su origen no sin las vicisitudes propias de un mosaico complejo y multicultural. No fue sino hasta 1996, de acuerdo con lo que cuenta Guillermo Sheridan, que Octavio Paz desveló un rasgo autobiográfico que denota su propio autodescubrimiento ante la otredad. Corría el año 1916 cuando un Octavio Paz niño se enfrentó en la escuela a la presencia del otro y a la incapacidad para comunicarse. Fue en la hora del recreo cuando sus compañeros se burlaron a lo que Paz respondió a golpes. Este hecho, pero principalmente su autodescubrimiento desde la perspectiva del ser extranjero, lo aislaron de la escuela durante un lapso de quince días.

Nuestra soledad, la propia y la de nuestra identidad como mexicanos, es en sí una orfandad que encuentra sus raíces en el ethos religioso tras del cual nos encerramos y, al mismo tiempo, nos preservamos. Portamos máscaras: “Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, (al mexicano) todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación”.

¿Cómo no recordar en nuestra adolescencia cuando una mirada furtiva se convertía en la mecha encendida de un connato de bronca? Siguiendo a Paz, una mirada puede desencadenar la cólera de nuestras almas cargadas de electricidad. A estas alturas de nuestra historia, en nuestro perpetuo andar por el laberinto nos sigue doliendo todo, tanto las palabras como la sospecha de éstas. No es casualidad que nuestro lenguaje esté plagado de florituras iconográficas, reticencias, figuras y alusiones, expresiones veladas que alimentan la injuria. Nuestra conciencia devenida en muralla, tan invisible como infranqueable, es alimentada también de impasibilidad y lejanía. El mexicano está lejos del mundo, de los demás, de sus comunes y semejantes y, por supuesto, de sí mismo.

Se inventó una cara.

Detrás de ella

vivió, murió y resucitó

muchas veces.

Su cara

hoy tiene las arrugas de esa cara.

Sus arrugas no tienen cara.[1]

Sintomáticamente, las generaciones de estudiantes de preparatoria de nuestra actualidad han perdido el acceso (ya no digamos la obligación o el interés) en la obra de Paz, en general, y en El laberinto de la soledad, en particular. Aunque esto no sorprende. El arrebato pasional que encuentra en las redes sociales al testigo abyecto, su hipervinculación mediática que no se traduce necesariamente en una comunicación efectiva, y la explosión precoz de presuntos académicos, residuos porriles de un anquilosado aparato universitario obstinado en resucitar el cadáver anacrónico de una izquierda lerda y tergiversada que nació muerta, han dado al traste con el proceso del autoconocimiento crítico al que por lo menos tentaba El laberinto de la soledad. Sin oportunidad para el autoconocimiento, pero con el donaire y la redacción rota propios del usuario de redes sociales, Paz es reducido a una colección torpe y furiosa de lugares comunes. Si anteriormente los peores aspavientos se escuchaban a deshoras tras las jornadas estudiantiles en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, ahora estos aparecen en nuestros muros de redes sociales, en una variante del vandalismo que invade propiedad ajena. La soledad sigue encerrada en su laberinto mientras que un sector universitario ha secuestrado el pensamiento liberal y genuinamente de izquierda para convertirlo en una obstinación política enajenante que apela a la desaparición del otro, a través del odio y la estigmatización.

A veinte años de la muerte de Octavio Paz, nuestra soledad prevalece a razón de sus propios anacronismos y complejos. Habrá que volver a empezar a leer a Paz.

@doctorsimulacro

[1] Poema El otro de Octavio Paz





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