/ viernes 4 de junio de 2021

Lector y martillo

Literatura y filosofía

El viento sopla en la tinta del texto. La palabra se rinde, la hoja termina por secar su rostro. Así se forma la imagen en la mirada del lector, enhiesta y marmórea, azul y violácea. Sin embargo, la lectura es de doble filo (Damocles es sui generis). Abre la idea, la frase, el enunciado, el concepto. ¿Qué lectura no es impronta de sombras y luces? ¿Qué rabia no es también soledad o hastío? Pues eso es la lectura cuando se posee un martillo.

Los textos no son para siempre, no tienen el mismo rostro, tampoco son tejidos de fácil tiento, en donde la necedad juega a ser comprensión universal. Los rostros —en todo caso— no tienen los mismos ojos; o sí, pero con raíces más o menos profundas, sus hojas se elevan, no dejan de elevarse, casi rosan la imaginación, por donde vuelan los recuerdos con alas de tordo. Aun no llegan las urracas y los cuervos.

Leo este texto sujetando un martillo.

Imagino que martilleo sus moldes claros y distintos, casi a la manera de Nietzsche, las palabras que dicen ser para sí (¡ay, Descartes!, si supieras cuánto ruido has hecho). Prefiero las que no tienen ojos, porque se los arrancaron una y otra vez los filósofos, al obligarlas a ver lo que no existía. Cuando tuvieron que decir lo que no dicen los demás, por eso terminaron en flores marchitas | de lo marchito a la idea de génesis hay sólo una coma.

El pensamiento es una caja de vidrio roto. Modifica el interior y obnubila cualquier posibilidad externa. No hay, en ese sentido, posibilidad de conocer o reconocer la realidad in situ. De hecho, todo es un constante no in situ.

Todo es nada, una maldita nada, porque nada es cualquier posibilidad de totalidad amarilla. Digo amarilla y pienso (casi como autómata) en Vincent Van Gogh. La diferencia es que sus girasoles tienen un aroma que impregna arte y galerías; el mío, en cambio, no es ni siquiera como el de Borges, que le fue fiel hasta el final de su vista, tampoco es como el de los días venturosos de Virgilio cuando lo guiaba Beatriz, y mucho menos como el sol que seguía a Alfonso Reyes de niño. A mí no me sigue el sol, más bien me rehúye.

Sigo con el martillo en la mano | no he dejado de leer.

¿Qué se puede hacer con un texto que sólo entiende a golpes? ¿Qué se puede hacer con uno al que hay que romperle la cresta y el coxis, es decir, los lugares por donde es más fácil quebrarlo para que muestra su lado interno? O se dobla o se dobla. Pero, ¡ay! qué pena que no seamos nosotros la voz que remedia su hastío; una voz sin martillo | la libertad es [puede ser] cosa —casi cosa— de un segundo o de un infinito. La eternidad es no-cosa. Ahí no hay ahí, el ser es efímero porque no existe, no hay nada, ni siquiera la nada.

Leer a golpe de martillo es tentación constante, lo sé… casi lo imagino.

Hay vértebras en el papel que en realidad es tina esparcida en sábanas de voz. Por eso la quietud se vuelve marasmo en noches de cal y canto. Nada queda a la vista. Quizá porque la vista nunca ha logrado penetrar marasmos || el agua de mar también es martillo, golpea los sentidos cuando se lee ||

El texto se mueve casi al contacto de mi vista. Un vaivén es constante, sin embargo, todo es mentira. Lo sé porque mis ojos están muertos. Hace mucho que dejaron de ver. Hoy sólo extienden sus alas negras sobre papeles amarillos (una vez más el amarillo), pero no bajan, no pisan la tierra; sólo planean, buscando algo, o quizá, evitando todo.

El martillo me empieza a pesar.

Sigo leyendo, leo con mis ojos que no ven. Leo con estos ojos que se pierden entre el amarillo y el negro. Las palabras danzan, gritan, corren eufóricas. Persiguen el silencio. Intentan destrozarlo | lo buscan porque le tienen miedo.

Hay manchas en el papel que no son de café, ni de tinta, no son polvo o mugre. Quizás ni siquiera existen, pero están ahí, ahí, en medio de la hoja. Son como esos centinelas ingleses que parece que no se mueven, que no respiran. Son como los cadáveres, la diferencia es que los cadáveres evocan a alguien. Estas palabras, estas manchas, en cambio, no evocan nada; sólo están ahí, casi inútilmente, casi verdaderamente: para leer sin leer.

El martillo me está hablando | qué dice | qué calla |

La lectura es motivo de lucha, de guerra, de paz. Se da al lector como se da la marea del mar a los pies. Algunos le dicen inconstante | mueca frágil para atrapar ingenuos. ¡Bah! Como si la verdad fuera siempre de mármol y el martillo pudiera darle forma. No, las palabras escritas no son como el Moisés de Miguel Ángel, no pueden ser analizadas desde el psicoanálisis. Freud no puede hacer con ellas lo que hizo con el Moisés del renacentista. No puede hacerlo porque Freud tenía su propio Moisés: una estatua de palabras en vez de mármol.

Los cuervos se confunden en la noche con las urracas. El tamaño es proporcional a la imaginación y al miedo. Sus graznidos son de viento seco. Sus patas enraízan en la oscuridad del vacío. Son volutas que encienden la fuerza del martillo.

Las palabras son negras en claros de luces vacías. Son cuervos cuando se miran de lejos, y urracas cuando se posan en las pupilas | por eso la danza del iris: porque busca atraer el vacío negro que es tentación de ser.

Levanto el martillo | el golpe está cerca.

La palabra se ha quedado quieta. Me mira | asombro | hastío | posibilidad de ser | la tarde es tierra de cuervos y urracas; tinta para leer. Abismo profundo. Atabal para no ser. Texto. Tejido. Texto que teje de tinta mis ojos para imaginar que se lee. Pero es ceguera. Movimiento en falso. Lectura fallida. Son cuervos muertos, urracas en desbandada. Letras que no se ven, tordos muertos de frío.

El martillo ha caído por fin | la nada ha explotado | mi ser se ha vuelto de voz en bruma.

El texto sigue aquí, cerca de donde lo imagino. Todo parece igual: la hoja, la tinta; el margen, la línea; la idea, la voz. Sin embargo, nada es así | sólo es danza de letras, movimiento que atrae, gramática para soñar |.

La página ha abierto sus ojos vacíos. Ya no hay martillo, ni hoja, ni palabra, ni espacio. Sólo queda un ser que insiste en leer, ¡pobre!, piensa que aún tiene un martillo; cree que la palabra es sólo lo que dice y que el silencio no dice nada.

[mi mano y mis ojos estás vacíos].

El viento sopla en la tinta del texto. La palabra se rinde, la hoja termina por secar su rostro. Así se forma la imagen en la mirada del lector, enhiesta y marmórea, azul y violácea. Sin embargo, la lectura es de doble filo (Damocles es sui generis). Abre la idea, la frase, el enunciado, el concepto. ¿Qué lectura no es impronta de sombras y luces? ¿Qué rabia no es también soledad o hastío? Pues eso es la lectura cuando se posee un martillo.

Los textos no son para siempre, no tienen el mismo rostro, tampoco son tejidos de fácil tiento, en donde la necedad juega a ser comprensión universal. Los rostros —en todo caso— no tienen los mismos ojos; o sí, pero con raíces más o menos profundas, sus hojas se elevan, no dejan de elevarse, casi rosan la imaginación, por donde vuelan los recuerdos con alas de tordo. Aun no llegan las urracas y los cuervos.

Leo este texto sujetando un martillo.

Imagino que martilleo sus moldes claros y distintos, casi a la manera de Nietzsche, las palabras que dicen ser para sí (¡ay, Descartes!, si supieras cuánto ruido has hecho). Prefiero las que no tienen ojos, porque se los arrancaron una y otra vez los filósofos, al obligarlas a ver lo que no existía. Cuando tuvieron que decir lo que no dicen los demás, por eso terminaron en flores marchitas | de lo marchito a la idea de génesis hay sólo una coma.

El pensamiento es una caja de vidrio roto. Modifica el interior y obnubila cualquier posibilidad externa. No hay, en ese sentido, posibilidad de conocer o reconocer la realidad in situ. De hecho, todo es un constante no in situ.

Todo es nada, una maldita nada, porque nada es cualquier posibilidad de totalidad amarilla. Digo amarilla y pienso (casi como autómata) en Vincent Van Gogh. La diferencia es que sus girasoles tienen un aroma que impregna arte y galerías; el mío, en cambio, no es ni siquiera como el de Borges, que le fue fiel hasta el final de su vista, tampoco es como el de los días venturosos de Virgilio cuando lo guiaba Beatriz, y mucho menos como el sol que seguía a Alfonso Reyes de niño. A mí no me sigue el sol, más bien me rehúye.

Sigo con el martillo en la mano | no he dejado de leer.

¿Qué se puede hacer con un texto que sólo entiende a golpes? ¿Qué se puede hacer con uno al que hay que romperle la cresta y el coxis, es decir, los lugares por donde es más fácil quebrarlo para que muestra su lado interno? O se dobla o se dobla. Pero, ¡ay! qué pena que no seamos nosotros la voz que remedia su hastío; una voz sin martillo | la libertad es [puede ser] cosa —casi cosa— de un segundo o de un infinito. La eternidad es no-cosa. Ahí no hay ahí, el ser es efímero porque no existe, no hay nada, ni siquiera la nada.

Leer a golpe de martillo es tentación constante, lo sé… casi lo imagino.

Hay vértebras en el papel que en realidad es tina esparcida en sábanas de voz. Por eso la quietud se vuelve marasmo en noches de cal y canto. Nada queda a la vista. Quizá porque la vista nunca ha logrado penetrar marasmos || el agua de mar también es martillo, golpea los sentidos cuando se lee ||

El texto se mueve casi al contacto de mi vista. Un vaivén es constante, sin embargo, todo es mentira. Lo sé porque mis ojos están muertos. Hace mucho que dejaron de ver. Hoy sólo extienden sus alas negras sobre papeles amarillos (una vez más el amarillo), pero no bajan, no pisan la tierra; sólo planean, buscando algo, o quizá, evitando todo.

El martillo me empieza a pesar.

Sigo leyendo, leo con mis ojos que no ven. Leo con estos ojos que se pierden entre el amarillo y el negro. Las palabras danzan, gritan, corren eufóricas. Persiguen el silencio. Intentan destrozarlo | lo buscan porque le tienen miedo.

Hay manchas en el papel que no son de café, ni de tinta, no son polvo o mugre. Quizás ni siquiera existen, pero están ahí, ahí, en medio de la hoja. Son como esos centinelas ingleses que parece que no se mueven, que no respiran. Son como los cadáveres, la diferencia es que los cadáveres evocan a alguien. Estas palabras, estas manchas, en cambio, no evocan nada; sólo están ahí, casi inútilmente, casi verdaderamente: para leer sin leer.

El martillo me está hablando | qué dice | qué calla |

La lectura es motivo de lucha, de guerra, de paz. Se da al lector como se da la marea del mar a los pies. Algunos le dicen inconstante | mueca frágil para atrapar ingenuos. ¡Bah! Como si la verdad fuera siempre de mármol y el martillo pudiera darle forma. No, las palabras escritas no son como el Moisés de Miguel Ángel, no pueden ser analizadas desde el psicoanálisis. Freud no puede hacer con ellas lo que hizo con el Moisés del renacentista. No puede hacerlo porque Freud tenía su propio Moisés: una estatua de palabras en vez de mármol.

Los cuervos se confunden en la noche con las urracas. El tamaño es proporcional a la imaginación y al miedo. Sus graznidos son de viento seco. Sus patas enraízan en la oscuridad del vacío. Son volutas que encienden la fuerza del martillo.

Las palabras son negras en claros de luces vacías. Son cuervos cuando se miran de lejos, y urracas cuando se posan en las pupilas | por eso la danza del iris: porque busca atraer el vacío negro que es tentación de ser.

Levanto el martillo | el golpe está cerca.

La palabra se ha quedado quieta. Me mira | asombro | hastío | posibilidad de ser | la tarde es tierra de cuervos y urracas; tinta para leer. Abismo profundo. Atabal para no ser. Texto. Tejido. Texto que teje de tinta mis ojos para imaginar que se lee. Pero es ceguera. Movimiento en falso. Lectura fallida. Son cuervos muertos, urracas en desbandada. Letras que no se ven, tordos muertos de frío.

El martillo ha caído por fin | la nada ha explotado | mi ser se ha vuelto de voz en bruma.

El texto sigue aquí, cerca de donde lo imagino. Todo parece igual: la hoja, la tinta; el margen, la línea; la idea, la voz. Sin embargo, nada es así | sólo es danza de letras, movimiento que atrae, gramática para soñar |.

La página ha abierto sus ojos vacíos. Ya no hay martillo, ni hoja, ni palabra, ni espacio. Sólo queda un ser que insiste en leer, ¡pobre!, piensa que aún tiene un martillo; cree que la palabra es sólo lo que dice y que el silencio no dice nada.

[mi mano y mis ojos estás vacíos].

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