/ jueves 31 de marzo de 2022

Amor, pobreza y guerra de Christopher Hitchens

El libro de cabecera

Una de las grandes ausencias en el contexto de guerra y en el predominio de los gobiernos populistas y oligárquicos es la de Christopher Hitchens (Reino Unido, 1949 – Houston, 2011) escritor, periodista, ensayista, orador, crítico literario y polemista angloestadounidense, que residió gran parte de su vida en Washington, Estados Unidos.

Gran parte de sus textos los difundió en publicaciones tan diversas ideológicamente como prestigiosas, como New Statesman, The Nation, The Atlantic, London Review of Books, The Times Literary Supplement, Slate y Vanity Fair.

Justamente en su libro Amor, pobreza y guerra (Debate, 2004) presenta una colección de artículos y reportajes que Hitchens colocó en dichas publicaciones, principalmente en The Atlantic y Vanity Fair. El título del libro se explica en la introducción, que informa al lector sobre un proverbio antiguo que reza "la vida de un hombre es incompleta hasta que haya probado el amor, la pobreza y la guerra."

En la sección de Amor Hitchens incluye ensayos sobre algunas de sus figuras literarias favoritas: Evelyn Waugh, James Joyce, Lev Trotsky y Rudyard Kipling. En la sección de La pobreza, el autor incluye críticas a grandes personalidades de la talla de la madre Teresa, Michael Moore, Mel Gibson y David Irving; mientras que en La guerra se divide en escritos Antes de septiembre y Después de septiembre que muestran la reacción de Hitchens a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.

Para Hitchens, la pobreza es relativa y absoluta al mismo tiempo: a sus padres les perseguía la escasez de dinero, aunque no su ausencia; creció sabiendo que el desperdicio es imperdonable, la extravagancia impensable y la educación es, probablemente, la solución. En este sentido, Hitchens se coloca en la posición que él mismo se encarga de enunciar: Son la civilización, el pluralismo y el laicismo los que necesitan luchadores implacables que no pidan disculpas.

Foto: EFE

Es el mismo Hitchens, renuente a pedir disculpas en los tiempos de la neoinquisición moral, quien fustigaba ante monolitos histórico de la talla de Winston Churchill y David Irving, unidos por oposición al comunismo y su interés por mantener el imperialismo británico. De David Irving, escritor negacionista del holocausto, Hitchens señala que tanto en su vida pública de conferenciante marginal como en su carrera como historiador y archivista por cuenta propia, Irving se ha teñido con la única cosa de la que nunca puede ser sospechosa una persona seria: simpatía por la causa nazi. Mientras tanto, de Churchill, señala el autor, después de 1945 los colegas y subordinados de Churchill pensaban que era un demagogo, un charlatán, un incompetente y un borracho.

Otra figura de la que se encarga Hitchens es de Lev Trotsky de quien afirma que fue quizás el escritor más clarividente de su época a la hora de señalar la veradera amenaza que representaba el nacionalsocialismo aunque, sin embargo, su batalla más duradera y tenaz fue la que libró contra el régimen monstruoso que había resultado de su esfuerzo anterior. Mejor que Freud y Reich —señala Hitchens— Trotsky intuyó el elemento psicópata que yacía bajo la atracción de masas que ejercía el fascismo.

Desde las últimas décadas del siglo XX, Hitchens vaticinaba el advenimiento de las fuerzas de la corrección política, gracias a la cual la educación y los libros de historia oscilan entre demandas de una narración patriótica e inteligible y gritos a favor de un relato “más amable con el usuario” de las minorías y recién llegados. Cuando critíca los criterios de desempeño, tan socorridos en los planes y programas de estudio mexicanos, Hitchens señala “la gramática descuidada, la fatigada obediencia al milenio y la `globalización´, las repeticiones ineptas: todo hervido en una masa en la que la historia se ofrece seductora y apologéticamente como una especie de `Noticias viejas que puedes usar´”. Adelantándose a las tendencias educativas terapéuticas que sólo reconfortan a los estudiantes, nuestro autor arguye que esta noción frívola de la educación “ha invertido la idea de que los educadores debían tener educación y ha convertido la relación entre el instructor y el estudiante en un ejercicio de reblandecimiento del córtex mutuo y calmado”. Algo peor que las escuelas como centros de adoctrinamiento o propaganda son los centros de aletargamiento anestésico que aleja a los estudiantes de aquello que le pueda significar un conflicto. Ojalá que de una vez por todas, siguiendo a Hitchens, evitemos escupir a la menor provocación aquella cita descontextualizada de George Santayana (“Aquellos que no conocen su pasado están condenados a repetirlo”) cuando nos preguntan por la pertinencia del estudio de la historia.

Uno de los momentos más emotivos del libro lo encontramos en el ejercicio reflexivo de Hitchens después de los atentados del 11 de septiembre del 2001:

“Uno de mis momentos americanos preferidos es cuando el último vuelo de Nueva York llega a Washington al atardecer, pasando sobre el Capitolio y ofreciendo una vista emocionante de la Casa Blanca, antes de mostrar los documentos conmemorativos de los presidentes a lo largo de la Tidal Basin e incluir una vista aérea del Pentágono antes de aterrizar. Me doy cuenta de que no volveré a ver ese panorama magnífico y frágil. Esa ruta de vuelo ya no existe”.

Una de las grandes ausencias en el contexto de guerra y en el predominio de los gobiernos populistas y oligárquicos es la de Christopher Hitchens (Reino Unido, 1949 – Houston, 2011) escritor, periodista, ensayista, orador, crítico literario y polemista angloestadounidense, que residió gran parte de su vida en Washington, Estados Unidos.

Gran parte de sus textos los difundió en publicaciones tan diversas ideológicamente como prestigiosas, como New Statesman, The Nation, The Atlantic, London Review of Books, The Times Literary Supplement, Slate y Vanity Fair.

Justamente en su libro Amor, pobreza y guerra (Debate, 2004) presenta una colección de artículos y reportajes que Hitchens colocó en dichas publicaciones, principalmente en The Atlantic y Vanity Fair. El título del libro se explica en la introducción, que informa al lector sobre un proverbio antiguo que reza "la vida de un hombre es incompleta hasta que haya probado el amor, la pobreza y la guerra."

En la sección de Amor Hitchens incluye ensayos sobre algunas de sus figuras literarias favoritas: Evelyn Waugh, James Joyce, Lev Trotsky y Rudyard Kipling. En la sección de La pobreza, el autor incluye críticas a grandes personalidades de la talla de la madre Teresa, Michael Moore, Mel Gibson y David Irving; mientras que en La guerra se divide en escritos Antes de septiembre y Después de septiembre que muestran la reacción de Hitchens a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.

Para Hitchens, la pobreza es relativa y absoluta al mismo tiempo: a sus padres les perseguía la escasez de dinero, aunque no su ausencia; creció sabiendo que el desperdicio es imperdonable, la extravagancia impensable y la educación es, probablemente, la solución. En este sentido, Hitchens se coloca en la posición que él mismo se encarga de enunciar: Son la civilización, el pluralismo y el laicismo los que necesitan luchadores implacables que no pidan disculpas.

Foto: EFE

Es el mismo Hitchens, renuente a pedir disculpas en los tiempos de la neoinquisición moral, quien fustigaba ante monolitos histórico de la talla de Winston Churchill y David Irving, unidos por oposición al comunismo y su interés por mantener el imperialismo británico. De David Irving, escritor negacionista del holocausto, Hitchens señala que tanto en su vida pública de conferenciante marginal como en su carrera como historiador y archivista por cuenta propia, Irving se ha teñido con la única cosa de la que nunca puede ser sospechosa una persona seria: simpatía por la causa nazi. Mientras tanto, de Churchill, señala el autor, después de 1945 los colegas y subordinados de Churchill pensaban que era un demagogo, un charlatán, un incompetente y un borracho.

Otra figura de la que se encarga Hitchens es de Lev Trotsky de quien afirma que fue quizás el escritor más clarividente de su época a la hora de señalar la veradera amenaza que representaba el nacionalsocialismo aunque, sin embargo, su batalla más duradera y tenaz fue la que libró contra el régimen monstruoso que había resultado de su esfuerzo anterior. Mejor que Freud y Reich —señala Hitchens— Trotsky intuyó el elemento psicópata que yacía bajo la atracción de masas que ejercía el fascismo.

Desde las últimas décadas del siglo XX, Hitchens vaticinaba el advenimiento de las fuerzas de la corrección política, gracias a la cual la educación y los libros de historia oscilan entre demandas de una narración patriótica e inteligible y gritos a favor de un relato “más amable con el usuario” de las minorías y recién llegados. Cuando critíca los criterios de desempeño, tan socorridos en los planes y programas de estudio mexicanos, Hitchens señala “la gramática descuidada, la fatigada obediencia al milenio y la `globalización´, las repeticiones ineptas: todo hervido en una masa en la que la historia se ofrece seductora y apologéticamente como una especie de `Noticias viejas que puedes usar´”. Adelantándose a las tendencias educativas terapéuticas que sólo reconfortan a los estudiantes, nuestro autor arguye que esta noción frívola de la educación “ha invertido la idea de que los educadores debían tener educación y ha convertido la relación entre el instructor y el estudiante en un ejercicio de reblandecimiento del córtex mutuo y calmado”. Algo peor que las escuelas como centros de adoctrinamiento o propaganda son los centros de aletargamiento anestésico que aleja a los estudiantes de aquello que le pueda significar un conflicto. Ojalá que de una vez por todas, siguiendo a Hitchens, evitemos escupir a la menor provocación aquella cita descontextualizada de George Santayana (“Aquellos que no conocen su pasado están condenados a repetirlo”) cuando nos preguntan por la pertinencia del estudio de la historia.

Uno de los momentos más emotivos del libro lo encontramos en el ejercicio reflexivo de Hitchens después de los atentados del 11 de septiembre del 2001:

“Uno de mis momentos americanos preferidos es cuando el último vuelo de Nueva York llega a Washington al atardecer, pasando sobre el Capitolio y ofreciendo una vista emocionante de la Casa Blanca, antes de mostrar los documentos conmemorativos de los presidentes a lo largo de la Tidal Basin e incluir una vista aérea del Pentágono antes de aterrizar. Me doy cuenta de que no volveré a ver ese panorama magnífico y frágil. Esa ruta de vuelo ya no existe”.

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