/ viernes 15 de abril de 2022

El abismo como forma etérea de eludir la materia

Literatura y Filosofía

Hay silencios que horadan sueños y, a pesar de ello, no hacen mella en la memoria. Son silencios que llevan abismos inauditos; donde nada se oye y nada se dice realmente, donde la realidad es imaginación abierta: discurso para el silencio. De esta imaginación se colige el abismo: la caída interminable, el fondo sin fondo, la posibilidad acabada, aquella que excede cualquier realidad fáctica que nos anuncian los ojos abiertos. Sin embargo, el abismo también implica final: agotamiento del ser en tanto que imagina el no-ser.

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

A cada posibilidad existenciaria, una realidad (cualquiera) que resquebraja la difusidad de la materia que denuncia el día. Así, la seguridad de la experiencia fáctica no se vuelve en contra de sí. De hecho, un cúmulo de vasos comunicantes sostienen con su tejido la realidad. A diferencia de ello, sobre todo en la literatura, el discurso reduce el ser a la caída. No se trata del no ser, sino de la caída misma: el abismo, la continua forma de dejar de ser sin perder en realidad al ser que cae.

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

Se trata, en este sentido, de una caída que tiene más ser que el mismo ser… ontológico de la realidad. ¿Puede la materia modificar la idea de caer sin fin? ¿No es, en todo caso, una esquiva forma de ser desde la idea ‘sin fin’? Al respecto, Calderón de la Barca, en La vida es un sueño, dice: “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son” (final de la Jornada segunda). ¿No es esta idea de ‘sueño’ una forma de referir el abismo, la no seguridad de la realidad que nos da la materia?

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

Porque ser-es-ser en tanto hay seguridad de <algo>, incluso si ese ‘algo’ es la duda: si dudo, existo (Descartes); y si fallo, es seguro que existo (Agustín de Hipona). Pero, si lo que afirmo es el abismo, la caída, la infinita caída que me hace pensar que la materia se difumina entre la tela del sueño, como en Calderón de la Barca, entonces, si es así, ¿qué pasa? La materia se vuelve —al menos— en contra de sí. Se trata de un ser ante la duda, ante el abismo que deshace la afirmación apodíctica. El abismo es, en este sentido, una realidad que rebasa la seguridad de la materia.

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

Fernando Pessoa, en su Libro del desasosiego, dice: “Fracasé de antemano ante la vida porque ni soñándola me pareció deleitable. Llegó ante mí el cansancio de los sueños. Tuve, al sentirlo, una sensación externa y falsa, como la de haber llegado al término de un camino infinito”. Pero, qué tipo de sueño es el que se espera tener, qué referencias hay de antemano para decir si es deleitable o no. ¿No es, acaso, una idea preconcebida la que domina la realidad del sueño? Esto podría dar sentido —al menos— a la expresión ‘cansancio de los sueños’. En todo caso, ¿qué se busca en los sueños? O mejor: ¿se busca realmente algo? ¿Qué tipo de abismo hay en ellos? ¿O habría que decir que nosotros mismos somos el abismo que se reproduce como imágenes y palabras que nos habitan en lo más recóndito de nuestro ser en forma de sueños?

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

Tanto Calderón de la Barca como Fernando Pessoa muestran al sueño como una realidad que, al final de cuentas, no es una realidad en sí. Se trata de algo que no termina de caer, algo que no pisa tierra firme. Por eso se sueñan imágenes (imágenes con voces) que no tienen materialidad fáctica. Sin embargo, la realidad no se agota en su apariencia de luces tenues. Antes bien, se abre al recuerdo: una nueva forma de caer en el abismo.

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

El recuerdo es un sueño que se teje con palabras que apenas si se tocan. Es una forma de ser desde la posibilidad de ser desde lo que se dice, no importa si lo que se cuenta es real o no. en ambos casos se trata de un discurso que justifica la ontologicidad del que recuerda. Es como si se abriera un libro y, desde sus líneas escritas, quisiéramos tocar la realidad que refiere.

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

Al final, después de todos los finales, el abismo queda suspendido. Su efimeridad pende de un silencio o una voz, recuerdos ambos que dibujan la materialidad de la no-materia con que se tejen los sueños cuando son más que sueños. El abismo se cierra: se vuelve una forma etérea con la que se elude la realidad de la materia.

El sueño es una forma de abismo que termina —por instantes no siempre reales— con la apariencia de la materia. El problema es que entre la apariencia y la realidad no hay siempre un paso. Por eso, el sueño tiene la última palabra.


Hay silencios que horadan sueños y, a pesar de ello, no hacen mella en la memoria. Son silencios que llevan abismos inauditos; donde nada se oye y nada se dice realmente, donde la realidad es imaginación abierta: discurso para el silencio. De esta imaginación se colige el abismo: la caída interminable, el fondo sin fondo, la posibilidad acabada, aquella que excede cualquier realidad fáctica que nos anuncian los ojos abiertos. Sin embargo, el abismo también implica final: agotamiento del ser en tanto que imagina el no-ser.

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

A cada posibilidad existenciaria, una realidad (cualquiera) que resquebraja la difusidad de la materia que denuncia el día. Así, la seguridad de la experiencia fáctica no se vuelve en contra de sí. De hecho, un cúmulo de vasos comunicantes sostienen con su tejido la realidad. A diferencia de ello, sobre todo en la literatura, el discurso reduce el ser a la caída. No se trata del no ser, sino de la caída misma: el abismo, la continua forma de dejar de ser sin perder en realidad al ser que cae.

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

Se trata, en este sentido, de una caída que tiene más ser que el mismo ser… ontológico de la realidad. ¿Puede la materia modificar la idea de caer sin fin? ¿No es, en todo caso, una esquiva forma de ser desde la idea ‘sin fin’? Al respecto, Calderón de la Barca, en La vida es un sueño, dice: “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son” (final de la Jornada segunda). ¿No es esta idea de ‘sueño’ una forma de referir el abismo, la no seguridad de la realidad que nos da la materia?

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

Porque ser-es-ser en tanto hay seguridad de <algo>, incluso si ese ‘algo’ es la duda: si dudo, existo (Descartes); y si fallo, es seguro que existo (Agustín de Hipona). Pero, si lo que afirmo es el abismo, la caída, la infinita caída que me hace pensar que la materia se difumina entre la tela del sueño, como en Calderón de la Barca, entonces, si es así, ¿qué pasa? La materia se vuelve —al menos— en contra de sí. Se trata de un ser ante la duda, ante el abismo que deshace la afirmación apodíctica. El abismo es, en este sentido, una realidad que rebasa la seguridad de la materia.

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

Fernando Pessoa, en su Libro del desasosiego, dice: “Fracasé de antemano ante la vida porque ni soñándola me pareció deleitable. Llegó ante mí el cansancio de los sueños. Tuve, al sentirlo, una sensación externa y falsa, como la de haber llegado al término de un camino infinito”. Pero, qué tipo de sueño es el que se espera tener, qué referencias hay de antemano para decir si es deleitable o no. ¿No es, acaso, una idea preconcebida la que domina la realidad del sueño? Esto podría dar sentido —al menos— a la expresión ‘cansancio de los sueños’. En todo caso, ¿qué se busca en los sueños? O mejor: ¿se busca realmente algo? ¿Qué tipo de abismo hay en ellos? ¿O habría que decir que nosotros mismos somos el abismo que se reproduce como imágenes y palabras que nos habitan en lo más recóndito de nuestro ser en forma de sueños?

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

Tanto Calderón de la Barca como Fernando Pessoa muestran al sueño como una realidad que, al final de cuentas, no es una realidad en sí. Se trata de algo que no termina de caer, algo que no pisa tierra firme. Por eso se sueñan imágenes (imágenes con voces) que no tienen materialidad fáctica. Sin embargo, la realidad no se agota en su apariencia de luces tenues. Antes bien, se abre al recuerdo: una nueva forma de caer en el abismo.

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

El recuerdo es un sueño que se teje con palabras que apenas si se tocan. Es una forma de ser desde la posibilidad de ser desde lo que se dice, no importa si lo que se cuenta es real o no. en ambos casos se trata de un discurso que justifica la ontologicidad del que recuerda. Es como si se abriera un libro y, desde sus líneas escritas, quisiéramos tocar la realidad que refiere.

El sueño es una forma de abismo no siempre falso.

Al final, después de todos los finales, el abismo queda suspendido. Su efimeridad pende de un silencio o una voz, recuerdos ambos que dibujan la materialidad de la no-materia con que se tejen los sueños cuando son más que sueños. El abismo se cierra: se vuelve una forma etérea con la que se elude la realidad de la materia.

El sueño es una forma de abismo que termina —por instantes no siempre reales— con la apariencia de la materia. El problema es que entre la apariencia y la realidad no hay siempre un paso. Por eso, el sueño tiene la última palabra.


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