/ jueves 3 de marzo de 2022

Lecturas desde la cantina

Genealogías. inventarios. ficciones

A Juan Ponce y Roberto Acuña


Viví los últimos cinco meses en una localidad de Tamaulipas y me la pasé haciendo cosas alejadas de la actualidad artística y cultural a la que se tiene acceso en Querétaro. En aquella ciudad norteña no hay museos, ni eventos ni manifestaciones dentro de lo que consideramos “mundo del arte”.

Mis días consistieron en vender y enviar ropa de segunda mano, desplazarme en bicicleta desde un departamento del “barrio negro”, hacer los mandados de mis padres a los supermercados, a la farmacia, a la tienda de telas, a la carnicería, a las semillas y chiles secos, a los quesos de “la temporalera”, a la frutería, a la leche Liconsa, a papeleos al IMSS y a uno que otro antojo de comida para llevar; y en explorar en una cantina los límites de mi idea de género.

Cada tarde entraba por el estacionamiento del bar con la bici, mi texana y algunas veces con las botas de armadillo, pedía un cenicero y mis Carta Blanca; después las cervezas empezaban a llegar solas hasta la ocasión en que la casa invitó mi cuenta. A partir de ahí no hubo vuelta atrás, fui medianamente aceptada en un club de alrededor de quince hombres que me dieron su respeto y algunos su amistad. Ser la única mujer ahí me hacía, paradójicamente, descansar de serlo.

Al final no sólo fui a embriagarme, a jugar al cubilete y a perder mi dignidad (es un decir), también ahí leí, sin temor a sonar snob, cinco libros; entre ellos dos novedades literarias de editoriales queretanas.

El primer libro fue Bienvenida a casa, de Lucia Berlin. Era lógico que esta lectura correspondiera al hecho de estar de vuelta en mi ciudad natal, intentando buscar algo cercano a un hogar y resolver el profundo sentimiento de no pertenecer a ningún sitio. Aunque Berlin, a diferencia de mí, sí supo hacer su hogar de los dieciocho lugares que habitó. La primera palabra que dijo la pequeña Lucía fue “luz”, inventarió los problemas y vicisitudes de todas sus casas, tomaba decisiones intrépidas con soltura y candidez, como su escritura.

Foto: Cortesía | @penguinlibros

El segundo fue un clásico norteamericano que tenía pendiente: El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers. Hace muchos años leí de ella La balada del café triste, libro de cuentos que se ganó mi cariño. Ahora al leer la novela me di cuenta que había olvidado que un texto podía convertirse en una experiencia estética, como con los detalles de esta historia escrita por su autora a los 23 años. La sensación del día y la noche, las estaciones, el calor, la humedad, los olores, la música, los sentimientos hondos y motivaciones de sus personajes, que te llevan de página en página como si diéramos un paseo nocturno con los ojos cerrados por las calles que nos sabemos de memoria.

El libro que le siguió fue Glaxo de Hernán Ronsino, una recomendación nada casual. La historia contada por cuatro voces tiene el toque provinciano que se confunde con el lugar donde crecí, cuando se lee “el cañaveral ya no existe, lo han desmontado, y por donde pasaban las vías, ahora, hay un camino nuevo, una diagonal, que parece más bien una herida cerrada” también está describiendo el paisaje de la vieja estación del tren para ir a casa de mis padres. Por cierto, en la librería La Comezón pueden hallar varios títulos de Hernán Ronsino.

Foto: Cortesía | @eternacadencia

El cuarto libro fue Dentro del bosque de Emily Gould, de la colección editorial de Gris Tormenta. Es un ensayo dividido en dos fases, o dos ensayos unidos por el camino hacia la sensatez cuando quieres ser la voz de tu generación o “al menos una voz”. La autora cuenta su incursión en el mundo de la publicación en Estados Unidos, sobre qué se entiende por fracaso editorial y cómo lo experimenta cuando abundaba el discurso de vivir de lo que te apasiona, en este caso: escribir.

Foto: Cortesía | @gristormenta

El último fue el reciente lanzamiento de editorial Palíndroma: Por qué volvías cada verano, de Belén López Peiró. En el relato se hacen presentes las voces, las posturas involucradas y la ineludible revictimización que tienen lugar en una denuncia por abuso sexual. La gravedad de la historia no te permite avanzar con ligereza, no se puede evadir el significado de cada palabra y de cada testimonio, y por mi parte ningún trago de cerveza podía suavizar la lectura de este libro valiente.

Foto: Cortesía | @palindroma

Bueno, claramente estoy recomendando estos libros, así como el regresar a vivir una temporada al terruño y también – si no va en contra de sus principios morales–, leer en la ebriedad.


A Juan Ponce y Roberto Acuña


Viví los últimos cinco meses en una localidad de Tamaulipas y me la pasé haciendo cosas alejadas de la actualidad artística y cultural a la que se tiene acceso en Querétaro. En aquella ciudad norteña no hay museos, ni eventos ni manifestaciones dentro de lo que consideramos “mundo del arte”.

Mis días consistieron en vender y enviar ropa de segunda mano, desplazarme en bicicleta desde un departamento del “barrio negro”, hacer los mandados de mis padres a los supermercados, a la farmacia, a la tienda de telas, a la carnicería, a las semillas y chiles secos, a los quesos de “la temporalera”, a la frutería, a la leche Liconsa, a papeleos al IMSS y a uno que otro antojo de comida para llevar; y en explorar en una cantina los límites de mi idea de género.

Cada tarde entraba por el estacionamiento del bar con la bici, mi texana y algunas veces con las botas de armadillo, pedía un cenicero y mis Carta Blanca; después las cervezas empezaban a llegar solas hasta la ocasión en que la casa invitó mi cuenta. A partir de ahí no hubo vuelta atrás, fui medianamente aceptada en un club de alrededor de quince hombres que me dieron su respeto y algunos su amistad. Ser la única mujer ahí me hacía, paradójicamente, descansar de serlo.

Al final no sólo fui a embriagarme, a jugar al cubilete y a perder mi dignidad (es un decir), también ahí leí, sin temor a sonar snob, cinco libros; entre ellos dos novedades literarias de editoriales queretanas.

El primer libro fue Bienvenida a casa, de Lucia Berlin. Era lógico que esta lectura correspondiera al hecho de estar de vuelta en mi ciudad natal, intentando buscar algo cercano a un hogar y resolver el profundo sentimiento de no pertenecer a ningún sitio. Aunque Berlin, a diferencia de mí, sí supo hacer su hogar de los dieciocho lugares que habitó. La primera palabra que dijo la pequeña Lucía fue “luz”, inventarió los problemas y vicisitudes de todas sus casas, tomaba decisiones intrépidas con soltura y candidez, como su escritura.

Foto: Cortesía | @penguinlibros

El segundo fue un clásico norteamericano que tenía pendiente: El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers. Hace muchos años leí de ella La balada del café triste, libro de cuentos que se ganó mi cariño. Ahora al leer la novela me di cuenta que había olvidado que un texto podía convertirse en una experiencia estética, como con los detalles de esta historia escrita por su autora a los 23 años. La sensación del día y la noche, las estaciones, el calor, la humedad, los olores, la música, los sentimientos hondos y motivaciones de sus personajes, que te llevan de página en página como si diéramos un paseo nocturno con los ojos cerrados por las calles que nos sabemos de memoria.

El libro que le siguió fue Glaxo de Hernán Ronsino, una recomendación nada casual. La historia contada por cuatro voces tiene el toque provinciano que se confunde con el lugar donde crecí, cuando se lee “el cañaveral ya no existe, lo han desmontado, y por donde pasaban las vías, ahora, hay un camino nuevo, una diagonal, que parece más bien una herida cerrada” también está describiendo el paisaje de la vieja estación del tren para ir a casa de mis padres. Por cierto, en la librería La Comezón pueden hallar varios títulos de Hernán Ronsino.

Foto: Cortesía | @eternacadencia

El cuarto libro fue Dentro del bosque de Emily Gould, de la colección editorial de Gris Tormenta. Es un ensayo dividido en dos fases, o dos ensayos unidos por el camino hacia la sensatez cuando quieres ser la voz de tu generación o “al menos una voz”. La autora cuenta su incursión en el mundo de la publicación en Estados Unidos, sobre qué se entiende por fracaso editorial y cómo lo experimenta cuando abundaba el discurso de vivir de lo que te apasiona, en este caso: escribir.

Foto: Cortesía | @gristormenta

El último fue el reciente lanzamiento de editorial Palíndroma: Por qué volvías cada verano, de Belén López Peiró. En el relato se hacen presentes las voces, las posturas involucradas y la ineludible revictimización que tienen lugar en una denuncia por abuso sexual. La gravedad de la historia no te permite avanzar con ligereza, no se puede evadir el significado de cada palabra y de cada testimonio, y por mi parte ningún trago de cerveza podía suavizar la lectura de este libro valiente.

Foto: Cortesía | @palindroma

Bueno, claramente estoy recomendando estos libros, así como el regresar a vivir una temporada al terruño y también – si no va en contra de sus principios morales–, leer en la ebriedad.


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