/ viernes 13 de diciembre de 2019

Los antiguos israelitas y la idea de pecado

Literatura y filosofía

La idea de pecado va unida a la de perdón en el pensamiento judío. Esto a partir de que el primero (pecado) no es una acción que pudiera considerarse solamente como una infracción social o jurídica, de acuerdo a las leyes o normas morales que se hubieran establecido en un pueblo como los demás pueblos; sino en que el pecado era considerado como una falta directa a Dios. Así, los actos de desobediencia, infracción moral, robo, o cualquier otro que se llevara a cabo, era inmediatamente asociado a la idea de falta a Dios. Y si esto era así, con más razón las blasfemias y faltas relacionadas con el culto religioso eran ofensas a Dios.

Lo anterior nos da una idea acerca de cómo era la vida de los antiguos israelitas. Los aspectos del pecado y del perdón estaban relacionados directamente con el mal. Esto tiene una primera explicación: si Dios es el sumo bien, la bondad absoluta; el pecado, que era castigado por Dios, representaría al mal. De este modo se volvía una especie de mundo ambivalente y maniqueo. La cuestión era tomar el lugar que le correspondía a cada quien. Y si el pueblo judío había sido elegido por Yahvé para ser su pueblo, entonces no había nada que discutir. Todo era cuestión de hacer lo que decía Yahvé, el único dios verdadero. De ahí que “Israel [intuyera] sin ambages que la esencia del pecado está en ser una rebelión consciente contra el orden de Dios” (Eichrodt, p. 399). Es decir, pecar era alejarse del bien que era —precisamente— el dios que los había elegido.

Esto último es significativo, pues si se considera que Dios es el bien y Él los había elegido, como consecuencia, el pueblo tendría que ser bueno. Y lo bueno es seguir las conductas que Dios les imponía. De ahí que su conducta afectara “a todas las acciones del hombre e inculca[ra] en su voluntad moral la necesidad de unas decisiones constantemente renovadas en cada situación particular. En tales condiciones es lógico que el problema del origen del pecado quedara relegado a un segundo plano” (Eichrodt, p. 399). Y no podría ser de otro modo, pues los judíos no conformaban un pueblo más, sino el pueblo elegido por Dios.

Con base en lo anterior se comprende que “al tratar de la esperanza escatológica [se defina] el mito como el lenguaje en el que se vuelca la fe para expresar el hecho de la perfecta soberanía de Dios, [es decir] un hecho inaccesible a nuestra experiencia y del que, sin embargo, tiene la fe una seguridad absoluta” (Eichrodt p. 400). Esto nos pone en una sindéresis que se bifurca: por un lado tenemos el hecho de que el hombre podía faltar, es decir, era libre; por otro lado permanecía la idea de que su libertad debería estar orientada hacia el bien que representaba seguir las reglas de Dios. En otras palabras: la transgresión que se podría llevar a cabo, no era solamente faltar a una regla, sino también —y no en menor medida— faltar a la propia idea de libertad, pues se era libre sólo si no se había cometido algún pecado. Se era libre si se seguían a pie juntillas los mandamientos de Yahvé. Cabe mencionar que esto “para una fe cristiana cimentada en la Biblia pertenece […] a ese firme convencimiento de que las relaciones entre Dios y el hombre han sido en todos los tiempos una realidad, aunque no pueda investigarse ni exponerse por medio de la ciencia histórica, sin que por ello se diluya en una verdad teórica atemporal. El carácter real de dicho acontecimiento encuentra su fundamento inconmovible en la resurrección de Jesús. Poco importa, para lo que de verdad se trata, que a ese acontecimiento se le apliquen los nombres de «protohistoria», de «metahistoria», de «historia de la fe» o cualquier otro, o que se rechacen todas esas designaciones como erróneas”. (Eichrodt, p. 401). Esto es ejemplo de cuán importante es la idea de los mandamientos de Dios. Si se transgreden sus leyes se cae en el mal, pero este caer implica e imbrica una caída no sólo moral, sino también existencial. Así, la propia vida como existencia se ve afectada a causa de una acción de desobediencia y pecado. Esto lleva a pensar en la necesidad de una etiología que estudie no sólo la causa en relación con el acto humano, sino a la misma posibilidad de observar que el acto humano va más allá de su propia humanidad, pues el origen (en un sentido prístino) está en el mismo Dios. Entonces cualquier examen etiológico nos llevaría a reconocer lo que no se puede demostrar como antecedente fáctico. Y es que “la magistral descripción de la tentación y de sus consecuencias destaca un punto como foco central de todo lo demás, y ese punto puede expresarse así: alejarse de Dios es causa de todos los males y la razón de que el orden mismo de la creación se trastoque. Tiene aquí fundamental importancia la estrecha relación que el autor establece entre el carácter inmediatamente fáctico del pecado y su influjo determinante en la historia. El profundo conocimiento psicológico y el conmovedor realismo con que está presentada la escena en que por primera vez se aparta el hombre de Dios no pretenden, claro está, provocar como efecto último en el lector o el oyente la admiración ante la finura de su descripción psicológica, sino llevarlo al incómodo reconocimiento de que el protagonista es carne de su propia carne y de que, por tanto, él mismo no puede sentirse tranquilamente fuera de la escena” (Eichrodt, p. 402). No se trata, pues, de portarse mal. En todo caso este portarse mal es una transgresión que se observa y puede ser circunscrita a una realidad histórica. El problema es mucho mayor. Se trata de que el mal es el alejamiento de Dios. Pero si Dios no es tangible, si Dios es el único Dios, entonces se comprende su trascendencia como idea: el mal implica alejarse de la idea de Sumo Bien, implica alejarse de la Verdad.

Lo anterior permite comprender el hecho de que se haya “ido esclavizando cada vez más al imperio de [los] instintos pecaminosos: pasando por el fratricidio y el derramamiento de sangre, hasta llegar a la depravación de una generación que merece el juicio divino del Diluvio, el relato pone ante los ojos del lector la destrucción interior que el pecado provoca en una criatura llamada en principio a mantenerse en la voluntad de Dios” (Eichrodt, p. 402). Y es que en la medida en que los judíos se alejaban de Dios, no sólo lo rechazaban a Él, sino que se rechazaban a sí mismos como pueblo elegido, como pueblo santo.

Así, “lo que en realidad se proclama aquí como castigo del pecado no es el simple hecho de la muerte, sino la esclavitud de toda una vida bajo los poderes hostiles de la muerte que la arruinan antes de tiempo: el sufrimiento, el dolor, la fatiga y la lucha” (Eichrodt p. 404), porque no era solamente dejar de existir, sino estar alejado de Dios. El sufrimiento en la tierra era muestra de ese alejamiento. En consecuencia tenían que ser puros en sus ideas y sus comportamientos, pues “de lo impuro no puede [no podría] provenir nada puro: en esta frase pregnante queda expresada de forma lapidaria la ley indestructible del pecado original” (Eichrodt, p. 408). Dicho de otro modo: la pregnancia les permitía observar (hacer suyos a través de la vista) los actos morales y, en consecuencia clasificarlos como valores y antivalores. Los primero eran los que, por lógica, tenían que seguir.

La caída de Adán

Con esto se puede observar cómo es que “la caída de Adán representa sucumbir a la tentación, que introduce en el mundo la muerte y toda clase de desdichas; pero no hay necesidad de hablar de una coacción al pecado, ya que el Creador ha dejado en la ley un medio de contrarrestar el instinto malo del hombre, de forma que la sabiduría que de la misma emana muy bien pudo salvar al mismo Adán de su caída” (Eichrodt, pp. 409-410); es decir, si el hombre había sido capaz de pecar, tendría que ser capaz —en consecuencia— de no pecar. Por eso se le exigía que no pecara, que no cometiera mal: porque era capaz de portarse bien; sin embargo “también se dice a veces que la inclinación al pecado se remonta a los ángeles, en cuya caída se vio implicado el hombre; o a los demonios, cuyos engaños provocaron la idolatría. Se pretende, pues, en contra de la intención de Gn 3, llegar a conocer el origen del pecado; con ello el hombre se ilusiona por comprender racionalmente el enigma del mal demoníaco, desposeyéndolo de su radical seriedad. El papel que ahora se reconoce a Satán como tentador permite al individuo contraponer a la inclinación al pecado su libertad de decisión y esperar que la buena voluntad sea suficientemente fuerte como para derrotar al tentador. Sólo el libro IV de Esdras reconoce el carácter fatalmente inexorable del pecado y, consiguientemente, también de la ira divina; el hecho de que toda la humanidad sea solidaria en el pecado hace inevitable su rebelión contra Dios” (Eichrodt p. 410).

El mal podría haber surgido por otros medios sin embargo, lo importante, lo medular es que “el hombre sucumbe en el pecado por propia decisión; cada individuo hace de sí mismo un nuevo Adán” (Eichrodt, p. 410). Y este nuevo Adán es —en el caso de los judíos— tanto el individuo como el pueblo mismo. El primero (el individuo) es responsable de él y del pueblo al que puede afectar con sus acciones; el segundo (el pueblo judío), en cambio, es responsable de él (de su propia historia) y de la humanidad misma. De ahí la idea de que al ser el pueblo elegido tienen que liderar a los demás pueblos, mostrándoles la forma correcta de actuar: diciéndoles a través de su propio ejemplo cuál es la moral que exige Dios y, en consecuencia, cuál es el castigo si se comete pecado. Llama la atención, sin embargo, que “desde un punto de vista puramente lingüístico, la culpa, en cuanto efecto objetivo del pecado, que consiste en que el pecador está expuesto en todo momento al castigo de Dios, la mayoría de las veces no se distingue del pecado mediante un vocablo especial, sino que se designa con la misma palabra. Así, lo más frecuente es que se la llame 'ᾱwōn, y ocasionalmente se emplea también la raíz ht'. Existe una palabra específica, 'ᾱšᾱm, 'ᾱšmᾱh, pero su uso en este sentido es muy reducido, reservándose sobre todo para designar la acción de restituir. El hecho de que la raíz rs', de significado forense, se emplee de buena gana para indicar la culpa religiosa, demuestra una vez más la importancia del lenguaje jurídico para la terminología religiosa. Esta situación manifiesta claramente que el hebreo no tenía ningún interés especial en hacer una distinción conceptual tajante entre pecado y culpa” (Eichrodt, pp. 410-411).

Dicho de otra manera: “el término 'ᾱwōn, que se aplica al pecado en cuanto que entraña una actitud pervertida” (Eichrodt p. 413). Y es que al ser el hombre libre puede pervertir su propia vida al portarse mal, al cometer pecado. Sin embargo, al recibir un castigo como consecuencia de su pecado, no sólo recibe dicho castigo, sino que también —y no en menor sentido— reconoce que hay una idea torcida (la que llevó a cabo como producto de su razonamiento erróneo) que merece castigo, pues no se adecua o relaciona con la idea absoluta de Bien, en donde no cabe la menor posibilidad de que se junten el bien con el mal.

En todo caso, el judío estaba en condiciones de comprender que a través de su vida podía vivir “la experiencia viva de que Dios trata personalmente con los hombres a los que ha elegido” (Eichrodt, p. 413). Esto, a su vez, les ponía en una situación vital: “la idea de culpa [les resaltaba] cada vez el elemento personal, fomentando así una verdadera actitud moral capaz de cargar con el peso de una responsabilidad consciente” (Eichrodt, p. 413). En consecuencia, cada quien era responsable de ser a través de su hacer. En otras palabras: su ontología pendía del hilo deontológico que les daba una identidad de pueblo elegido.


Bibliografía

Eichrodt, Walter (1975) Teología del Antiguo Testamento, Tomo II, Madrid: Ediciones Cristiandad (Biblioteca Bíblica Cristiandad).

La idea de pecado va unida a la de perdón en el pensamiento judío. Esto a partir de que el primero (pecado) no es una acción que pudiera considerarse solamente como una infracción social o jurídica, de acuerdo a las leyes o normas morales que se hubieran establecido en un pueblo como los demás pueblos; sino en que el pecado era considerado como una falta directa a Dios. Así, los actos de desobediencia, infracción moral, robo, o cualquier otro que se llevara a cabo, era inmediatamente asociado a la idea de falta a Dios. Y si esto era así, con más razón las blasfemias y faltas relacionadas con el culto religioso eran ofensas a Dios.

Lo anterior nos da una idea acerca de cómo era la vida de los antiguos israelitas. Los aspectos del pecado y del perdón estaban relacionados directamente con el mal. Esto tiene una primera explicación: si Dios es el sumo bien, la bondad absoluta; el pecado, que era castigado por Dios, representaría al mal. De este modo se volvía una especie de mundo ambivalente y maniqueo. La cuestión era tomar el lugar que le correspondía a cada quien. Y si el pueblo judío había sido elegido por Yahvé para ser su pueblo, entonces no había nada que discutir. Todo era cuestión de hacer lo que decía Yahvé, el único dios verdadero. De ahí que “Israel [intuyera] sin ambages que la esencia del pecado está en ser una rebelión consciente contra el orden de Dios” (Eichrodt, p. 399). Es decir, pecar era alejarse del bien que era —precisamente— el dios que los había elegido.

Esto último es significativo, pues si se considera que Dios es el bien y Él los había elegido, como consecuencia, el pueblo tendría que ser bueno. Y lo bueno es seguir las conductas que Dios les imponía. De ahí que su conducta afectara “a todas las acciones del hombre e inculca[ra] en su voluntad moral la necesidad de unas decisiones constantemente renovadas en cada situación particular. En tales condiciones es lógico que el problema del origen del pecado quedara relegado a un segundo plano” (Eichrodt, p. 399). Y no podría ser de otro modo, pues los judíos no conformaban un pueblo más, sino el pueblo elegido por Dios.

Con base en lo anterior se comprende que “al tratar de la esperanza escatológica [se defina] el mito como el lenguaje en el que se vuelca la fe para expresar el hecho de la perfecta soberanía de Dios, [es decir] un hecho inaccesible a nuestra experiencia y del que, sin embargo, tiene la fe una seguridad absoluta” (Eichrodt p. 400). Esto nos pone en una sindéresis que se bifurca: por un lado tenemos el hecho de que el hombre podía faltar, es decir, era libre; por otro lado permanecía la idea de que su libertad debería estar orientada hacia el bien que representaba seguir las reglas de Dios. En otras palabras: la transgresión que se podría llevar a cabo, no era solamente faltar a una regla, sino también —y no en menor medida— faltar a la propia idea de libertad, pues se era libre sólo si no se había cometido algún pecado. Se era libre si se seguían a pie juntillas los mandamientos de Yahvé. Cabe mencionar que esto “para una fe cristiana cimentada en la Biblia pertenece […] a ese firme convencimiento de que las relaciones entre Dios y el hombre han sido en todos los tiempos una realidad, aunque no pueda investigarse ni exponerse por medio de la ciencia histórica, sin que por ello se diluya en una verdad teórica atemporal. El carácter real de dicho acontecimiento encuentra su fundamento inconmovible en la resurrección de Jesús. Poco importa, para lo que de verdad se trata, que a ese acontecimiento se le apliquen los nombres de «protohistoria», de «metahistoria», de «historia de la fe» o cualquier otro, o que se rechacen todas esas designaciones como erróneas”. (Eichrodt, p. 401). Esto es ejemplo de cuán importante es la idea de los mandamientos de Dios. Si se transgreden sus leyes se cae en el mal, pero este caer implica e imbrica una caída no sólo moral, sino también existencial. Así, la propia vida como existencia se ve afectada a causa de una acción de desobediencia y pecado. Esto lleva a pensar en la necesidad de una etiología que estudie no sólo la causa en relación con el acto humano, sino a la misma posibilidad de observar que el acto humano va más allá de su propia humanidad, pues el origen (en un sentido prístino) está en el mismo Dios. Entonces cualquier examen etiológico nos llevaría a reconocer lo que no se puede demostrar como antecedente fáctico. Y es que “la magistral descripción de la tentación y de sus consecuencias destaca un punto como foco central de todo lo demás, y ese punto puede expresarse así: alejarse de Dios es causa de todos los males y la razón de que el orden mismo de la creación se trastoque. Tiene aquí fundamental importancia la estrecha relación que el autor establece entre el carácter inmediatamente fáctico del pecado y su influjo determinante en la historia. El profundo conocimiento psicológico y el conmovedor realismo con que está presentada la escena en que por primera vez se aparta el hombre de Dios no pretenden, claro está, provocar como efecto último en el lector o el oyente la admiración ante la finura de su descripción psicológica, sino llevarlo al incómodo reconocimiento de que el protagonista es carne de su propia carne y de que, por tanto, él mismo no puede sentirse tranquilamente fuera de la escena” (Eichrodt, p. 402). No se trata, pues, de portarse mal. En todo caso este portarse mal es una transgresión que se observa y puede ser circunscrita a una realidad histórica. El problema es mucho mayor. Se trata de que el mal es el alejamiento de Dios. Pero si Dios no es tangible, si Dios es el único Dios, entonces se comprende su trascendencia como idea: el mal implica alejarse de la idea de Sumo Bien, implica alejarse de la Verdad.

Lo anterior permite comprender el hecho de que se haya “ido esclavizando cada vez más al imperio de [los] instintos pecaminosos: pasando por el fratricidio y el derramamiento de sangre, hasta llegar a la depravación de una generación que merece el juicio divino del Diluvio, el relato pone ante los ojos del lector la destrucción interior que el pecado provoca en una criatura llamada en principio a mantenerse en la voluntad de Dios” (Eichrodt, p. 402). Y es que en la medida en que los judíos se alejaban de Dios, no sólo lo rechazaban a Él, sino que se rechazaban a sí mismos como pueblo elegido, como pueblo santo.

Así, “lo que en realidad se proclama aquí como castigo del pecado no es el simple hecho de la muerte, sino la esclavitud de toda una vida bajo los poderes hostiles de la muerte que la arruinan antes de tiempo: el sufrimiento, el dolor, la fatiga y la lucha” (Eichrodt p. 404), porque no era solamente dejar de existir, sino estar alejado de Dios. El sufrimiento en la tierra era muestra de ese alejamiento. En consecuencia tenían que ser puros en sus ideas y sus comportamientos, pues “de lo impuro no puede [no podría] provenir nada puro: en esta frase pregnante queda expresada de forma lapidaria la ley indestructible del pecado original” (Eichrodt, p. 408). Dicho de otro modo: la pregnancia les permitía observar (hacer suyos a través de la vista) los actos morales y, en consecuencia clasificarlos como valores y antivalores. Los primero eran los que, por lógica, tenían que seguir.

La caída de Adán

Con esto se puede observar cómo es que “la caída de Adán representa sucumbir a la tentación, que introduce en el mundo la muerte y toda clase de desdichas; pero no hay necesidad de hablar de una coacción al pecado, ya que el Creador ha dejado en la ley un medio de contrarrestar el instinto malo del hombre, de forma que la sabiduría que de la misma emana muy bien pudo salvar al mismo Adán de su caída” (Eichrodt, pp. 409-410); es decir, si el hombre había sido capaz de pecar, tendría que ser capaz —en consecuencia— de no pecar. Por eso se le exigía que no pecara, que no cometiera mal: porque era capaz de portarse bien; sin embargo “también se dice a veces que la inclinación al pecado se remonta a los ángeles, en cuya caída se vio implicado el hombre; o a los demonios, cuyos engaños provocaron la idolatría. Se pretende, pues, en contra de la intención de Gn 3, llegar a conocer el origen del pecado; con ello el hombre se ilusiona por comprender racionalmente el enigma del mal demoníaco, desposeyéndolo de su radical seriedad. El papel que ahora se reconoce a Satán como tentador permite al individuo contraponer a la inclinación al pecado su libertad de decisión y esperar que la buena voluntad sea suficientemente fuerte como para derrotar al tentador. Sólo el libro IV de Esdras reconoce el carácter fatalmente inexorable del pecado y, consiguientemente, también de la ira divina; el hecho de que toda la humanidad sea solidaria en el pecado hace inevitable su rebelión contra Dios” (Eichrodt p. 410).

El mal podría haber surgido por otros medios sin embargo, lo importante, lo medular es que “el hombre sucumbe en el pecado por propia decisión; cada individuo hace de sí mismo un nuevo Adán” (Eichrodt, p. 410). Y este nuevo Adán es —en el caso de los judíos— tanto el individuo como el pueblo mismo. El primero (el individuo) es responsable de él y del pueblo al que puede afectar con sus acciones; el segundo (el pueblo judío), en cambio, es responsable de él (de su propia historia) y de la humanidad misma. De ahí la idea de que al ser el pueblo elegido tienen que liderar a los demás pueblos, mostrándoles la forma correcta de actuar: diciéndoles a través de su propio ejemplo cuál es la moral que exige Dios y, en consecuencia, cuál es el castigo si se comete pecado. Llama la atención, sin embargo, que “desde un punto de vista puramente lingüístico, la culpa, en cuanto efecto objetivo del pecado, que consiste en que el pecador está expuesto en todo momento al castigo de Dios, la mayoría de las veces no se distingue del pecado mediante un vocablo especial, sino que se designa con la misma palabra. Así, lo más frecuente es que se la llame 'ᾱwōn, y ocasionalmente se emplea también la raíz ht'. Existe una palabra específica, 'ᾱšᾱm, 'ᾱšmᾱh, pero su uso en este sentido es muy reducido, reservándose sobre todo para designar la acción de restituir. El hecho de que la raíz rs', de significado forense, se emplee de buena gana para indicar la culpa religiosa, demuestra una vez más la importancia del lenguaje jurídico para la terminología religiosa. Esta situación manifiesta claramente que el hebreo no tenía ningún interés especial en hacer una distinción conceptual tajante entre pecado y culpa” (Eichrodt, pp. 410-411).

Dicho de otra manera: “el término 'ᾱwōn, que se aplica al pecado en cuanto que entraña una actitud pervertida” (Eichrodt p. 413). Y es que al ser el hombre libre puede pervertir su propia vida al portarse mal, al cometer pecado. Sin embargo, al recibir un castigo como consecuencia de su pecado, no sólo recibe dicho castigo, sino que también —y no en menor sentido— reconoce que hay una idea torcida (la que llevó a cabo como producto de su razonamiento erróneo) que merece castigo, pues no se adecua o relaciona con la idea absoluta de Bien, en donde no cabe la menor posibilidad de que se junten el bien con el mal.

En todo caso, el judío estaba en condiciones de comprender que a través de su vida podía vivir “la experiencia viva de que Dios trata personalmente con los hombres a los que ha elegido” (Eichrodt, p. 413). Esto, a su vez, les ponía en una situación vital: “la idea de culpa [les resaltaba] cada vez el elemento personal, fomentando así una verdadera actitud moral capaz de cargar con el peso de una responsabilidad consciente” (Eichrodt, p. 413). En consecuencia, cada quien era responsable de ser a través de su hacer. En otras palabras: su ontología pendía del hilo deontológico que les daba una identidad de pueblo elegido.


Bibliografía

Eichrodt, Walter (1975) Teología del Antiguo Testamento, Tomo II, Madrid: Ediciones Cristiandad (Biblioteca Bíblica Cristiandad).

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