/ martes 12 de octubre de 2021

Manuel Oropeza, un pilar para la museografía mexicana

Por su impulso a esta disciplina y a la cultura en Querétaro, México y otras naciones, el también actor fue homenajeado en el Museo Nacional de Antropología en el marco del XXXII Feria Internacional del Libro de Antropología e Historia

En enero de 1975 obtuve mi plaza como ceramista en los Talleres de Reproducciones del INAH, que en ese entonces se encontraban en las instalaciones del ex Convento del Carmen en San Ángel. A los pocos años de laborar ahí, mis compañeros ceramistas, plateros y joyeros me propusieron para formar parte del Comité Ejecutivo de la Delegación D-III-24 de la Sección XI del SNTE.

Poco conocimiento tenía yo de lo que era el Instituto Nacional de Antropología e Historia, pero al incorporarme a la actividad sindical mi asombro creció día con día al saber que trabajaba en tan importante institución.

En esos primeros años del sindicato democrático en la ciudad de México, nos dimos a la tarea de organizar el trabajo a nivel nacional. Para ello se nombraron a tres Secretarios Nacionales, quienes junto conmigo (Secretaria de Organización), debíamos recorrer todo el país y organizar asambleas en museos, en zonas arqueológicas y en oficinas de todos los entonces Centros Regionales del INAH. Fue así que conocí a Manolo, él era uno de los tres Secretarios Nacionales, junto con Rogelio (Museógrafo de la Alhóndiga de Granaditas en Guanajuato) y con Héctor (Custodio de la zona arqueológica de Atzompa en Oaxaca).

Mi experiencia sindical era prácticamente nula, pero siempre estuve acompañada por museógrafos (entre ellos Manolo), restauradores, carpinteros, fotógrafos, custodios, secretarias, etc., que llevaban muchos años en la lucha por democratizar el sindicato y por contar con mejores condiciones de trabajo en el INAH. Con ellos me fui formando y aprendiendo día con día. Todos, en las distintas comisiones eran sumamente comprometidos, disciplinados y ordenados. Todos, menos Manolo, comprometido sí, pero eso de la disciplina y el orden como que nunca se le dio.

Recorrimos juntos varias zonas del país en condiciones muchas veces de pobreza extrema ¡ja ja! pero eso jamás le quitó la sonrisa que se convertía en franca carcajada cuando en los viajes que hacíamos, nos iba contando sus vivencias en la ciudad de México cuando era un chamaco; parecía un cuento de niños porque muy emocionado nos contaba de los dulces que comía, de los juguetes de hoja de lata o de madera que le gustaban, de las fiestas de la ciudad a las que asistía para ver, entre otras cosas, los cuetes o la iluminación y de los tamalitos o los panes que tanto disfrutaba. Nos platicaba también de las iglesias y de los mercados en el Centro Histórico, y por supuesto del Museo de Antropología que en sus tiempos se encontraba en la calle de Moneda, cuando él entró a trabajar al INAH; pero de repente detenía su narración y se admiraba con el paisaje por el que íbamos pasando y entonces hablaba de las nubes, de los árboles, del maíz, de la tierra, de las piedras, de las hierbitas del campo, de los volcanes y de la lluvia.

En otro viaje nos platicó que en 1962 viajó a Tabasco, a Campeche, a Yucatán y a Quintana Roo para adquirir piezas de indumentaria, de cerámica, de pesca o cacería, instrumentos de labranza, utensilios de cocina, etc., para formar las colecciones de las salas de etnografía del futuro Museo de Antropología en Chapultepec. Hasta una casa maya se llevó y se reía muchísimo, recordando los pleitos entre el equipo que viajó por esas tierras en una vieja camioneta.

Durante las asambleas sindicales llamaba la atención que, mientras yo me preocupaba por transmitir “el mensaje revolucionario” a nuestros compañeros de los Centros Regionales, Manolo estuviera sentado hasta atrás del auditorio leyendo un libro, sobre todo de teatro, ya fuera de Ionesco, de Pirandello o de Beckett. ¡Ah! Pero cuando decidía tomar la palabra, dejaba boquiabiertos a todos los trabajadores, ya que tenía un amplio conocimiento de la historia del país y de nuestra institución, una enorme experiencia en el trabajo (sobretodo de museos) y conocía a detalle la problemática de cada una de las especialidades. A veces se desviaba del tema y dedicaba una larga intervención para hablar de unos clavitos o de ciertos adhesivos con los que trabajaba en los museos.

Manolo estaba convencido de la necesidad de que los trabajadores del INAH se unieran a nivel nacional y que todo nuestro quehacer se dirigiera al fortalecimiento de la institución.

Batallé bastante durante nuestros congresos nacionales del sindicato, porque me la pasaba buscando a los delegados que Manolo sacaba de las sesiones para ensayar las obras de teatro que presentaba en la clausura de los congresos. Nuestro secretario general, muy molesto, me pedía que fuera a rescatar a los delegados para poder continuar con los trabajos del congreso. Me tardaba mucho en regresar porque me quedaba fascinada a ver los ensayos y regresaba a las sesiones sin los delegados que supuestamente había salido a buscar.

Cuando Manolo y yo trabajábamos en el local sindical ubicado en Córdoba 45, lo acompañé algunas veces a la Sala Margolín, para comprar sobre todo discos de música clásica, pero también de canción de protesta y de folclor latinoamericano que estaban de moda en esa época. Fue entonces que supe de su pasión por la ópera.

De esos años (principios de los ochenta), permanecen en mi recuerdo, no sólo lo mucho que trabajamos en el sindicato, sino también, lo mucho que bailamos, que nos quisimos y que nos emborrachamos todos juntos.

Foto: Cortesía | INAH- Querétaro

Años después lo visité en Guadalajara. Recorrimos el Museo Regional en el que trabajaba Manolo. ¡Vaya experiencia! ¡Vaya conocimiento de sus colecciones! Fue una clase magistral sobre el arte virreinal. Estuvimos en su casa, llena de cerámicas, de libros, de artesanías, de esculturas y de pinturas; su casa estaba llena de música, de humo de cigarro, de colores, de sabores y de tequila.

Fue hasta 1995 que nos volvimos a encontrar en Querétaro, pues cambié mi adscripción de la Coordinación de Restauración en Churubusco, al Centro INAH Querétaro. Recuerdo a la perfección el día en el que lo vi de lejos, en la esquina de Corregidora y Pino Suárez, con su sombrero (seguramente de jipijapa), un mediodía muy soleado. ¡Manolo! me dije… Y tantas emociones y recuerdos se me arremolinaron en el corazón y en la mente.

Era nada más y nada menos que el director del Museo Regional de Querétaro y, por lo tanto, era mi jefe.

No sé cuántos años llevaba Manolo viviendo en Querétaro, pero a mi llegada, él era ya un hombre sumamente reconocido por la comunidad intelectual y cultural del estado. Formaba parte de un colectivo denominado “El Mitote”, que durante algún tiempo publicó la revista Voz Crítica y cuya sede estaba en la Plaza de los Platitos. Allí llegaban teatreros, músicos, pintores, cantantes, escritores y activistas (la mayoría muy jóvenes). Manolo era todo eso: activista, teatrero, escritor, cantante, historiador y, sobre todo, joven. Estas actividades las llevó también al Museo Regional, ya que abrió sus puertas a toda la sociedad queretana: a los poetas, a los indígenas, a los vendedores de merengues, a las mujeres, a los cineastas y a los niños.

A Manolo le había tocado la difícil tarea de levantar de nuevo el museo, después de que el gobierno estatal lo despojó de gran parte de sus grandiosas pinturas y esculturas virreinales para conformar el Museo de Arte del Estado.

Yo llegué bien aplicada al Museo, con un listado de tareas que junto con mis colegas de la Coordinación de Restauración vislumbramos para el Museo. Pero les recuerdo, eso de la disciplina y el orden no comulgaba con la forma de ser de Manolo.

Al principio me costó mucho trabajo agarrarle el ritmo y entender su manera de trabajar. Pero arrancamos.

Por ejemplo, con el inventario. Para mí era indispensable conocer el acervo que se albergaba en el museo, primero de manera técnica: cantidad y tipos de objetos, su ubicación, su temática, sus autores, sus medidas, etc. etc. El inventario con el que se contaba tenía infinidad de lagunas, por lo que me vi en la necesidad de ir a la oficina de Manolo para presentarle todas mis dudas; y entonces, como mago, sacaba de unos cajones esas hojitas de papel delgadito, escritas a máquina con papel carbón, ya muy manoseadas, con dobleces en sus bordes, viejitas, con unas pequeñas fotos en blanco y negro engrapadas, pero llenas de observaciones escritas con la maravillosa caligrafía de Manolo. Él buscaba la pieza que yo le pedía y entonces… mejor siéntate. Ya se tratara de una punta de lanza de obsidiana, de un quechquémetl, de una vasija trípode, de una pintura del siglo XVIII o del ataúd de Maximiliano, con una gran pasión me contaba la historia de ese objeto, de la maravilla de su técnica de manufactura, de su belleza, me hablaba del contexto del que formó parte; en fin, pasábamos horas y horas tomando café, y salía yo de la oficina maravillada con sus historias, aunque casi nunca resueltas mis dudas técnicas. Siempre pensé que algún día le iba a robar esas hojitas manoseadas que contaban tantas historias.

Por primera vez empezamos a restaurar las pinturas en las instalaciones del Museo, se acostumbraba más bien enviarlas a la ciudad de México para su intervención. La primera fue “La educación de la Virgen”, un óleo de Luis Juárez, pintor novohispano del siglo XVII. Después trabajamos una enorme pintura de José de Ibarra “Alegoría de la Inmaculada Concepción” entre muchas otras que restauramos después. Durante los meses que duraban esos trabajos, Manolo era feliz de ver al equipo de carpinteros, de restauradores, de museógrafos, el inventarista, y hasta algún custodio que se nos unía, trabajando sin cesar. Manolo impulsaba, fomentaba y amaba el trabajo en equipo. No concebía otra forma de realizar nuestras actividades dentro del museo. Se la pasaba todo el día visitándonos, atento a cualquier cosa que necesitáramos.

En particular, puedo decir que mi trabajo como restauradora creció y se complementó, al ser acompañado por Manolo. Temprano en las mañanas, café en mano, nos íbamos a la sala donde estábamos restaurando el cuadro de Luis Juárez por ejemplo y nos sentábamos a observar; un rato en silencio, y después empezaba a platicar sobre la escena representada, la historia del pintor, la pintura novohispana en nuestro país, la carita de la virgen y su vestido, los trazos, las luces, las sombras, la grandiosidad del rompimiento de gloria, lo terrenal, lo sublime, los rostros, las manos, la arquitectura, la composición.

En especial con este cuadro me llevé una tremenda sorpresa. Ya restaurado, al día siguiente de su presentación, Manolo me llevó a la sala, y como siempre nos sentamos a observar, ahora acompañados del olor de los barnices finales aplicados y me dijo: “Platícame los colores”. Fue entonces que me enteré de que Manolo veía diferente, y esta particularidad fue muy importante al restaurar el José de Ibarra. Manolo acompañó muy de cerca el proceso de limpieza de este complicado cuadro y sus ojos nos ayudaron a rescatar con sumo cuidado rostros que apenas se percibían en los fondos oscuros de la obra.

Trabajar con Manolo en el Museo Regional fue siempre una aventura muy placentera, llena de descubrimientos y de aprendizajes. Nos convertíamos en monjes franciscanos recorriendo la Biblioteca Conventual con sus 14 mil volúmenes, acariciando los viejos pergaminos, disfrutando las letras capitulares de los libros de coro, observando con lupa los detalles de los elementos tipográficos que adornaban textos muchos de ellos escritos en latín o las marcas de fuego en los cantos de los libros.

Foto: Cortesía | INAH- Querétaro

El mismo conocimiento tenía Manolo sobre la artesanía mexicana y en especial de la cerámica de las distintas regiones del país; ya se tratara de una máscara, de una laca, de un jorongo, de una escobetilla, de una servilleta deshilada o de un petate, siempre desbordó un profundo conocimiento y amor por cada uno de estos objetos.

Realizar los lunes el mantenimiento museográfico, trabajar para una exposición temporal, montar el Altar de Dolores o el de Día de Muertos, pasear por el Patio de los Naranjos junto con Don José el jardinero, revisar los acervos en el depósito de colecciones, recorrer el pasillo con las pinturas de Miguel Cabrera, sentarnos en la fuente y fumarnos un cigarrillo, preparar alguna charla, recibir a algún grupo en especial … fueron todas actividades que llevamos a cabo muertos de la risa, con mucho compromiso y llenos de pasión; todo esto nos contagiaba Manolo, un hombre sabio y sencillo.

No recuerdo haberlo visto enojado ni regañando a algún trabajador. Más bien los compañeros lo regañaban a él porque un día antes de la inauguración de alguna exposición decidía cambiar colores, piezas o mamparas, y lo hacía risa y risa como si fuera un chiquillo disfrutando de sus travesuras.

Desde entonces siempre he necesitado del acompañamiento de este maestro; incluso ya jubilada y trabajando en otros espacios, siempre recurría a él, pues necesitaba de sus consejos, de su manera de observar los objetos y entender la vida misma, necesitaba de su plática, de su amistad y de su cariño. Lo pasaba a buscar al Museo de la Ciudad y a veces nos atravesábamos la calle a desayunar unos chilaquiles y a platicar.

Irene Vallejo en su libro “El Infinito en un junco” escribe: “Nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro. El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas. Recién llegados al mundo, nos imprimen en la tripa una gran ‘O’, el ombligo. Después van apareciendo lentamente otras letras. Las líneas de la mano. Las pecas, como puntos y aparte. Las tachaduras que dejan los médicos cuando abren la carne y luego la cosen. Con el paso de los años, las cicatrices, las arrugas y las ramificaciones varicosas trazan las sílabas que relatan una vida”.

Cuando leí estas líneas, me acordé de Manolo y así lo marqué en el libro de Irene Vallejo. Recuerdo estar sentada a su lado largas horas y durante muchos días dictándome su paleografía de algún antiguo texto muy complicado, que se requería para una de las nuevas salas del museo. A veces tardaba mucho en poderme dictar, estaba totalmente concentrado en el texto y mientras tanto yo observaba intrigada su cara, sus canas, sus gestos, sus brazos y las venas de sus manos, las pecas y arrugas en su cara y ciertamente, todo ello me hablaba sobre la vida de Manolo, como si se tratara de un libro -tan complicado y universal como el que estábamos paleografiando-.

Gracias a Manolo, tenemos en casa pinturas de artistas locales queretanos que él nos dio a conocer. Conservo con inmenso cariño los casettes con música que me regaló, quién sabe si todavía sirvan, pero los tengo bien guardaditos. Conservo y lucen plenas en mi casa, las piezas de cerámica que me trajo de Michoacán.

Manolo, maestro y amigo querido, muchas gracias.

En enero de 1975 obtuve mi plaza como ceramista en los Talleres de Reproducciones del INAH, que en ese entonces se encontraban en las instalaciones del ex Convento del Carmen en San Ángel. A los pocos años de laborar ahí, mis compañeros ceramistas, plateros y joyeros me propusieron para formar parte del Comité Ejecutivo de la Delegación D-III-24 de la Sección XI del SNTE.

Poco conocimiento tenía yo de lo que era el Instituto Nacional de Antropología e Historia, pero al incorporarme a la actividad sindical mi asombro creció día con día al saber que trabajaba en tan importante institución.

En esos primeros años del sindicato democrático en la ciudad de México, nos dimos a la tarea de organizar el trabajo a nivel nacional. Para ello se nombraron a tres Secretarios Nacionales, quienes junto conmigo (Secretaria de Organización), debíamos recorrer todo el país y organizar asambleas en museos, en zonas arqueológicas y en oficinas de todos los entonces Centros Regionales del INAH. Fue así que conocí a Manolo, él era uno de los tres Secretarios Nacionales, junto con Rogelio (Museógrafo de la Alhóndiga de Granaditas en Guanajuato) y con Héctor (Custodio de la zona arqueológica de Atzompa en Oaxaca).

Mi experiencia sindical era prácticamente nula, pero siempre estuve acompañada por museógrafos (entre ellos Manolo), restauradores, carpinteros, fotógrafos, custodios, secretarias, etc., que llevaban muchos años en la lucha por democratizar el sindicato y por contar con mejores condiciones de trabajo en el INAH. Con ellos me fui formando y aprendiendo día con día. Todos, en las distintas comisiones eran sumamente comprometidos, disciplinados y ordenados. Todos, menos Manolo, comprometido sí, pero eso de la disciplina y el orden como que nunca se le dio.

Recorrimos juntos varias zonas del país en condiciones muchas veces de pobreza extrema ¡ja ja! pero eso jamás le quitó la sonrisa que se convertía en franca carcajada cuando en los viajes que hacíamos, nos iba contando sus vivencias en la ciudad de México cuando era un chamaco; parecía un cuento de niños porque muy emocionado nos contaba de los dulces que comía, de los juguetes de hoja de lata o de madera que le gustaban, de las fiestas de la ciudad a las que asistía para ver, entre otras cosas, los cuetes o la iluminación y de los tamalitos o los panes que tanto disfrutaba. Nos platicaba también de las iglesias y de los mercados en el Centro Histórico, y por supuesto del Museo de Antropología que en sus tiempos se encontraba en la calle de Moneda, cuando él entró a trabajar al INAH; pero de repente detenía su narración y se admiraba con el paisaje por el que íbamos pasando y entonces hablaba de las nubes, de los árboles, del maíz, de la tierra, de las piedras, de las hierbitas del campo, de los volcanes y de la lluvia.

En otro viaje nos platicó que en 1962 viajó a Tabasco, a Campeche, a Yucatán y a Quintana Roo para adquirir piezas de indumentaria, de cerámica, de pesca o cacería, instrumentos de labranza, utensilios de cocina, etc., para formar las colecciones de las salas de etnografía del futuro Museo de Antropología en Chapultepec. Hasta una casa maya se llevó y se reía muchísimo, recordando los pleitos entre el equipo que viajó por esas tierras en una vieja camioneta.

Durante las asambleas sindicales llamaba la atención que, mientras yo me preocupaba por transmitir “el mensaje revolucionario” a nuestros compañeros de los Centros Regionales, Manolo estuviera sentado hasta atrás del auditorio leyendo un libro, sobre todo de teatro, ya fuera de Ionesco, de Pirandello o de Beckett. ¡Ah! Pero cuando decidía tomar la palabra, dejaba boquiabiertos a todos los trabajadores, ya que tenía un amplio conocimiento de la historia del país y de nuestra institución, una enorme experiencia en el trabajo (sobretodo de museos) y conocía a detalle la problemática de cada una de las especialidades. A veces se desviaba del tema y dedicaba una larga intervención para hablar de unos clavitos o de ciertos adhesivos con los que trabajaba en los museos.

Manolo estaba convencido de la necesidad de que los trabajadores del INAH se unieran a nivel nacional y que todo nuestro quehacer se dirigiera al fortalecimiento de la institución.

Batallé bastante durante nuestros congresos nacionales del sindicato, porque me la pasaba buscando a los delegados que Manolo sacaba de las sesiones para ensayar las obras de teatro que presentaba en la clausura de los congresos. Nuestro secretario general, muy molesto, me pedía que fuera a rescatar a los delegados para poder continuar con los trabajos del congreso. Me tardaba mucho en regresar porque me quedaba fascinada a ver los ensayos y regresaba a las sesiones sin los delegados que supuestamente había salido a buscar.

Cuando Manolo y yo trabajábamos en el local sindical ubicado en Córdoba 45, lo acompañé algunas veces a la Sala Margolín, para comprar sobre todo discos de música clásica, pero también de canción de protesta y de folclor latinoamericano que estaban de moda en esa época. Fue entonces que supe de su pasión por la ópera.

De esos años (principios de los ochenta), permanecen en mi recuerdo, no sólo lo mucho que trabajamos en el sindicato, sino también, lo mucho que bailamos, que nos quisimos y que nos emborrachamos todos juntos.

Foto: Cortesía | INAH- Querétaro

Años después lo visité en Guadalajara. Recorrimos el Museo Regional en el que trabajaba Manolo. ¡Vaya experiencia! ¡Vaya conocimiento de sus colecciones! Fue una clase magistral sobre el arte virreinal. Estuvimos en su casa, llena de cerámicas, de libros, de artesanías, de esculturas y de pinturas; su casa estaba llena de música, de humo de cigarro, de colores, de sabores y de tequila.

Fue hasta 1995 que nos volvimos a encontrar en Querétaro, pues cambié mi adscripción de la Coordinación de Restauración en Churubusco, al Centro INAH Querétaro. Recuerdo a la perfección el día en el que lo vi de lejos, en la esquina de Corregidora y Pino Suárez, con su sombrero (seguramente de jipijapa), un mediodía muy soleado. ¡Manolo! me dije… Y tantas emociones y recuerdos se me arremolinaron en el corazón y en la mente.

Era nada más y nada menos que el director del Museo Regional de Querétaro y, por lo tanto, era mi jefe.

No sé cuántos años llevaba Manolo viviendo en Querétaro, pero a mi llegada, él era ya un hombre sumamente reconocido por la comunidad intelectual y cultural del estado. Formaba parte de un colectivo denominado “El Mitote”, que durante algún tiempo publicó la revista Voz Crítica y cuya sede estaba en la Plaza de los Platitos. Allí llegaban teatreros, músicos, pintores, cantantes, escritores y activistas (la mayoría muy jóvenes). Manolo era todo eso: activista, teatrero, escritor, cantante, historiador y, sobre todo, joven. Estas actividades las llevó también al Museo Regional, ya que abrió sus puertas a toda la sociedad queretana: a los poetas, a los indígenas, a los vendedores de merengues, a las mujeres, a los cineastas y a los niños.

A Manolo le había tocado la difícil tarea de levantar de nuevo el museo, después de que el gobierno estatal lo despojó de gran parte de sus grandiosas pinturas y esculturas virreinales para conformar el Museo de Arte del Estado.

Yo llegué bien aplicada al Museo, con un listado de tareas que junto con mis colegas de la Coordinación de Restauración vislumbramos para el Museo. Pero les recuerdo, eso de la disciplina y el orden no comulgaba con la forma de ser de Manolo.

Al principio me costó mucho trabajo agarrarle el ritmo y entender su manera de trabajar. Pero arrancamos.

Por ejemplo, con el inventario. Para mí era indispensable conocer el acervo que se albergaba en el museo, primero de manera técnica: cantidad y tipos de objetos, su ubicación, su temática, sus autores, sus medidas, etc. etc. El inventario con el que se contaba tenía infinidad de lagunas, por lo que me vi en la necesidad de ir a la oficina de Manolo para presentarle todas mis dudas; y entonces, como mago, sacaba de unos cajones esas hojitas de papel delgadito, escritas a máquina con papel carbón, ya muy manoseadas, con dobleces en sus bordes, viejitas, con unas pequeñas fotos en blanco y negro engrapadas, pero llenas de observaciones escritas con la maravillosa caligrafía de Manolo. Él buscaba la pieza que yo le pedía y entonces… mejor siéntate. Ya se tratara de una punta de lanza de obsidiana, de un quechquémetl, de una vasija trípode, de una pintura del siglo XVIII o del ataúd de Maximiliano, con una gran pasión me contaba la historia de ese objeto, de la maravilla de su técnica de manufactura, de su belleza, me hablaba del contexto del que formó parte; en fin, pasábamos horas y horas tomando café, y salía yo de la oficina maravillada con sus historias, aunque casi nunca resueltas mis dudas técnicas. Siempre pensé que algún día le iba a robar esas hojitas manoseadas que contaban tantas historias.

Por primera vez empezamos a restaurar las pinturas en las instalaciones del Museo, se acostumbraba más bien enviarlas a la ciudad de México para su intervención. La primera fue “La educación de la Virgen”, un óleo de Luis Juárez, pintor novohispano del siglo XVII. Después trabajamos una enorme pintura de José de Ibarra “Alegoría de la Inmaculada Concepción” entre muchas otras que restauramos después. Durante los meses que duraban esos trabajos, Manolo era feliz de ver al equipo de carpinteros, de restauradores, de museógrafos, el inventarista, y hasta algún custodio que se nos unía, trabajando sin cesar. Manolo impulsaba, fomentaba y amaba el trabajo en equipo. No concebía otra forma de realizar nuestras actividades dentro del museo. Se la pasaba todo el día visitándonos, atento a cualquier cosa que necesitáramos.

En particular, puedo decir que mi trabajo como restauradora creció y se complementó, al ser acompañado por Manolo. Temprano en las mañanas, café en mano, nos íbamos a la sala donde estábamos restaurando el cuadro de Luis Juárez por ejemplo y nos sentábamos a observar; un rato en silencio, y después empezaba a platicar sobre la escena representada, la historia del pintor, la pintura novohispana en nuestro país, la carita de la virgen y su vestido, los trazos, las luces, las sombras, la grandiosidad del rompimiento de gloria, lo terrenal, lo sublime, los rostros, las manos, la arquitectura, la composición.

En especial con este cuadro me llevé una tremenda sorpresa. Ya restaurado, al día siguiente de su presentación, Manolo me llevó a la sala, y como siempre nos sentamos a observar, ahora acompañados del olor de los barnices finales aplicados y me dijo: “Platícame los colores”. Fue entonces que me enteré de que Manolo veía diferente, y esta particularidad fue muy importante al restaurar el José de Ibarra. Manolo acompañó muy de cerca el proceso de limpieza de este complicado cuadro y sus ojos nos ayudaron a rescatar con sumo cuidado rostros que apenas se percibían en los fondos oscuros de la obra.

Trabajar con Manolo en el Museo Regional fue siempre una aventura muy placentera, llena de descubrimientos y de aprendizajes. Nos convertíamos en monjes franciscanos recorriendo la Biblioteca Conventual con sus 14 mil volúmenes, acariciando los viejos pergaminos, disfrutando las letras capitulares de los libros de coro, observando con lupa los detalles de los elementos tipográficos que adornaban textos muchos de ellos escritos en latín o las marcas de fuego en los cantos de los libros.

Foto: Cortesía | INAH- Querétaro

El mismo conocimiento tenía Manolo sobre la artesanía mexicana y en especial de la cerámica de las distintas regiones del país; ya se tratara de una máscara, de una laca, de un jorongo, de una escobetilla, de una servilleta deshilada o de un petate, siempre desbordó un profundo conocimiento y amor por cada uno de estos objetos.

Realizar los lunes el mantenimiento museográfico, trabajar para una exposición temporal, montar el Altar de Dolores o el de Día de Muertos, pasear por el Patio de los Naranjos junto con Don José el jardinero, revisar los acervos en el depósito de colecciones, recorrer el pasillo con las pinturas de Miguel Cabrera, sentarnos en la fuente y fumarnos un cigarrillo, preparar alguna charla, recibir a algún grupo en especial … fueron todas actividades que llevamos a cabo muertos de la risa, con mucho compromiso y llenos de pasión; todo esto nos contagiaba Manolo, un hombre sabio y sencillo.

No recuerdo haberlo visto enojado ni regañando a algún trabajador. Más bien los compañeros lo regañaban a él porque un día antes de la inauguración de alguna exposición decidía cambiar colores, piezas o mamparas, y lo hacía risa y risa como si fuera un chiquillo disfrutando de sus travesuras.

Desde entonces siempre he necesitado del acompañamiento de este maestro; incluso ya jubilada y trabajando en otros espacios, siempre recurría a él, pues necesitaba de sus consejos, de su manera de observar los objetos y entender la vida misma, necesitaba de su plática, de su amistad y de su cariño. Lo pasaba a buscar al Museo de la Ciudad y a veces nos atravesábamos la calle a desayunar unos chilaquiles y a platicar.

Irene Vallejo en su libro “El Infinito en un junco” escribe: “Nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro. El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas. Recién llegados al mundo, nos imprimen en la tripa una gran ‘O’, el ombligo. Después van apareciendo lentamente otras letras. Las líneas de la mano. Las pecas, como puntos y aparte. Las tachaduras que dejan los médicos cuando abren la carne y luego la cosen. Con el paso de los años, las cicatrices, las arrugas y las ramificaciones varicosas trazan las sílabas que relatan una vida”.

Cuando leí estas líneas, me acordé de Manolo y así lo marqué en el libro de Irene Vallejo. Recuerdo estar sentada a su lado largas horas y durante muchos días dictándome su paleografía de algún antiguo texto muy complicado, que se requería para una de las nuevas salas del museo. A veces tardaba mucho en poderme dictar, estaba totalmente concentrado en el texto y mientras tanto yo observaba intrigada su cara, sus canas, sus gestos, sus brazos y las venas de sus manos, las pecas y arrugas en su cara y ciertamente, todo ello me hablaba sobre la vida de Manolo, como si se tratara de un libro -tan complicado y universal como el que estábamos paleografiando-.

Gracias a Manolo, tenemos en casa pinturas de artistas locales queretanos que él nos dio a conocer. Conservo con inmenso cariño los casettes con música que me regaló, quién sabe si todavía sirvan, pero los tengo bien guardaditos. Conservo y lucen plenas en mi casa, las piezas de cerámica que me trajo de Michoacán.

Manolo, maestro y amigo querido, muchas gracias.

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