/ miércoles 6 de octubre de 2021

Norady y Santé III

Vitral

Ahora Santé componía su bicicleta cada vez más seguido e, igualmente, Norady aparecía más en la ventana. Miradas y sonrisas iban y venían. A él le parecía ver una pintura enmarcada en un cuadro. Sí, pintado por él mismo, y su Gioconda le sonreía dulcemente. El cabello negro y quebrado de ella caía sobre sus hombros, y observarla sentado desde el piso la engrandecía y provocaba un efecto más impactante. Ella era negación y afirmación. Todo, su útero (su casa), su madre, la ruptura del cordón umbilical, eran procesos que rebasaban a Santé. Durante el embarazo de su madre ésta sufrió mucho, pues el marido la abandonó. Después, la mujer volvió a casarse y tuvo otros hijos, pero Santé no se llevaba bien con el señor, no contaba en su vida. Todas esas desventuras vividas desde el vientre le habían generado una angustia sempiterna, creció a momentos callado y taciturno, solitario a pesar de sus hermanos con quienes a la vez pasaba temporadas fantásticas jugando mil juegos salidos de sus mentes infantiles.

Sentado frente a Norady el coqueteo entre ambos seguía y se acrecentaba. ¿Puede haber algo más dulce e intenso que esos juegos entre quienes se enamoran por vez primera? Cuando no se sabe nada, cuando sobre la marcha aprendes, cuando todo en tu mente es ilusión y ensoñaciones. Santé prendió la radio en una estación fresa, con esas canciones comenzaba a armar sus sentimientos desperdigados. Por ejemplo, esa de Fresa salvaje, con cuerpo de mujer. O la de Sólo sé que fue en marzo, entre otros exitazos. Eran las que flotaban en el ambiente. Norady medio las cantaba, había aprendido muchas canciones por inercia desde niña.

Santé terminó de arreglar su bicicleta, recogió las herramientas y entró a su casa. Apagó la radio, encendió el tocadiscos y le subió todo el volumen. Comenzaron a sonar muy fuerte unos metales. – “Avándaro, oye qué fantástico lugar. ¡Libérate!”-, la música siguió por una hora más. Mientras, Santé paseaba por la sala, volteaba hacia la ventana de Norady. Ella estaba ahí, lavando trastes, volteando también hacia la casa de Santé.

Norady era un caminar y una escalera a la imaginación. Sus pasos, suaves y sinuosos, dejaban constancia de un cuerpo bien formado que avisaba de un desarrollo todavía más impactante. De mediana estatura, cabello negro ensortijado, caderas amplias, ojos almendrados, boca carnosa y una mirada un tanto altiva. Casi siempre con vestido y calcetas. Siempre limpia. Amable sin ser muy educada. Una adolescente sin formación intelectual. De no muchas palabras, más bien acostumbrada a escuchar. No avezada ni en la lectura ni el buen cine. Hija de un burócrata de oficina y una madre con primaria terminada. Sus padres habían llegado al D.F. provenientes de Querétaro apenas recién casados. Él a trabajar, ella a atender la casa y luego los hijos, que llegaron a ser 7. Norady era la cuarta, y estaba a punto de cumplir los 17 años. Todavía tenía un resabio de belleza provinciana, pero ya urbanizada. A veces, su mamá le hacía trenzas, que hacían juego perfecto con su ropa de clase media baja.

Él sufría altibajos en su estado de ánimo. No sabía qué pensar al respecto, a veces hasta le agradaba ser así. Otras, le preocupaba. Alguna vez hasta decidió ir a ver a un psiquiatra para ver qué le aconsejaba. En realidad no fue iniciativa de él si no de un amigo que acudía a ese servicio. Fue, esperó, y por fin entró, nerviosón, a la consulta. El médico era un hombre de unos cuarenta años, alto, delgado, vestido con pantalón y suéter. Recostó a Santé en un diván y le pidió que hablará de lo que le pasaba. Santé nunca se sintió a gusto recostado ahí, pero intentó articular sus pensamientos y contarle al doctor. Le pareció insólito que el médico sacará una agujas de tejer, estambre, y se sentará al tiempo que se tapaba las piernas con una manta mirando al horizonte por una ventana con una cortina transparente. Aparentemente escuchaba lo que le pasaba a Santé. Aunque él tuvo la impresión de que en realidad el individuo ese ni siquiera lo escuchaba. Habló y habló durante un rato. El médico no dijo nada, sólo le dio una cita para dentro de un mes. Santé no regresó jamás.

Al otro día despertó un tanto triste y deprimido. Era fin de semana y no iría a la escuela. Tomó su bicicleta y partió sin rumbo determinado. En la tarde jugó un buen partido de futbol con sus amigos. Al regresar a casa encontró a Norady platicando con otras jovencitas. Cruzó nervioso el patio, no quería que se le notara. Al entrar no se sentía a gusto y buscó cualquier pretexto para volver a salir. Fue por cigarrillos y encendió uno antes de entrar al patio. Sintió más seguridad, pero apenas iba por la entrada cuando un pelotazo le voló el cigarrillo de la mano. Se sintió como un niño ridículo. Se puso rojo, pero agarró firmeza y siguió adelante. Sentía los músculos tensos. Norady se dirigía a la toma de agua con una cubeta. Era el atardecer y una luz muy clara iluminaba el día. La cubeta era grande, pesaba. Él se ofreció a cargarla, ella se resistió un poco diciendo que no pesaba. Se agacharon al mismo tiempo para levantarla y por un instante vieron una parte de sus siluetas reflejadas en el agua, detrás se veía el cielo. Norady le preguntó a Santé, - ¿Cómo te llamas?-, el sacó orgulloso su credencial de la prepa 5 y la mostró. Ella leyó: Santé ……, y dijo: Santé , ¡hola , Santé!

A él le pareció como si la tierra dejara de girar. Recordaría ese momento toda su vida. Qué forma de pronunciar su nombre. Disimuló su emoción y aumentó su estiramiento. Pensó en impresionar a aquella chamaquita. Se sintió como un gallito, como el niño de sexto junto al de tercero. Ya no era un nene, creía saber lo que cualquier anciano. Cargó él solo la cubeta.

Era un chamaco cuando entró a la prepa. Era una época brutal. Tenía menos de un lustro que había sucedido la matanza del 68, y apenas un año de los acontecimientos sangrientos del 10 de junio del 71, el halconazo. Las prepas estaban llenas de porros que robaban e intimidaban a los chavos. El miedo paraliza, el temor dispersa, pero busca una salida. En los rincones lejanos de las canchas de la prepa deambulaban los grupúsculos de macizos, de grifos. Y más pequeños aún, los grupos de chochos, pastilleros.


https://escritosdealfonsofrancotiscareno.blogspot.com

Ahora Santé componía su bicicleta cada vez más seguido e, igualmente, Norady aparecía más en la ventana. Miradas y sonrisas iban y venían. A él le parecía ver una pintura enmarcada en un cuadro. Sí, pintado por él mismo, y su Gioconda le sonreía dulcemente. El cabello negro y quebrado de ella caía sobre sus hombros, y observarla sentado desde el piso la engrandecía y provocaba un efecto más impactante. Ella era negación y afirmación. Todo, su útero (su casa), su madre, la ruptura del cordón umbilical, eran procesos que rebasaban a Santé. Durante el embarazo de su madre ésta sufrió mucho, pues el marido la abandonó. Después, la mujer volvió a casarse y tuvo otros hijos, pero Santé no se llevaba bien con el señor, no contaba en su vida. Todas esas desventuras vividas desde el vientre le habían generado una angustia sempiterna, creció a momentos callado y taciturno, solitario a pesar de sus hermanos con quienes a la vez pasaba temporadas fantásticas jugando mil juegos salidos de sus mentes infantiles.

Sentado frente a Norady el coqueteo entre ambos seguía y se acrecentaba. ¿Puede haber algo más dulce e intenso que esos juegos entre quienes se enamoran por vez primera? Cuando no se sabe nada, cuando sobre la marcha aprendes, cuando todo en tu mente es ilusión y ensoñaciones. Santé prendió la radio en una estación fresa, con esas canciones comenzaba a armar sus sentimientos desperdigados. Por ejemplo, esa de Fresa salvaje, con cuerpo de mujer. O la de Sólo sé que fue en marzo, entre otros exitazos. Eran las que flotaban en el ambiente. Norady medio las cantaba, había aprendido muchas canciones por inercia desde niña.

Santé terminó de arreglar su bicicleta, recogió las herramientas y entró a su casa. Apagó la radio, encendió el tocadiscos y le subió todo el volumen. Comenzaron a sonar muy fuerte unos metales. – “Avándaro, oye qué fantástico lugar. ¡Libérate!”-, la música siguió por una hora más. Mientras, Santé paseaba por la sala, volteaba hacia la ventana de Norady. Ella estaba ahí, lavando trastes, volteando también hacia la casa de Santé.

Norady era un caminar y una escalera a la imaginación. Sus pasos, suaves y sinuosos, dejaban constancia de un cuerpo bien formado que avisaba de un desarrollo todavía más impactante. De mediana estatura, cabello negro ensortijado, caderas amplias, ojos almendrados, boca carnosa y una mirada un tanto altiva. Casi siempre con vestido y calcetas. Siempre limpia. Amable sin ser muy educada. Una adolescente sin formación intelectual. De no muchas palabras, más bien acostumbrada a escuchar. No avezada ni en la lectura ni el buen cine. Hija de un burócrata de oficina y una madre con primaria terminada. Sus padres habían llegado al D.F. provenientes de Querétaro apenas recién casados. Él a trabajar, ella a atender la casa y luego los hijos, que llegaron a ser 7. Norady era la cuarta, y estaba a punto de cumplir los 17 años. Todavía tenía un resabio de belleza provinciana, pero ya urbanizada. A veces, su mamá le hacía trenzas, que hacían juego perfecto con su ropa de clase media baja.

Él sufría altibajos en su estado de ánimo. No sabía qué pensar al respecto, a veces hasta le agradaba ser así. Otras, le preocupaba. Alguna vez hasta decidió ir a ver a un psiquiatra para ver qué le aconsejaba. En realidad no fue iniciativa de él si no de un amigo que acudía a ese servicio. Fue, esperó, y por fin entró, nerviosón, a la consulta. El médico era un hombre de unos cuarenta años, alto, delgado, vestido con pantalón y suéter. Recostó a Santé en un diván y le pidió que hablará de lo que le pasaba. Santé nunca se sintió a gusto recostado ahí, pero intentó articular sus pensamientos y contarle al doctor. Le pareció insólito que el médico sacará una agujas de tejer, estambre, y se sentará al tiempo que se tapaba las piernas con una manta mirando al horizonte por una ventana con una cortina transparente. Aparentemente escuchaba lo que le pasaba a Santé. Aunque él tuvo la impresión de que en realidad el individuo ese ni siquiera lo escuchaba. Habló y habló durante un rato. El médico no dijo nada, sólo le dio una cita para dentro de un mes. Santé no regresó jamás.

Al otro día despertó un tanto triste y deprimido. Era fin de semana y no iría a la escuela. Tomó su bicicleta y partió sin rumbo determinado. En la tarde jugó un buen partido de futbol con sus amigos. Al regresar a casa encontró a Norady platicando con otras jovencitas. Cruzó nervioso el patio, no quería que se le notara. Al entrar no se sentía a gusto y buscó cualquier pretexto para volver a salir. Fue por cigarrillos y encendió uno antes de entrar al patio. Sintió más seguridad, pero apenas iba por la entrada cuando un pelotazo le voló el cigarrillo de la mano. Se sintió como un niño ridículo. Se puso rojo, pero agarró firmeza y siguió adelante. Sentía los músculos tensos. Norady se dirigía a la toma de agua con una cubeta. Era el atardecer y una luz muy clara iluminaba el día. La cubeta era grande, pesaba. Él se ofreció a cargarla, ella se resistió un poco diciendo que no pesaba. Se agacharon al mismo tiempo para levantarla y por un instante vieron una parte de sus siluetas reflejadas en el agua, detrás se veía el cielo. Norady le preguntó a Santé, - ¿Cómo te llamas?-, el sacó orgulloso su credencial de la prepa 5 y la mostró. Ella leyó: Santé ……, y dijo: Santé , ¡hola , Santé!

A él le pareció como si la tierra dejara de girar. Recordaría ese momento toda su vida. Qué forma de pronunciar su nombre. Disimuló su emoción y aumentó su estiramiento. Pensó en impresionar a aquella chamaquita. Se sintió como un gallito, como el niño de sexto junto al de tercero. Ya no era un nene, creía saber lo que cualquier anciano. Cargó él solo la cubeta.

Era un chamaco cuando entró a la prepa. Era una época brutal. Tenía menos de un lustro que había sucedido la matanza del 68, y apenas un año de los acontecimientos sangrientos del 10 de junio del 71, el halconazo. Las prepas estaban llenas de porros que robaban e intimidaban a los chavos. El miedo paraliza, el temor dispersa, pero busca una salida. En los rincones lejanos de las canchas de la prepa deambulaban los grupúsculos de macizos, de grifos. Y más pequeños aún, los grupos de chochos, pastilleros.


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