/ miércoles 10 de noviembre de 2021

Norady y Santé VIII

Vitral

Ella no buscó ese momento, sino que todas las circunstancias coincidieron, incluso ese deseo súbito, apenas conocido. Se siguió acariciando. Metió las manos por entre los pants, por la sudadera, sentía rico, agradable, pero no sólo eso. Los pezones de sus senos se levantaron como picos de montaña. Cerró la puerta. Se quitó la ropa, primero la sudadera y se contempló en el espejo del tocador de la recámara. Esa de enfrente era ella misma, pero de una manera en que no se había visto nunca antes. Se volteó para un lado, luego para el otro, recorriendo con su mirada ese cuerpo que ahora reconocía de diferente forma. Se quitó los pants, quedó en ropa interior, la que le compraba su mamá. Prendas no muy coquetas que digamos. Como no podía verse bien, se subió a la cama. No alcanzaba a contemplar su cuerpo completo frente al espejo. Vio sus piernas, fuertes, torneadas, de perfil contempló su caderas que habían crecido mucho últimamente. Eran redondas redondas. Las acarició, sintió bonito, según sus propias palabras. Poca cintura, pocos senos, pensó. Escuchó un ruido y rápidamente se vistió. Falsa alarma, no era nadie. No era en su casa. Vestida frente al espejo quedó absorta unos instantes. La experiencia la había transformado. Ya no era niña. El placer que sintió le había mostrado otras facetas de su ser. Sus ojos brillaban. Su rostro, aunque era el mismo, en ese momento se había transformado para siempre, había paladeado por primera vez unos atisbos de voluptuosidad y erotismo.

*

Glenda, la cuñada, era joven, tendría unos 19 o 20 años. A pesar de su aire amistoso y platicador, acostumbraba hablar mucho detrás de las personas. Padeció una educación sumamente rígida, en donde nunca pudo expresar sus pensamientos, menos hacer su voluntad. Por una noche que llegó tarde a casa, la echaron y tuvo que irse a la casa de su novio. Era hija de un policía y de una mujer humilde vecina de Santo Domingo. La cuarta de once hijos que vivían amontonados en una pocilga. Glenda se creía diferente y superior por quién sabe qué mecanismos de su mente. Quizá porque desde niña la humillaban mucho por ser baja de estatura y muy morena, sacó la casta.

Novia de Felipe, hermano de Norady. Los casaron días después de que ella se tuvo que ir a la casa de los papás de él. Pasado un tiempo resultó embarazada. El esposo bebía mucho. Los vecinos murmuraban que estaba frustrado porque aún no había pensado en casarse y tuvo que apechugar. Glenda fantaseaba que ella debió casarse de otra forma, con un muchacho alto, guapo, de carro, con dinero y la realidad era que había tenido que irse a vivir amontonada a una pobre casa de barrio, otra vez.

Regresaban a casa. Glenda platicaba con Santé, le pasaba revista. La charla era acerca de Norady, nada trascendente. Después hubo otros encuentros. Por ejemplo, en la azotea de la vecindad. Estaban lavando ropa y Glenda preguntaba y preguntaba. ¿Vas a la escuela, en qué año, en dónde? A él le convenía, porque invariablemente Glenda iría a contarle todo a Norady. Así que las respuestas eran matizadas con una carga afectiva que implicaba un mensaje secreto, oculto, según él, dirigida sólo a la amada. Ven a mí, acércate. En ese momento, Norady casualmente subió a la azotea, el pretexto fue cualquiera: subir ropa, dar de comer a los pollos, un recado para Glenda.

Santé volteaba disimuladamente, pero en realidad la había visto venir desde el momento en que el primer cabello de Norady apareció por el horizonte. Seguía con la plática y su tercer ojo le permitía seguirla paso a paso. Ese cuerpo sinuoso desplazándose en el espacio. Glenda observaba a Santé con atención, quería ver en dónde fijaba él la mirada. Norady permaneció un rato y luego bajó cuando su mamá la llamó. Glenda y Santé siguieron lave y lave ropa. Las preguntas siguieron. Los postes, cables, anuncios espectaculares, ladridos de perros, árboles y edificios, atestiguaban.

Un trece de mayo le llegó Santé a Norady. A la semana juntaron sus labios, y a las dos, ardían en deseos. Si se fijan bien, a los jóvenes les brilla la cara cuando arden. Ante las murallas prohibitivas que se levantaban por ser tan jóvenes, ellos siempre buscaban una salida.

Santé había probado la masturbación antes, Norady, nunca. Era un tema tabú. Para él fue un auténtico descubrimiento, la soledad y la apatía podían ser superadas en un instante. Nadie le habló de ello, lo descubrió en las señas que los mayores se hacían en la peluquería. En la secundaria la duda quedó disipada. Sus compañeros, más ladillas, eran tan expresivos que no le quedaron más dudas. Santé presintió algo raro en eso de las chaquetas, tuvo miedo, pero también tenía ganas de entrarle. Su cuerpo sentía un escozor extraño. Las canciones fresas ya no le bastaban.

Estaba tocando la guitarra un día en la azotea, solo, debajo del techo que estaba en los lavaderos. Ahí tuvo su primer encuentro con Manuela, la cinco dedos, la sastre, la que hacía favores a cambio de un pelo. Bastaba con asistir puntualmente a la cita: Palma 5, en el mero centro. Esto sucedió en una de esas tardes raras en que se puede estar verdaderamente solo, y de tanto, olvidarlo.

Santé pasaba la mano y sintió el calor. Jaló aire, se abrió el pantalón, estaba todo tenso a punto de reventar. Empezó a acariciarse y casi naturalmente los movimientos del cuerpo se fueron acoplando rítmicamente. Del sha-lalala de Rosenda, mi amor, de Juan Gabriel, había pasado a la respiración agitada por la voluptuosidad de la primera vez. Cuando ya le venía, caminó jalado por la cuerda de un astronauta, llegó al filo de la azotea y el semen brotó y voló por los aires en bombardeos con balas blancas apuntando al horizonte infinito del cual vinieron.

Cuando terminó unas carcajadas locas lo atacaron. Reía como un poseído, cayó al suelo y se quedó dormido sin darse cuenta, la bragueta abierta y la actitud de borrachera extrema sin alcohol, de placer. De un placer nuevo, extraño, desconocido, tardío incluso. Despertó rápido, y de pura suerte nadie había subido a la azotea. Sólo estaba la guitarra que por ahora, pasaba a ser su segunda amante.

Con Norady todas aquellas sensaciones le habían vuelto, y se le habían agudizado con las caricias a las piernas, más los besos rápidos, pero intensos, que se daban. El camino de auto aprendizaje de ambos seguía adelante.


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Ella no buscó ese momento, sino que todas las circunstancias coincidieron, incluso ese deseo súbito, apenas conocido. Se siguió acariciando. Metió las manos por entre los pants, por la sudadera, sentía rico, agradable, pero no sólo eso. Los pezones de sus senos se levantaron como picos de montaña. Cerró la puerta. Se quitó la ropa, primero la sudadera y se contempló en el espejo del tocador de la recámara. Esa de enfrente era ella misma, pero de una manera en que no se había visto nunca antes. Se volteó para un lado, luego para el otro, recorriendo con su mirada ese cuerpo que ahora reconocía de diferente forma. Se quitó los pants, quedó en ropa interior, la que le compraba su mamá. Prendas no muy coquetas que digamos. Como no podía verse bien, se subió a la cama. No alcanzaba a contemplar su cuerpo completo frente al espejo. Vio sus piernas, fuertes, torneadas, de perfil contempló su caderas que habían crecido mucho últimamente. Eran redondas redondas. Las acarició, sintió bonito, según sus propias palabras. Poca cintura, pocos senos, pensó. Escuchó un ruido y rápidamente se vistió. Falsa alarma, no era nadie. No era en su casa. Vestida frente al espejo quedó absorta unos instantes. La experiencia la había transformado. Ya no era niña. El placer que sintió le había mostrado otras facetas de su ser. Sus ojos brillaban. Su rostro, aunque era el mismo, en ese momento se había transformado para siempre, había paladeado por primera vez unos atisbos de voluptuosidad y erotismo.

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Glenda, la cuñada, era joven, tendría unos 19 o 20 años. A pesar de su aire amistoso y platicador, acostumbraba hablar mucho detrás de las personas. Padeció una educación sumamente rígida, en donde nunca pudo expresar sus pensamientos, menos hacer su voluntad. Por una noche que llegó tarde a casa, la echaron y tuvo que irse a la casa de su novio. Era hija de un policía y de una mujer humilde vecina de Santo Domingo. La cuarta de once hijos que vivían amontonados en una pocilga. Glenda se creía diferente y superior por quién sabe qué mecanismos de su mente. Quizá porque desde niña la humillaban mucho por ser baja de estatura y muy morena, sacó la casta.

Novia de Felipe, hermano de Norady. Los casaron días después de que ella se tuvo que ir a la casa de los papás de él. Pasado un tiempo resultó embarazada. El esposo bebía mucho. Los vecinos murmuraban que estaba frustrado porque aún no había pensado en casarse y tuvo que apechugar. Glenda fantaseaba que ella debió casarse de otra forma, con un muchacho alto, guapo, de carro, con dinero y la realidad era que había tenido que irse a vivir amontonada a una pobre casa de barrio, otra vez.

Regresaban a casa. Glenda platicaba con Santé, le pasaba revista. La charla era acerca de Norady, nada trascendente. Después hubo otros encuentros. Por ejemplo, en la azotea de la vecindad. Estaban lavando ropa y Glenda preguntaba y preguntaba. ¿Vas a la escuela, en qué año, en dónde? A él le convenía, porque invariablemente Glenda iría a contarle todo a Norady. Así que las respuestas eran matizadas con una carga afectiva que implicaba un mensaje secreto, oculto, según él, dirigida sólo a la amada. Ven a mí, acércate. En ese momento, Norady casualmente subió a la azotea, el pretexto fue cualquiera: subir ropa, dar de comer a los pollos, un recado para Glenda.

Santé volteaba disimuladamente, pero en realidad la había visto venir desde el momento en que el primer cabello de Norady apareció por el horizonte. Seguía con la plática y su tercer ojo le permitía seguirla paso a paso. Ese cuerpo sinuoso desplazándose en el espacio. Glenda observaba a Santé con atención, quería ver en dónde fijaba él la mirada. Norady permaneció un rato y luego bajó cuando su mamá la llamó. Glenda y Santé siguieron lave y lave ropa. Las preguntas siguieron. Los postes, cables, anuncios espectaculares, ladridos de perros, árboles y edificios, atestiguaban.

Un trece de mayo le llegó Santé a Norady. A la semana juntaron sus labios, y a las dos, ardían en deseos. Si se fijan bien, a los jóvenes les brilla la cara cuando arden. Ante las murallas prohibitivas que se levantaban por ser tan jóvenes, ellos siempre buscaban una salida.

Santé había probado la masturbación antes, Norady, nunca. Era un tema tabú. Para él fue un auténtico descubrimiento, la soledad y la apatía podían ser superadas en un instante. Nadie le habló de ello, lo descubrió en las señas que los mayores se hacían en la peluquería. En la secundaria la duda quedó disipada. Sus compañeros, más ladillas, eran tan expresivos que no le quedaron más dudas. Santé presintió algo raro en eso de las chaquetas, tuvo miedo, pero también tenía ganas de entrarle. Su cuerpo sentía un escozor extraño. Las canciones fresas ya no le bastaban.

Estaba tocando la guitarra un día en la azotea, solo, debajo del techo que estaba en los lavaderos. Ahí tuvo su primer encuentro con Manuela, la cinco dedos, la sastre, la que hacía favores a cambio de un pelo. Bastaba con asistir puntualmente a la cita: Palma 5, en el mero centro. Esto sucedió en una de esas tardes raras en que se puede estar verdaderamente solo, y de tanto, olvidarlo.

Santé pasaba la mano y sintió el calor. Jaló aire, se abrió el pantalón, estaba todo tenso a punto de reventar. Empezó a acariciarse y casi naturalmente los movimientos del cuerpo se fueron acoplando rítmicamente. Del sha-lalala de Rosenda, mi amor, de Juan Gabriel, había pasado a la respiración agitada por la voluptuosidad de la primera vez. Cuando ya le venía, caminó jalado por la cuerda de un astronauta, llegó al filo de la azotea y el semen brotó y voló por los aires en bombardeos con balas blancas apuntando al horizonte infinito del cual vinieron.

Cuando terminó unas carcajadas locas lo atacaron. Reía como un poseído, cayó al suelo y se quedó dormido sin darse cuenta, la bragueta abierta y la actitud de borrachera extrema sin alcohol, de placer. De un placer nuevo, extraño, desconocido, tardío incluso. Despertó rápido, y de pura suerte nadie había subido a la azotea. Sólo estaba la guitarra que por ahora, pasaba a ser su segunda amante.

Con Norady todas aquellas sensaciones le habían vuelto, y se le habían agudizado con las caricias a las piernas, más los besos rápidos, pero intensos, que se daban. El camino de auto aprendizaje de ambos seguía adelante.


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