/ jueves 19 de marzo de 2020

Premio mayor

Punto al que lo lea

Este cuento se lo dedico amorosamente a mi abuelo, Silvestre Frenk, un médico excepcional, hombre cultísimo y bondadoso, poseedor de una ética intachable que gustaba de hacer juegos de palabras originales e ingeniosos. Silvestre decidió emigrar a tierras ultraterrenas y alcanzar a mi amada abuela el pasado martes 3 de marzo. Alguna vez estuvo a punto de ganar la lotería…


¿Cómo leer el destino? ¿Cómo entender la vida en su absoluta complejidad? Imposible. Es por eso que juego a la lotería cada semana. Si el cosmos me sorprende un día con alguna jugada inesperada y premia mi perseverancia con un billete ganador, voy a reírme como un loco. Entenderé que se trata de un chiste y que la respuesta conducente será celebrar esa ocurrencia divertidísima que tuvo el destino. No creo que exista un plan metafísico. Yo creo que el destino improvisa y se la pasa lo mejor que puede. La eternidad debe ser estúpidamente aburrida y de vez en cuando se necesita imprimirle un poco de hilaridad al sinsentido de la existencia. Al premiar a un tipo cualquiera con unos cuantos millones de pesos, la entidad abstracta y probablemente inexistente a la que le conferimos atributos como la omnisciencia, o sea Dios, nos orilla a interpretar ese gesto fortuito. Los seres humanos tratamos de entender, de analizar, de justificar esta clase de deslices metafísicos en aras de concebir estructuras de pensamiento que nos sostengan a perpetuidad. Pero ninguna explicación racional, religiosa, mágica o profética ha sido lo suficientemente contundente como para convencer a la totalidad de las cabezas humanas que se aglomeran en el mundo. ¿En qué creer? En la risa. En esa sí es posible depositar todas nuestras expectativas: cualquier suceso puede convertirse en un chiste.

Afortunadamente mis pensamientos me acompañan durante la caminata que semanalmente emprendo hasta el expendio de lotería. Mientras lleve cargada la sesera de ideas y memorias, no me sentiré desprovisto de armas para sobrellevar la vida. El problema es que esas armas no van a servirme de nada en caso de que un barbaján trate de asaltarme. Debería concentrarme en el camino en lugar de entregarme a la molicie de la reflexión cotidiana. Mi mujer no se cansa de advertirme que si sigo separando las patas de la cabeza y dejo que mis piernas vayan por un camino y mis pensamientos por otro, quién sabe a dónde voy a ir a parar. Mi mujer. Mi hermosa mujer que está demasiado segura de que nada es seguro en este mundo, mucho menos la fidelidad masculina. Ella cree que la superioridad femenina radica en que las mujeres son capaces de hermanar el cuerpo y la mente. Tal vez por el instinto materno y la velocidad de reacción que requiere la crianza. Quién sabe. Es probable que ella tenga razón. Quizás los hombres somos más dados a extraviar nuestros pasos al dejar en libertad y sin correa las ideas.

Tal vez no gane nunca la lotería, pero no importa, disfruto abrir las puertas de mi consultorio día con día. No contabilizo las vidas que han estado en mis manos, eso sería ocioso y capitalistamente banal. Los niños llegan al consultorio y yo trato de leer en ellos la inscripción críptica de la enfermedad. Sí. Cada enfermedad habla un idioma particular y redacta su sentencia poco a poco sobre la carne, la sangre y los tejidos del cuerpo que ha elegido como materia prima para consumar su obra maestra. Cada enfermedad tiene su propio estilo de escritura, hay virus que son como los poetas prolíficos del renacimiento, no se detienen, avanzan febrilmente hasta ver su idea enteramente plasmada. Hay bacterias que, a la manera de un escritor ruso del siglo XIX, se demoran en exceso y van desgranando lenta y progresivamente cada detalle: la mirada vidriosa, los temblores ligeros, los enrojecimientos localizados, los dolores intermitentes pero incisivos. Leer los cuerpos. Eso es lo que hacemos los médicos. Descubrir el estilo que la enfermedad imprime en cada persona es una verdadera proeza intelectual. No hay nunca dos pacientes iguales. No hay dos novelas que sean idénticas.

Llego al expendio de la lotería. Sea como sea, mis piernas están bien entrenadas y alcanzan su destino a pesar del revuelo intelectual en el que me sumerjo cada vez que acometo un paseo rutinario. Saludo a la vendedora. Se ha establecido entre nosotros una complicidad gozosa. Ella se sabe de memoria mi número de la suerte. ¿Cómo fue que elegí esa cifra? ¿En qué momento decidí que esa combinación podía facilitarle al destino el que me convirtiera en blanco de sus burlas metafísicas? No lo recuerdo. Soy judío. El pensamiento cabalístico está de tal manera inoculado en mi vida que no tiene sentido oponer resistencia. Los números son elocuentes, aunque el que los cuente no les encuentre sentido explícito. La señora me tiende mi billete. En esta ocasión, una ráfaga de viento sopla precisamente en el momento en el que ciño entre mis dedos el trozo de papel impreso. Voy a ganar. Me lo repito sin querer. Voy a ganar. Esta es la buena. ¿Cómo lo sé? No lo sé. Pero lo percibo. Guardaré en mi fuero interno esta seguridad absurda. Soy un médico respetable. No puedo permitirme esta clase de futilidades irracionales. Pero voy a ganar. Más le vale a la ráfaga de viento cumplirme el vaticinio, si no para qué hace tanta alharaca. Ahora me cumples, destino. No te portes esquivo. No desperdicies tus indicios. No confundas a este humano que no suele interpretar el mundo como lo hacen los adivinos. Soy poco propenso a esa clase de lecturas proféticas. Las eludo como a la peste. Imagínate, destino, si un médico se dejara seducir por la suerte. Alguna vez, en Purarán, coloqué unas cajas negras cerca del río. Estaba cazando moscos para encontrar en sus falaces cuerpos trazas de paludismo. Las cajas se quedaron ahí. Olvidé deshacerme de ellas. Y los habitantes del pueblo, después de que terminé mis prácticas, atesoraron las cajas y empezaron a usarlas como remedio contra cualquier enfermedad. Las colocaban bajo las almohadas de los niños con fiebre y entre las manos de las parturientas. Cajas mágicas que sin intercesión de ningún hechicero se convirtieron en amuletos contra la muerte. Cajas negras de cartón que sirvieron como celdas para encerrar a esos insectos lujuriosos que catan la sangre de cualquiera que se les postre enfrente. Cuando regresé a Purarán, después de años, me enteré de que el negocio de las cajas negras se había vuelto bastante lucrativo para algunos mercachifles abusivos. Las originales cajas negras del doctor alemán, no se deje engañar, no compre imitaciones. Una cosa es confiar en ráfagas de viento propicias y una muy diferente es dejarse llevar por creencias retrógradas.

Además de comprar mi billete, decido revisar los resultados del sorteo anterior. Otra ráfaga de viento levanta la hoja descomunal en la que se enlistan miles de números diminutos. No sin dificultad, pues mi espalda no está en la mejor de las condiciones, me agacho para buscar el número. Mi número. No puedo creerlo. El billete que tengo en la mano, el que compré hoy, no será el ganador. Interpreté equivocadamente las señales del destino. El billete que compré la semana pasada es el que obtuvo un premio. Nunca antes había pasado. Trato de contener mi entusiasmo, no quiero perder la elegancia ni el porte que me caracteriza. La vendedora no se percata de que acaba de ocurrir un milagro. Gracias, destino. Espera. Te prometí que iba a celebrar tu chiste. Tengo que reírme. Está bien. Me río. Me río como un loco. Mi risa desconcierta ligeramente a la expendedora, acostumbrada a mi estoicismo. Me felicita. Adivina de inmediato que mi alegría está bien justificada.

Regreso al consultorio. Constato que no hay pacientes programados para la tarde. Perfecto. Puedo ir a cobrar el dinero. Podré usarlo para costear los gastos del viaje que en un par de semanas emprenderemos mi dama y yo. Cenaremos langosta en algún restaurante caro. Y pasearemos por las calles extranjeras engalanados con vestimentas pedantes. Nos sentiremos miembros de la alta sociedad. De la alta saciedad. No nos restringiremos. Sonreiremos como si todos los problemas del mundo se hubieran resuelto. Como si yo estuviera próximo a hacer un descubrimiento tan grande como el que hizo Pasteur. Sólo unos cuantos días de despilfarro. Lo prometo. Y después regresaré a mis morigeradas costumbres. No me dejaré seducir por el relumbrón áureo del dinero. No lo he hecho nunca. No lo haré. Estos ojazos azules no se destemplarán por el brillo mentiroso de los bienes materiales. La fiebre del oro no me trastornará. Fue la fiebre del loro la que alguna vez me sacudió profundamente. Tenía fiebre y hablaba como loro, imparable e ininteligiblemente. Cuando contraje paludismo. Cómo olvidarlo. Pero no divaguemos.

Abro la puerta de mi fiel vehículo y, con un orgullo digno de la nobleza austrohúngara, me aposento en el lugar del conductor. Extiendo los brazos larguísimos y prenso el volante con seguridad. Me siento como el personaje de alguna historia emocionante. Aunque mi entusiasmo le sea completamente indiferente a todos los conductores que comparten conmigo las calles de esta ciudad, la historia del mundo no puede ser completamente indiferente a este suceso. Aunque este día no aparezca compendiado en ningún libro ni vaya a instituirse una fiesta nacional que conmemore el día en que gané un premio de la lotería, el matiz peculiar que mi alegría le confiere a este instante que de otro modo sería aburrido e intrascendente se inscribe sin duda en el “compendio de extrañezas ocurridas a personas comunes”. Aunque no soy un tipo tan común. Mucho menos tan corriente. Pero hoy soy menos común y corriente que lo común y corriente que puedo llegar a ser a veces.

Llego a las oficinas de cobranza de la lotería. Siempre he sabido donde están. Por si las dudas, indagué el domicilio desde hace años. Hay un grupo de borrachos que, trepados en una camioneta celebran algo. Siento cierto recelo, me hubiera gustado ser el único que tuviera algo qué celebrar el día de hoy, pero somos muchos en el mundo. Los borrachos gritan y se ríen estruendosamente. Su vehículo está varado frente al reducido estacionamiento de la lotería. Maniobro con habilidad. Ojalá mi mujer estuviera viendo esto. Siempre critica mi impericia como conductor. Me estaciono divina, envidiablemente. Entro a la oficina y cobro en un santiamén el dinero. Los borrachos siguen festejando. Es increíble, pero tan solo en cinco minutos el nivel de alcohol acumulado en su sangre parece haber aumentado exponencialmente: vociferan con la energía de una cantante gorda al momento de interpretar a una Valkiria. Hay algo salvaje en Wagner, sin duda. Estoy de nuevo frente al volante, llegó el momento de manejar a casa y darle la noticia a mi damisela. Llegaré agitando el cúmulo de billetes. Encenderé un puro con uno de ellos. Ese es un gesto de rico que siempre he querido emular.

Bien. Con cuidado. Hay un poste y un hatijo de ebrios que gritan como Valkirias. Cuidado. Cuidado. Un ruido repentino, atronador, violento retumba. Sonido atronador y crujido se fusionan. El fuselaje de mi pobre vehículo se incrusta en el poste. ¿Cómo ocurrió esto? ¿En qué momento el cosmos decidió mejorar el chiste que ya había contado? ¿Quiere el destino que me ría más de la cuenta? Me bajo para revisar el daño y los festejantes se civilizan de golpe. Me ofrecen ayuda con moderación y elegancia. Tres hombrones logran desprender el trasero metálico del poste. Sin ninguna muestra de tristeza y comportándome a la altura de un caballero, reviso el daño que infligí a mi vehículo. No es necesario dedicarse al arte de enderezar armatostes como para calcular el costo de la reparación: $8,000. Sumerjo la mano en el bolsillo y sustraigo la cantidad que una señorita con cara de perro ensimismado me entregó minutos antes dentro de las resplandecientes oficinas de la lotería. $8,000. Qué tino cabalístico. Qué inmejorable broma del destino.

Este cuento se lo dedico amorosamente a mi abuelo, Silvestre Frenk, un médico excepcional, hombre cultísimo y bondadoso, poseedor de una ética intachable que gustaba de hacer juegos de palabras originales e ingeniosos. Silvestre decidió emigrar a tierras ultraterrenas y alcanzar a mi amada abuela el pasado martes 3 de marzo. Alguna vez estuvo a punto de ganar la lotería…


¿Cómo leer el destino? ¿Cómo entender la vida en su absoluta complejidad? Imposible. Es por eso que juego a la lotería cada semana. Si el cosmos me sorprende un día con alguna jugada inesperada y premia mi perseverancia con un billete ganador, voy a reírme como un loco. Entenderé que se trata de un chiste y que la respuesta conducente será celebrar esa ocurrencia divertidísima que tuvo el destino. No creo que exista un plan metafísico. Yo creo que el destino improvisa y se la pasa lo mejor que puede. La eternidad debe ser estúpidamente aburrida y de vez en cuando se necesita imprimirle un poco de hilaridad al sinsentido de la existencia. Al premiar a un tipo cualquiera con unos cuantos millones de pesos, la entidad abstracta y probablemente inexistente a la que le conferimos atributos como la omnisciencia, o sea Dios, nos orilla a interpretar ese gesto fortuito. Los seres humanos tratamos de entender, de analizar, de justificar esta clase de deslices metafísicos en aras de concebir estructuras de pensamiento que nos sostengan a perpetuidad. Pero ninguna explicación racional, religiosa, mágica o profética ha sido lo suficientemente contundente como para convencer a la totalidad de las cabezas humanas que se aglomeran en el mundo. ¿En qué creer? En la risa. En esa sí es posible depositar todas nuestras expectativas: cualquier suceso puede convertirse en un chiste.

Afortunadamente mis pensamientos me acompañan durante la caminata que semanalmente emprendo hasta el expendio de lotería. Mientras lleve cargada la sesera de ideas y memorias, no me sentiré desprovisto de armas para sobrellevar la vida. El problema es que esas armas no van a servirme de nada en caso de que un barbaján trate de asaltarme. Debería concentrarme en el camino en lugar de entregarme a la molicie de la reflexión cotidiana. Mi mujer no se cansa de advertirme que si sigo separando las patas de la cabeza y dejo que mis piernas vayan por un camino y mis pensamientos por otro, quién sabe a dónde voy a ir a parar. Mi mujer. Mi hermosa mujer que está demasiado segura de que nada es seguro en este mundo, mucho menos la fidelidad masculina. Ella cree que la superioridad femenina radica en que las mujeres son capaces de hermanar el cuerpo y la mente. Tal vez por el instinto materno y la velocidad de reacción que requiere la crianza. Quién sabe. Es probable que ella tenga razón. Quizás los hombres somos más dados a extraviar nuestros pasos al dejar en libertad y sin correa las ideas.

Tal vez no gane nunca la lotería, pero no importa, disfruto abrir las puertas de mi consultorio día con día. No contabilizo las vidas que han estado en mis manos, eso sería ocioso y capitalistamente banal. Los niños llegan al consultorio y yo trato de leer en ellos la inscripción críptica de la enfermedad. Sí. Cada enfermedad habla un idioma particular y redacta su sentencia poco a poco sobre la carne, la sangre y los tejidos del cuerpo que ha elegido como materia prima para consumar su obra maestra. Cada enfermedad tiene su propio estilo de escritura, hay virus que son como los poetas prolíficos del renacimiento, no se detienen, avanzan febrilmente hasta ver su idea enteramente plasmada. Hay bacterias que, a la manera de un escritor ruso del siglo XIX, se demoran en exceso y van desgranando lenta y progresivamente cada detalle: la mirada vidriosa, los temblores ligeros, los enrojecimientos localizados, los dolores intermitentes pero incisivos. Leer los cuerpos. Eso es lo que hacemos los médicos. Descubrir el estilo que la enfermedad imprime en cada persona es una verdadera proeza intelectual. No hay nunca dos pacientes iguales. No hay dos novelas que sean idénticas.

Llego al expendio de la lotería. Sea como sea, mis piernas están bien entrenadas y alcanzan su destino a pesar del revuelo intelectual en el que me sumerjo cada vez que acometo un paseo rutinario. Saludo a la vendedora. Se ha establecido entre nosotros una complicidad gozosa. Ella se sabe de memoria mi número de la suerte. ¿Cómo fue que elegí esa cifra? ¿En qué momento decidí que esa combinación podía facilitarle al destino el que me convirtiera en blanco de sus burlas metafísicas? No lo recuerdo. Soy judío. El pensamiento cabalístico está de tal manera inoculado en mi vida que no tiene sentido oponer resistencia. Los números son elocuentes, aunque el que los cuente no les encuentre sentido explícito. La señora me tiende mi billete. En esta ocasión, una ráfaga de viento sopla precisamente en el momento en el que ciño entre mis dedos el trozo de papel impreso. Voy a ganar. Me lo repito sin querer. Voy a ganar. Esta es la buena. ¿Cómo lo sé? No lo sé. Pero lo percibo. Guardaré en mi fuero interno esta seguridad absurda. Soy un médico respetable. No puedo permitirme esta clase de futilidades irracionales. Pero voy a ganar. Más le vale a la ráfaga de viento cumplirme el vaticinio, si no para qué hace tanta alharaca. Ahora me cumples, destino. No te portes esquivo. No desperdicies tus indicios. No confundas a este humano que no suele interpretar el mundo como lo hacen los adivinos. Soy poco propenso a esa clase de lecturas proféticas. Las eludo como a la peste. Imagínate, destino, si un médico se dejara seducir por la suerte. Alguna vez, en Purarán, coloqué unas cajas negras cerca del río. Estaba cazando moscos para encontrar en sus falaces cuerpos trazas de paludismo. Las cajas se quedaron ahí. Olvidé deshacerme de ellas. Y los habitantes del pueblo, después de que terminé mis prácticas, atesoraron las cajas y empezaron a usarlas como remedio contra cualquier enfermedad. Las colocaban bajo las almohadas de los niños con fiebre y entre las manos de las parturientas. Cajas mágicas que sin intercesión de ningún hechicero se convirtieron en amuletos contra la muerte. Cajas negras de cartón que sirvieron como celdas para encerrar a esos insectos lujuriosos que catan la sangre de cualquiera que se les postre enfrente. Cuando regresé a Purarán, después de años, me enteré de que el negocio de las cajas negras se había vuelto bastante lucrativo para algunos mercachifles abusivos. Las originales cajas negras del doctor alemán, no se deje engañar, no compre imitaciones. Una cosa es confiar en ráfagas de viento propicias y una muy diferente es dejarse llevar por creencias retrógradas.

Además de comprar mi billete, decido revisar los resultados del sorteo anterior. Otra ráfaga de viento levanta la hoja descomunal en la que se enlistan miles de números diminutos. No sin dificultad, pues mi espalda no está en la mejor de las condiciones, me agacho para buscar el número. Mi número. No puedo creerlo. El billete que tengo en la mano, el que compré hoy, no será el ganador. Interpreté equivocadamente las señales del destino. El billete que compré la semana pasada es el que obtuvo un premio. Nunca antes había pasado. Trato de contener mi entusiasmo, no quiero perder la elegancia ni el porte que me caracteriza. La vendedora no se percata de que acaba de ocurrir un milagro. Gracias, destino. Espera. Te prometí que iba a celebrar tu chiste. Tengo que reírme. Está bien. Me río. Me río como un loco. Mi risa desconcierta ligeramente a la expendedora, acostumbrada a mi estoicismo. Me felicita. Adivina de inmediato que mi alegría está bien justificada.

Regreso al consultorio. Constato que no hay pacientes programados para la tarde. Perfecto. Puedo ir a cobrar el dinero. Podré usarlo para costear los gastos del viaje que en un par de semanas emprenderemos mi dama y yo. Cenaremos langosta en algún restaurante caro. Y pasearemos por las calles extranjeras engalanados con vestimentas pedantes. Nos sentiremos miembros de la alta sociedad. De la alta saciedad. No nos restringiremos. Sonreiremos como si todos los problemas del mundo se hubieran resuelto. Como si yo estuviera próximo a hacer un descubrimiento tan grande como el que hizo Pasteur. Sólo unos cuantos días de despilfarro. Lo prometo. Y después regresaré a mis morigeradas costumbres. No me dejaré seducir por el relumbrón áureo del dinero. No lo he hecho nunca. No lo haré. Estos ojazos azules no se destemplarán por el brillo mentiroso de los bienes materiales. La fiebre del oro no me trastornará. Fue la fiebre del loro la que alguna vez me sacudió profundamente. Tenía fiebre y hablaba como loro, imparable e ininteligiblemente. Cuando contraje paludismo. Cómo olvidarlo. Pero no divaguemos.

Abro la puerta de mi fiel vehículo y, con un orgullo digno de la nobleza austrohúngara, me aposento en el lugar del conductor. Extiendo los brazos larguísimos y prenso el volante con seguridad. Me siento como el personaje de alguna historia emocionante. Aunque mi entusiasmo le sea completamente indiferente a todos los conductores que comparten conmigo las calles de esta ciudad, la historia del mundo no puede ser completamente indiferente a este suceso. Aunque este día no aparezca compendiado en ningún libro ni vaya a instituirse una fiesta nacional que conmemore el día en que gané un premio de la lotería, el matiz peculiar que mi alegría le confiere a este instante que de otro modo sería aburrido e intrascendente se inscribe sin duda en el “compendio de extrañezas ocurridas a personas comunes”. Aunque no soy un tipo tan común. Mucho menos tan corriente. Pero hoy soy menos común y corriente que lo común y corriente que puedo llegar a ser a veces.

Llego a las oficinas de cobranza de la lotería. Siempre he sabido donde están. Por si las dudas, indagué el domicilio desde hace años. Hay un grupo de borrachos que, trepados en una camioneta celebran algo. Siento cierto recelo, me hubiera gustado ser el único que tuviera algo qué celebrar el día de hoy, pero somos muchos en el mundo. Los borrachos gritan y se ríen estruendosamente. Su vehículo está varado frente al reducido estacionamiento de la lotería. Maniobro con habilidad. Ojalá mi mujer estuviera viendo esto. Siempre critica mi impericia como conductor. Me estaciono divina, envidiablemente. Entro a la oficina y cobro en un santiamén el dinero. Los borrachos siguen festejando. Es increíble, pero tan solo en cinco minutos el nivel de alcohol acumulado en su sangre parece haber aumentado exponencialmente: vociferan con la energía de una cantante gorda al momento de interpretar a una Valkiria. Hay algo salvaje en Wagner, sin duda. Estoy de nuevo frente al volante, llegó el momento de manejar a casa y darle la noticia a mi damisela. Llegaré agitando el cúmulo de billetes. Encenderé un puro con uno de ellos. Ese es un gesto de rico que siempre he querido emular.

Bien. Con cuidado. Hay un poste y un hatijo de ebrios que gritan como Valkirias. Cuidado. Cuidado. Un ruido repentino, atronador, violento retumba. Sonido atronador y crujido se fusionan. El fuselaje de mi pobre vehículo se incrusta en el poste. ¿Cómo ocurrió esto? ¿En qué momento el cosmos decidió mejorar el chiste que ya había contado? ¿Quiere el destino que me ría más de la cuenta? Me bajo para revisar el daño y los festejantes se civilizan de golpe. Me ofrecen ayuda con moderación y elegancia. Tres hombrones logran desprender el trasero metálico del poste. Sin ninguna muestra de tristeza y comportándome a la altura de un caballero, reviso el daño que infligí a mi vehículo. No es necesario dedicarse al arte de enderezar armatostes como para calcular el costo de la reparación: $8,000. Sumerjo la mano en el bolsillo y sustraigo la cantidad que una señorita con cara de perro ensimismado me entregó minutos antes dentro de las resplandecientes oficinas de la lotería. $8,000. Qué tino cabalístico. Qué inmejorable broma del destino.

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