/ jueves 5 de marzo de 2020

Ser hijos de Dios: entre la divinidad y el regreso a la divinidad

Literatura y filosofía

Ser hijos de Dios consiste no en serlo en un sentido —digamos— material—, como en el caso de los judíos, que nacen judíos y se mueren judíos, sino en serlo por las acciones concretas que se hagan, obteniendo, con ello, la posibilidad de ser realmente sus hijos. Ahora bien, no hay que soslayar que Jesús hace referencia a los judíos, aunque de manera implícita, cuando refiere los Diez Mandamientos. La diferencia es su afirmación: “el que ama al prójimo ha cumplido con la Ley” (Rm 13,8). Esto nos dice —de entrada— dos cosas: 1) que Jesús reconoce la Ley judía, por antonomasia lo que Dios les dijo a los judíos, su pueblo; y 2) que ya están en otros tiempos (aunque no lo diga de esa manera), por lo que aunque se mantienen los Dios Mandamientos, ahora hay una nueva forma de observarlos: a través de Jesús. Al respecto recuérdese que Él es la «plenitud de los tiempos». En ese sentido, si se quiere seguir con la Ley, basta con amar al prójimo como a uno mismo. De lo cual se colige que no se va a hacer daño a uno mismo, por lo que tampoco deberá hacerle daño a otras personas (nuestros prójimos).

Por otra parte, este estar cumpliendo la Ley tiene un propósito: hacer la voluntad de Yahvé (en la Antigua Alianza), pero ahora —con Jesús predicando— la Ley implica ser hijos de Dios. Así, Dios ya no es sólo Dios, sino también Padre. Somos sus hijos y, como tales, hay que seguir sus palabras, sus enseñanzas, sus correcciones, sus indicaciones, pues todo ello es por nuestro propio bien.

Ahora bien, si hacemos lo que Jesús nos dice, nos alejamos de las tinieblas y nos revestimos de luz (Rm 13, 12), con lo cual nos acercamos a nuestro origen: la intención con la que Dios nos creó, a imagen y semejanza suya. Y es que este “Hagamos…” en nosotros significa: fuimos creados a imagen de Cristo mismo. Por eso Él es la Luz; es así que, al revestirnos de Él, nos revestimos de nuestro propio origen.

En suma: ser hijos de Dios es ser hijos por las acciones, no por una descendencia material o histórica, como la de los judíos. Ser sus hijos implica que aceptemos al Padre, así como el Padre nos ha reconocido como hijos suyos. No hacerlo implica —por otro lado— no sólo ser desobedientes o soberbios, sino también —y no en menor sentido— condenarnos a no poder regresar a nuestro prístino origen.

Ahora bien, en Jn 13, 34 Jesús dice: “Os doy un mandamiento nuevo: / que os améis los unos a los otros. / Que, como yo os he amado, / así os améis también vosotros los unos a los otros”. Esto viene a reforzar la idea de amarnos los unos a los otros; sin embargo, la mirada es diferente. En Rm se afirma que basta con amar al prójimo. En el Evangelio de Jn, en cambio, dice hay que amarlo pero con la medida que Jesús nos enseñó; es decir, amar al prójimo como Jesús nos amó a cada uno de nosotros. En el primer caso, podría decirse, en ese sentido, que la medida es el mismo hombre (amar al prójimo como a uno mismo), en el segundo, en cambio, la medida es el propio Jesús: amarnos como Él nos amó.

Para terminar estas reflexiones, me parece que lo que hay que observar con mayor atención es el hecho de que ser hijos de Dios significa serlos en un sentido de acción: ser-siendo. Dicho de otra manera: desde un verbo activo («ser» que implica un «hacer» de continuo), no desde uno pasivo («recibir»), como es el caso de los judíos, que no necesitaron hacer nada para haber sido escogidos por Yahvé para ser su pueblo elegido.

Así, ser hijo de Dios (desde un razonamiento apofático) significa —precisamente— estar siendo hijos de Dios.

Fuente: Biblia de Jerusalén en letra grande (2013). Bilbao: Desclée De Brouwer.

Ser hijos de Dios consiste no en serlo en un sentido —digamos— material—, como en el caso de los judíos, que nacen judíos y se mueren judíos, sino en serlo por las acciones concretas que se hagan, obteniendo, con ello, la posibilidad de ser realmente sus hijos. Ahora bien, no hay que soslayar que Jesús hace referencia a los judíos, aunque de manera implícita, cuando refiere los Diez Mandamientos. La diferencia es su afirmación: “el que ama al prójimo ha cumplido con la Ley” (Rm 13,8). Esto nos dice —de entrada— dos cosas: 1) que Jesús reconoce la Ley judía, por antonomasia lo que Dios les dijo a los judíos, su pueblo; y 2) que ya están en otros tiempos (aunque no lo diga de esa manera), por lo que aunque se mantienen los Dios Mandamientos, ahora hay una nueva forma de observarlos: a través de Jesús. Al respecto recuérdese que Él es la «plenitud de los tiempos». En ese sentido, si se quiere seguir con la Ley, basta con amar al prójimo como a uno mismo. De lo cual se colige que no se va a hacer daño a uno mismo, por lo que tampoco deberá hacerle daño a otras personas (nuestros prójimos).

Por otra parte, este estar cumpliendo la Ley tiene un propósito: hacer la voluntad de Yahvé (en la Antigua Alianza), pero ahora —con Jesús predicando— la Ley implica ser hijos de Dios. Así, Dios ya no es sólo Dios, sino también Padre. Somos sus hijos y, como tales, hay que seguir sus palabras, sus enseñanzas, sus correcciones, sus indicaciones, pues todo ello es por nuestro propio bien.

Ahora bien, si hacemos lo que Jesús nos dice, nos alejamos de las tinieblas y nos revestimos de luz (Rm 13, 12), con lo cual nos acercamos a nuestro origen: la intención con la que Dios nos creó, a imagen y semejanza suya. Y es que este “Hagamos…” en nosotros significa: fuimos creados a imagen de Cristo mismo. Por eso Él es la Luz; es así que, al revestirnos de Él, nos revestimos de nuestro propio origen.

En suma: ser hijos de Dios es ser hijos por las acciones, no por una descendencia material o histórica, como la de los judíos. Ser sus hijos implica que aceptemos al Padre, así como el Padre nos ha reconocido como hijos suyos. No hacerlo implica —por otro lado— no sólo ser desobedientes o soberbios, sino también —y no en menor sentido— condenarnos a no poder regresar a nuestro prístino origen.

Ahora bien, en Jn 13, 34 Jesús dice: “Os doy un mandamiento nuevo: / que os améis los unos a los otros. / Que, como yo os he amado, / así os améis también vosotros los unos a los otros”. Esto viene a reforzar la idea de amarnos los unos a los otros; sin embargo, la mirada es diferente. En Rm se afirma que basta con amar al prójimo. En el Evangelio de Jn, en cambio, dice hay que amarlo pero con la medida que Jesús nos enseñó; es decir, amar al prójimo como Jesús nos amó a cada uno de nosotros. En el primer caso, podría decirse, en ese sentido, que la medida es el mismo hombre (amar al prójimo como a uno mismo), en el segundo, en cambio, la medida es el propio Jesús: amarnos como Él nos amó.

Para terminar estas reflexiones, me parece que lo que hay que observar con mayor atención es el hecho de que ser hijos de Dios significa serlos en un sentido de acción: ser-siendo. Dicho de otra manera: desde un verbo activo («ser» que implica un «hacer» de continuo), no desde uno pasivo («recibir»), como es el caso de los judíos, que no necesitaron hacer nada para haber sido escogidos por Yahvé para ser su pueblo elegido.

Así, ser hijo de Dios (desde un razonamiento apofático) significa —precisamente— estar siendo hijos de Dios.

Fuente: Biblia de Jerusalén en letra grande (2013). Bilbao: Desclée De Brouwer.

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