/ viernes 24 de diciembre de 2021

La contemplación

Tinta para un Atabal

Es seguro que si eres público asiduo del teatro en más de una ocasión te has encontrado en funciones donde no hay más de diez espectadores. Si por el contrario, no eres público recurrente o nunca has acudido al teatro, cabría indagar en el por qué. La realidad es que esta expresión del arte no es para las masas; sin embargo, también es cierto que la labor que tienen que hacer las y los artistas y gestores para despertar el interés de una población y llenar una sala de cincuenta o doscientas personas es ardua.

Los motivos de este conflicto son varios, aunque sin duda tienen su origen en la modernidad como época de transformaciones radicales en la dinámica de vida. El desarrollo industrial y tecnológico generó y sigue generando cambios en la manera de relacionarnos con nuestro entorno y, por lo tanto, en lo que consumimos. Las máquinas, que de principio ganaron terreno en áreas productivas, hoy son parte de la vida cotidiana reduciendo la necesidad y la costumbre del encuentro humano, incluso el cine ha visto mermado su mercado con la posibilidad que las plataformas digitales han abierto al público para disfrutar de las películas desde la comodidad y la intimidad del hogar; el ritmo de vida se ha acelerado dejando poco espacio para la pausa y la contemplación, de ahí el éxito rotundo de las series cuya duración por capítulo es de cuarenta y cinco minutos aproximadamente y más recientemente de las miniseries que en diez o quince capítulos desarrollan una historia.

Ante esta realidad, el teatro ha buscado muchas maneras de reinventarse para dialogar con el público de su tiempo y contexto, para responder a las necesidades discursivas del momento y a las necesidades expresivas de la sociedad a la que representan.

Si nos remitimos a la historia, encontramos en la Antigua Grecia un teatro que representaba los mitos protagonizados por las deidades en las que creían, asimismo en la Edad Media se escenificaban pasajes bíblicos que tanto en Europa como en América sirvieron para evangelizar al pueblo. Alrededor del siglo XV la corte impulsó la producción teatral como un medio de entretenimiento exclusivo de la burguesía, pero a la par se desarrollaron expresiones de y para el pueblo como lo fue la Comedia del Arte. Ya entrada la modernidad, las propuestas y los públicos se diversificaron, las artes se convirtieron en un espacio de denuncia para problemáticas sociales como las guerras que no solo fueron tema de muchas propuestas sino un detonante importante de estilos y movimientos en todas las áreas del desarrollo humano. A continuación, un ejemplo a partir de dos personajes del mundo del teatro: Bertold Brecht y Antonin Artaud.

Brecht fue un dramaturgo alemán que desarrolló teoría para el terreno del teatro como lo fue la de Teatro Épico llevada a la práctica por él mismo y seguida por muchos directores hasta la época contemporánea. Esta forma de hacer teatro propone la distancia emocional del espectador en aras de privilegiar la reflexión y resolución de las problemáticas representadas en la obra. En contraposición al teatro de la época, el teatro épico estaba dirigido a la clase proletaria en el interés de que tomaran conciencia de sus problemáticas y vislumbran posibles soluciones.

Desde otra geografía, Antonin Artaud propuso el Teatro de la Crueldad que arrebató al texto su lugar privilegiado para otorgarle atención al cuerpo, a la música, a las luces con la intención de transgredir el cuerpo del espectador y encontrar un punto medio entre éste y su pensamiento. Buscaba conectar con espacios distintos al de la realidad, buscaba conectar con el inconsciente.

Ambas propuestas, desde posiciones distintas, buscaban arrancar al espectador de la comodidad de su butaca para hacerlo parte activa de la escena, Brecht a través de la resolución de conflictos puestos en manos del público y Artaud parafraseando a Jacques Ranciere, arrastrar al espectador al círculo mágico de la acción teatral poseído por sus energías vitales integrales.

Ranciere es un filósofo francés contemporáneo que en 2008 escribió El espectador emancipado, una obra en la que reflexiona sobre la posición del espectador a quién, desde el teatro de autores como los que referí arriba, se le empujó a ser un elemento activo cuando en realidad, desde su punto de vista, ya lo es desde que se dispone a ver, ejercicio en el que deber permitírsele fluir liberándolo de otro tipo de coparticipación con la escena.

Considero que lo interesante de la diversidad de perspectivas es la realidad a la que responden. En el caso de las propuestas de Brecht y Artaud emergieron de un contexto social que no podía admitir más la pasividad del pueblo pues era aquella la que los había hundido en la catástrofe de la que fueron testigos o incluso partícipes, el teatro, por lo tanto, como un espejo de la realidad buscó contraponerse a esa postura social haciendo al público coautor y parte de la representación.

En la etapa contemporánea, la multiplicidad de propuestas estéticas hace difícil determinar una postura social o política común desde el arte y es que, en efecto, no la hay. Se monta lo mismo Shakespeare que Brecht o Harold Pinter, dramaturgia que narraturgia y esto en infinidad de estilos, ya no hay un Estilo, con mayúscula, que defina a la época, depende del discurso y los intereses de cada directora o director y su equipo creativo que se definen los aspectos de cada puesta en escena.

Vivimos en una sociedad de intereses individualizados en donde los movimientos masivos revolucionarios no existen y pretender, como lo hizo en su momento Brecht, impulsar la participación del pueblo es utópico en un mundo regido por la dinámica del capitalismo voraz cuyos valores se distancian mucho de aquellos que posibilitarían un despertar social. Sin embargo, en conciencia de nuestra forma de organización actual quizá conviene no remar contracorriente sino generar espacios de resistencia individuales que puedan resonar en el colectivo, ¿cómo hacer esto?

En acuerdo con Ranciere para quién el acto de observar de la espectadora o espectador es un hecho activo, de participación, pues involucra un análisis consciente o inconsciente, creo que además el acto de observar es un ejercicio de resistencia ante la dinámica del sistema regida por la producción imparable que desemboca en un ritmo de vida híper acelerado. Acudir al teatro implica, quiérase o no, sumergirse en un ejercicio colectivo de contemplación que no admite interrupciones; se contempla no solo lo que ocurre ante nuestra mirada sino ante nuestros sentidos en juego, la respiración de la compañera o compañero de butaca, sus risas y sollozos, el olor que emana del escenario, la música. A reserva de los recursos de la escena, el mundo virtual se queda afuera para conectarnos con lo tangible, los celulares permanecen en los bolsillos (idealmente) y entonces estamos ahí sin la posibilidad de deslizar nuestro dedo como en la pantalla táctil para cambiar de imagen en un ciclo desenfrenado que solo se detiene en aquello que gusta (por unos segundos) para luego seguir con el scrolling.

Sumergidos en la reflexión resulta totalmente entendible la resistencia para acudir al teatro; ¿por qué elegir abismarse en la oscuridad de una sala en donde no sabes qué va a pasar -y no puedes elegirlo-, rodeada de extrañas y extraños dejando el tiempo pasar? ¿y pagar por ello? El dilema parece inútil pero también seductora la posibilidad de cambiar la resistencia por resistir, resistir a la propia enajenación, a la propia desconexión y automatización para, desde la comodidad de una butaca, ponerle pausa al mundo, viajar, conocer y conocerse, estar. No se por qué, pero yo sí elijo el teatro.


Es seguro que si eres público asiduo del teatro en más de una ocasión te has encontrado en funciones donde no hay más de diez espectadores. Si por el contrario, no eres público recurrente o nunca has acudido al teatro, cabría indagar en el por qué. La realidad es que esta expresión del arte no es para las masas; sin embargo, también es cierto que la labor que tienen que hacer las y los artistas y gestores para despertar el interés de una población y llenar una sala de cincuenta o doscientas personas es ardua.

Los motivos de este conflicto son varios, aunque sin duda tienen su origen en la modernidad como época de transformaciones radicales en la dinámica de vida. El desarrollo industrial y tecnológico generó y sigue generando cambios en la manera de relacionarnos con nuestro entorno y, por lo tanto, en lo que consumimos. Las máquinas, que de principio ganaron terreno en áreas productivas, hoy son parte de la vida cotidiana reduciendo la necesidad y la costumbre del encuentro humano, incluso el cine ha visto mermado su mercado con la posibilidad que las plataformas digitales han abierto al público para disfrutar de las películas desde la comodidad y la intimidad del hogar; el ritmo de vida se ha acelerado dejando poco espacio para la pausa y la contemplación, de ahí el éxito rotundo de las series cuya duración por capítulo es de cuarenta y cinco minutos aproximadamente y más recientemente de las miniseries que en diez o quince capítulos desarrollan una historia.

Ante esta realidad, el teatro ha buscado muchas maneras de reinventarse para dialogar con el público de su tiempo y contexto, para responder a las necesidades discursivas del momento y a las necesidades expresivas de la sociedad a la que representan.

Si nos remitimos a la historia, encontramos en la Antigua Grecia un teatro que representaba los mitos protagonizados por las deidades en las que creían, asimismo en la Edad Media se escenificaban pasajes bíblicos que tanto en Europa como en América sirvieron para evangelizar al pueblo. Alrededor del siglo XV la corte impulsó la producción teatral como un medio de entretenimiento exclusivo de la burguesía, pero a la par se desarrollaron expresiones de y para el pueblo como lo fue la Comedia del Arte. Ya entrada la modernidad, las propuestas y los públicos se diversificaron, las artes se convirtieron en un espacio de denuncia para problemáticas sociales como las guerras que no solo fueron tema de muchas propuestas sino un detonante importante de estilos y movimientos en todas las áreas del desarrollo humano. A continuación, un ejemplo a partir de dos personajes del mundo del teatro: Bertold Brecht y Antonin Artaud.

Brecht fue un dramaturgo alemán que desarrolló teoría para el terreno del teatro como lo fue la de Teatro Épico llevada a la práctica por él mismo y seguida por muchos directores hasta la época contemporánea. Esta forma de hacer teatro propone la distancia emocional del espectador en aras de privilegiar la reflexión y resolución de las problemáticas representadas en la obra. En contraposición al teatro de la época, el teatro épico estaba dirigido a la clase proletaria en el interés de que tomaran conciencia de sus problemáticas y vislumbran posibles soluciones.

Desde otra geografía, Antonin Artaud propuso el Teatro de la Crueldad que arrebató al texto su lugar privilegiado para otorgarle atención al cuerpo, a la música, a las luces con la intención de transgredir el cuerpo del espectador y encontrar un punto medio entre éste y su pensamiento. Buscaba conectar con espacios distintos al de la realidad, buscaba conectar con el inconsciente.

Ambas propuestas, desde posiciones distintas, buscaban arrancar al espectador de la comodidad de su butaca para hacerlo parte activa de la escena, Brecht a través de la resolución de conflictos puestos en manos del público y Artaud parafraseando a Jacques Ranciere, arrastrar al espectador al círculo mágico de la acción teatral poseído por sus energías vitales integrales.

Ranciere es un filósofo francés contemporáneo que en 2008 escribió El espectador emancipado, una obra en la que reflexiona sobre la posición del espectador a quién, desde el teatro de autores como los que referí arriba, se le empujó a ser un elemento activo cuando en realidad, desde su punto de vista, ya lo es desde que se dispone a ver, ejercicio en el que deber permitírsele fluir liberándolo de otro tipo de coparticipación con la escena.

Considero que lo interesante de la diversidad de perspectivas es la realidad a la que responden. En el caso de las propuestas de Brecht y Artaud emergieron de un contexto social que no podía admitir más la pasividad del pueblo pues era aquella la que los había hundido en la catástrofe de la que fueron testigos o incluso partícipes, el teatro, por lo tanto, como un espejo de la realidad buscó contraponerse a esa postura social haciendo al público coautor y parte de la representación.

En la etapa contemporánea, la multiplicidad de propuestas estéticas hace difícil determinar una postura social o política común desde el arte y es que, en efecto, no la hay. Se monta lo mismo Shakespeare que Brecht o Harold Pinter, dramaturgia que narraturgia y esto en infinidad de estilos, ya no hay un Estilo, con mayúscula, que defina a la época, depende del discurso y los intereses de cada directora o director y su equipo creativo que se definen los aspectos de cada puesta en escena.

Vivimos en una sociedad de intereses individualizados en donde los movimientos masivos revolucionarios no existen y pretender, como lo hizo en su momento Brecht, impulsar la participación del pueblo es utópico en un mundo regido por la dinámica del capitalismo voraz cuyos valores se distancian mucho de aquellos que posibilitarían un despertar social. Sin embargo, en conciencia de nuestra forma de organización actual quizá conviene no remar contracorriente sino generar espacios de resistencia individuales que puedan resonar en el colectivo, ¿cómo hacer esto?

En acuerdo con Ranciere para quién el acto de observar de la espectadora o espectador es un hecho activo, de participación, pues involucra un análisis consciente o inconsciente, creo que además el acto de observar es un ejercicio de resistencia ante la dinámica del sistema regida por la producción imparable que desemboca en un ritmo de vida híper acelerado. Acudir al teatro implica, quiérase o no, sumergirse en un ejercicio colectivo de contemplación que no admite interrupciones; se contempla no solo lo que ocurre ante nuestra mirada sino ante nuestros sentidos en juego, la respiración de la compañera o compañero de butaca, sus risas y sollozos, el olor que emana del escenario, la música. A reserva de los recursos de la escena, el mundo virtual se queda afuera para conectarnos con lo tangible, los celulares permanecen en los bolsillos (idealmente) y entonces estamos ahí sin la posibilidad de deslizar nuestro dedo como en la pantalla táctil para cambiar de imagen en un ciclo desenfrenado que solo se detiene en aquello que gusta (por unos segundos) para luego seguir con el scrolling.

Sumergidos en la reflexión resulta totalmente entendible la resistencia para acudir al teatro; ¿por qué elegir abismarse en la oscuridad de una sala en donde no sabes qué va a pasar -y no puedes elegirlo-, rodeada de extrañas y extraños dejando el tiempo pasar? ¿y pagar por ello? El dilema parece inútil pero también seductora la posibilidad de cambiar la resistencia por resistir, resistir a la propia enajenación, a la propia desconexión y automatización para, desde la comodidad de una butaca, ponerle pausa al mundo, viajar, conocer y conocerse, estar. No se por qué, pero yo sí elijo el teatro.


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