/ sábado 13 de julio de 2019

Todo ciudadano es un artista

Contrario a los preceptos capitalistas, la expresión creativa puede y debe ser practicada por cualquiera; no se limita a unos cuantos iluminados que lograron entrar en contacto con una verdad superior

Ante las críticas que en los recientes meses han denostado al FONCA y han hendido un aguijón ponzoñoso en la mente de muchos ciudadanos, me parece pertinente reflexionar sobre el verdadero papel que los artistas juegan en la sociedad (cualquier sociedad, sin importar el contexto temporal o geográfico que la acote).

La principal estrategia de desacreditación con la que cuenta el capitalismo se basa en señalar a cierto número de individuos, supuestamente privilegiados, que han convertido la creación artística en su modus vivendi. La lógica neoliberal, misma que echa raíces en el sufrimiento terreno al que la religión católica conminó a sus feligreses, le hace creer a los ciudadanos que solamente a través del esfuerzo pesaroso y el trabajo estoico es posible conseguir una recompensa. El paraíso religioso se decanta hoy en los bienes materiales que la era de consumo pone a disposición de cualquier ser humano, que utilice su “libertad” con “inteligencia”: Trabajar para ganar dinero; ganar dinero para comprar; comprar para desechar; trabajar para ganar más dinero. La cadena es infinita y mantiene en vilo a los ciudadanos, quienes no logran eludir esta estructura que los constriñe y avasalla. Así pues, cualquier persona que se desembarace de este pacto tácito en el que se nos inscribe desde que llegamos al mundo, se vuelve sospechoso. Alguien que disfruta su trabajo y que además no obedece a ningún jefe directo, merece el repudio de quienes se sacrifican día a día para mantener el engranaje del capitalismo funcionando sin contratiempos.

De esta forma, el artista queda relegado a un lugar marginal, se le tacha de hedonista, de vividor, de holgazán. Existen los “buenos ciudadanos” (consumidores exitosos, según lo explica Zygmunt Bauman) y los “ciudadanos malogrados” (aquellos que se mueven en la periferia y no participan del orden establecido por los parámetros de consumo). Esta segmentación radical inhibe la posibilidad de que las personas entiendan que el arte es un derecho inalienable de todo individuo. La expresión creativa puede y debe ser practicada por cualquiera, no se limita a unos cuantos iluminados que lograron entrar en contacto con una verdad superior. Cuando un oficinista, a la salida del trabajo, se desfoga en sus clases de tango o cuando una maestra retirada se une a un coro para gorjear en colectivo, se está ejerciendo un derecho sin el cual la vida se torna opaca. Bailar, escribir, cantar, actuar: estas actividades no son para privilegiados. Para defender los recursos que el Estado debe destinar al arte, es necesario entender antes este principio primordial.

Ahora bien, ciertas personas deciden, ya sea por contar con habilidades connaturales o porque experimentan un placer inigualable al practicar una disciplina artística particular, estudiar a fondo las técnicas, herramientas y posibilidades que ofrece esa área específica de desarrollo creativo. Algunas de estas personas lograrán sofisticar sus conocimientos y su ejecución a tal grado, que sus obras generarán, en un gran número de espectadores, un impacto intelectual, emocional, psíquico y social notable. El hecho de que no todos los ciudadanos-artistas ni todos los artistas-ciudadanos lleguen a este grado de precisión y desarrollo, se debe a un sinfín de razones, pero es innegable que el presupuesto ínfimo que se destina a la educación artística impide que un mayor número de personas logre explotar sus capacidades creativas a plenitud.

Para apreciar el arte es necesario aprender a verlo y aprender a hacerlo. En muchas ocasiones no faltan las facultades innatas ni la entrega, sino los espacios de formación profesional. Falla también la estructura ideológica que en la actualidad no secunda a los jóvenes que, al momento de confrontarse con la elección de una carrera, desean optar por alguna disciplina artística como su principal fuente de trabajo. Sin formación no es posible contar con creadores logrados, pero tampoco con espectadores agudos.

Enlistar las obras que los artistas beneficiados hemos consumado gracias a la ayuda del FONCA implica jugar bajo las normas del capitalismo. No podemos contabilizar aquello que rebasa ese discurso ramplón e insustancial. El arte es necesario para sobrellevar la vida y está presente (o debería estarlo) en la realidad cotidiana de cualquiera. Al defender el FONCA no estamos pugnando porque un coto de privilegiados mantenga su estatus, estamos forzando a los políticos a que no aniquilen los espacios con los que cuentan las personas para desarrollar en libertad su pensamiento crítico y su expresividad emotiva. Las redes sociales nos adormecen, las series complacientes de Netflix orientan las ficciones hacia las necesidades del mercado, el trabajo (cada vez más incierto y menos protegido por leyes laborales difusas), absorbe una cantidad de tiempo indiscriminada, si no abrimos trincheras en las que podamos refugiarnos y escucharnos a nosotros mismos, acabaremos entregándonos ciegamente a un sistema para el que sólo un puñado de millonarios merece disfrutar la vida. Los artistas becados no forman parte de esa élite de millonarios, no permitamos que las falaces mentiras nos distraigan, no dirijamos la rabia contra el objetivo equivocado. Todo artista es un ciudadano, todo ciudadano es un artista.

Ante las críticas que en los recientes meses han denostado al FONCA y han hendido un aguijón ponzoñoso en la mente de muchos ciudadanos, me parece pertinente reflexionar sobre el verdadero papel que los artistas juegan en la sociedad (cualquier sociedad, sin importar el contexto temporal o geográfico que la acote).

La principal estrategia de desacreditación con la que cuenta el capitalismo se basa en señalar a cierto número de individuos, supuestamente privilegiados, que han convertido la creación artística en su modus vivendi. La lógica neoliberal, misma que echa raíces en el sufrimiento terreno al que la religión católica conminó a sus feligreses, le hace creer a los ciudadanos que solamente a través del esfuerzo pesaroso y el trabajo estoico es posible conseguir una recompensa. El paraíso religioso se decanta hoy en los bienes materiales que la era de consumo pone a disposición de cualquier ser humano, que utilice su “libertad” con “inteligencia”: Trabajar para ganar dinero; ganar dinero para comprar; comprar para desechar; trabajar para ganar más dinero. La cadena es infinita y mantiene en vilo a los ciudadanos, quienes no logran eludir esta estructura que los constriñe y avasalla. Así pues, cualquier persona que se desembarace de este pacto tácito en el que se nos inscribe desde que llegamos al mundo, se vuelve sospechoso. Alguien que disfruta su trabajo y que además no obedece a ningún jefe directo, merece el repudio de quienes se sacrifican día a día para mantener el engranaje del capitalismo funcionando sin contratiempos.

De esta forma, el artista queda relegado a un lugar marginal, se le tacha de hedonista, de vividor, de holgazán. Existen los “buenos ciudadanos” (consumidores exitosos, según lo explica Zygmunt Bauman) y los “ciudadanos malogrados” (aquellos que se mueven en la periferia y no participan del orden establecido por los parámetros de consumo). Esta segmentación radical inhibe la posibilidad de que las personas entiendan que el arte es un derecho inalienable de todo individuo. La expresión creativa puede y debe ser practicada por cualquiera, no se limita a unos cuantos iluminados que lograron entrar en contacto con una verdad superior. Cuando un oficinista, a la salida del trabajo, se desfoga en sus clases de tango o cuando una maestra retirada se une a un coro para gorjear en colectivo, se está ejerciendo un derecho sin el cual la vida se torna opaca. Bailar, escribir, cantar, actuar: estas actividades no son para privilegiados. Para defender los recursos que el Estado debe destinar al arte, es necesario entender antes este principio primordial.

Ahora bien, ciertas personas deciden, ya sea por contar con habilidades connaturales o porque experimentan un placer inigualable al practicar una disciplina artística particular, estudiar a fondo las técnicas, herramientas y posibilidades que ofrece esa área específica de desarrollo creativo. Algunas de estas personas lograrán sofisticar sus conocimientos y su ejecución a tal grado, que sus obras generarán, en un gran número de espectadores, un impacto intelectual, emocional, psíquico y social notable. El hecho de que no todos los ciudadanos-artistas ni todos los artistas-ciudadanos lleguen a este grado de precisión y desarrollo, se debe a un sinfín de razones, pero es innegable que el presupuesto ínfimo que se destina a la educación artística impide que un mayor número de personas logre explotar sus capacidades creativas a plenitud.

Para apreciar el arte es necesario aprender a verlo y aprender a hacerlo. En muchas ocasiones no faltan las facultades innatas ni la entrega, sino los espacios de formación profesional. Falla también la estructura ideológica que en la actualidad no secunda a los jóvenes que, al momento de confrontarse con la elección de una carrera, desean optar por alguna disciplina artística como su principal fuente de trabajo. Sin formación no es posible contar con creadores logrados, pero tampoco con espectadores agudos.

Enlistar las obras que los artistas beneficiados hemos consumado gracias a la ayuda del FONCA implica jugar bajo las normas del capitalismo. No podemos contabilizar aquello que rebasa ese discurso ramplón e insustancial. El arte es necesario para sobrellevar la vida y está presente (o debería estarlo) en la realidad cotidiana de cualquiera. Al defender el FONCA no estamos pugnando porque un coto de privilegiados mantenga su estatus, estamos forzando a los políticos a que no aniquilen los espacios con los que cuentan las personas para desarrollar en libertad su pensamiento crítico y su expresividad emotiva. Las redes sociales nos adormecen, las series complacientes de Netflix orientan las ficciones hacia las necesidades del mercado, el trabajo (cada vez más incierto y menos protegido por leyes laborales difusas), absorbe una cantidad de tiempo indiscriminada, si no abrimos trincheras en las que podamos refugiarnos y escucharnos a nosotros mismos, acabaremos entregándonos ciegamente a un sistema para el que sólo un puñado de millonarios merece disfrutar la vida. Los artistas becados no forman parte de esa élite de millonarios, no permitamos que las falaces mentiras nos distraigan, no dirijamos la rabia contra el objetivo equivocado. Todo artista es un ciudadano, todo ciudadano es un artista.

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