/ viernes 11 de septiembre de 2020

Una llama del mismo fuego

Tinta para un Atabal

El mundo es eso: un montón de gente, un mar de fueguitos. No hay dos fuegos iguales. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento. Y hay gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran, ni queman. Pero otros… otros arden la vida con tantas ganas, que no se puede mirarlos sin parpadear. Y quien se acerca… se enciende

Vivir sin miedo. Eduardo Galeano


Sin saber si el contacto es real, viviendo en una ambigüedad que consume las horas y los días, segundo a segundo, miro la pantalla de la computadora, la pantalla del celular…; miro la pantalla que congela el movimiento, que distorsiona la voz, que me devuelve la imagen de lo que no soy. No me reconozco. Y se vacían mis ojos. Se secan. Los cierro. Quiero ver más allá. Y pienso que ya no quiero saber nada del mundo, que me duele hasta el aire, que me asfixia la realidad, aún lejana, hoy intocable, inalcanzable.

Busco desesperadamente alguna noticia que me regrese el aliento, preciso saber que las cosas van a ir mejor, porque no quiero que este aislamiento reduzca mi llama al grado de convertirme en tan solo un “fuego bobo”, que no alumbre ni queme.

Y otra vez yo, frente a la pantalla (pues no hay otra forma de saber del afuera), me topo con una página virtual: Tlachinollan, Centro de los Derechos Humanos de la Montaña, una ONG del estado de Guerrero que tiene por visión: Lograr la dignidad y la justicia para los pueblos na savi, me’phaa, nauas, nn´anncue y mestizos, trabajando por la vigencia y el respeto pleno de los derechos humanos.

Leo el encabezado de la publicación en su página de inicio el pasado 24 de agosto: “¿Educación virtual o la enseñanza de la desigualdad social?”

El artículo denuncia la precaria situación que están viviendo los niños, los maestros, las familias de la Montaña de Guerrero y se centra en un acontecimiento que definitivamente no me devuelve el aliento, como sí me hace recordar mi pequeñez, mi estúpido regodeo, mi insufrible auto contemplación, que frecuentemente me llevan a pensar que mi mundito es el más pesado y que nadie lleva más carga que yo.

Este artículo recoge varios testimonios, todos llenos de realidad y crudeza, develando que la trampa de la realidad es además laberíntica, un callejón sin salida.

Maestros de la comunidad de Yerba Santa, de Cerro Ocotal y de Xochitepec, pertenecientes al municipio de Acatepec, el cual se localiza en la región de la Montaña en el este de Chilpancingo, Guerrero, describen, con tristeza, las precarias condiciones bajo las cuales deben continuar con su labor, ahí, en la montaña, con nada más que su verdadera vocación de servicio y echando el corazón por delante.

Los maestros, decía, viajan los lunes, durante horas y bajo la inclemencia del tiempo, para llegar a reunirse con los padres de familia, a fin de entregar las guías para que los niños trabajen durante la semana, pero… muchos de los padres son analfabetas, ¿cómo se pretende que ayuden a sus hijos, a quienes, además, necesitan en el campo?

Foto: Cortesía | Atabal

Si en condiciones normales, de manera presencial, los maestros multigrado, dedicaban todo el día para evitar que los niños se fueran rezagando por el ausentismo, dando clase en cuartos, en casas de adobe, vigilantes siempre del aprendizaje de sus alumnos, ahora, sin poder hacerse cargo de la educación escolar de los que llaman “mis niños”, hablan con no poca tristeza del futuro, preconizando un retroceso que conducirá a incrementar todavía más el analfabetismo.

¿Y las clases virtuales? Nada más irónico, pensado por un sistema capitalista, elitista, que no se interesa por conocer la realidad de su gente. Pues ahí, como en tantas y tantas comunidades de nuestro país, el panorama es el siguiente: “Aquí, un señor de la comunidad tiene internet (lento) y algunas computadoras (escasas). Cobra alrededor de 35 pesos por 24 horas, pero los municipios están en lugares en donde la señal se pierde por días o semanas; uno de 13 padres de familia tiene televisión, pero los canales en donde transmiten las clases no llegan, ¿de dónde van a pagar el Sky?...”

Y los padres no aceptan más la ausencia de los maestros; atados de pies y manos no ven la salida para que sus hijos continúen aprendiendo, sentencian: “profe, ahora sí tiene que venir a atender a nuestros niños. Lo de la pandemia ya pasó, además aquí no hay contagios. Nosotros nacimos para morir”. Y tuve que detenerme. El nudo en la garganta que viene de la empatía. Mezcla de sentimientos entre dolor y tristeza, impotencia, coraje, compasión y la necesidad implacable de hacer un ejercicio de solidaridad.

Pero, ¿y los niños? Los niños, grandes fuegos locos. Nadie les dijo, no hubo un solo padre de familia que estuviera involucrado en este pequeño gran movimiento organizado, y aquí permítanme citar textualmente:

“(…) los niños y niñas de una comunidad recóndita de la Montaña, se reúnen para planear sus actividades en la víspera del nuevo ciclo escolar. Ante la falta de un espacio idóneo para su reunión, se sentaron sobre unas tablas y bancas de madera para preparar su primera sesión académica. A la intemperie, la mayoría de niñas y niños de la Montaña inaugurarán el nuevo ciclo escolar: sin luz en sus casas, trabajando en el surco, enfrentando la escasez del maíz y padeciendo los estragos de la nueva enfermedad del Covid-19. Ante la lluvia pertinaz, los pisos de tierra, la oscuridad de las viviendas y el viento que se cuela por los techos de lámina, las niñas y los niños difícilmente podrán ejercitar la lectura y la escritura, cuando sus padres se encuentran en la parcela. Esta brecha de la desigualdad social se profundizará más con la nueva normalidad impuesta por las autoridades educativas a causa de la pandemia”.

Estos niños, con su actitud, nos dan una bella muestra de los misterios que encierra el dolor humano. Reconocerlo no es suficiente. En cambio me obliga a reconocerme como parte de ese mismo dolor: ¿Qué puedo hacer yo para ayudar a reconstruir esta casa que es la casa de todos? ¿Dónde mi presencia es necesaria? ¿Dónde la presencia del teatro es necesaria?

La materia esencial del teatro es todo aquello que está hecho humanidad y siempre será la realidad y no la imaginación la que nos hace ser artistas. ¿Quería realidad?

Porque somos hermanos, porque estamos en la misma patria despedazada, porque nos necesitamos, haré un esfuerzo para abandonar este estado de inutilidad autocompasiva para luchar por trascender el yo, para avivar la necesidad absoluta de contacto con el fuego, para arder con y junto a otros fuegos, para formar parte de una misma hoguera.

“La defensa de los derechos humanos en la Montaña de Guerrero se hace con el corazón por delante. ¡Siempre cuesta arriba y con la fuerza de los pueblos!”.

Tlachinollan, Centro de los Derechos Humanos de la Montaña.

El mundo es eso: un montón de gente, un mar de fueguitos. No hay dos fuegos iguales. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento. Y hay gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran, ni queman. Pero otros… otros arden la vida con tantas ganas, que no se puede mirarlos sin parpadear. Y quien se acerca… se enciende

Vivir sin miedo. Eduardo Galeano


Sin saber si el contacto es real, viviendo en una ambigüedad que consume las horas y los días, segundo a segundo, miro la pantalla de la computadora, la pantalla del celular…; miro la pantalla que congela el movimiento, que distorsiona la voz, que me devuelve la imagen de lo que no soy. No me reconozco. Y se vacían mis ojos. Se secan. Los cierro. Quiero ver más allá. Y pienso que ya no quiero saber nada del mundo, que me duele hasta el aire, que me asfixia la realidad, aún lejana, hoy intocable, inalcanzable.

Busco desesperadamente alguna noticia que me regrese el aliento, preciso saber que las cosas van a ir mejor, porque no quiero que este aislamiento reduzca mi llama al grado de convertirme en tan solo un “fuego bobo”, que no alumbre ni queme.

Y otra vez yo, frente a la pantalla (pues no hay otra forma de saber del afuera), me topo con una página virtual: Tlachinollan, Centro de los Derechos Humanos de la Montaña, una ONG del estado de Guerrero que tiene por visión: Lograr la dignidad y la justicia para los pueblos na savi, me’phaa, nauas, nn´anncue y mestizos, trabajando por la vigencia y el respeto pleno de los derechos humanos.

Leo el encabezado de la publicación en su página de inicio el pasado 24 de agosto: “¿Educación virtual o la enseñanza de la desigualdad social?”

El artículo denuncia la precaria situación que están viviendo los niños, los maestros, las familias de la Montaña de Guerrero y se centra en un acontecimiento que definitivamente no me devuelve el aliento, como sí me hace recordar mi pequeñez, mi estúpido regodeo, mi insufrible auto contemplación, que frecuentemente me llevan a pensar que mi mundito es el más pesado y que nadie lleva más carga que yo.

Este artículo recoge varios testimonios, todos llenos de realidad y crudeza, develando que la trampa de la realidad es además laberíntica, un callejón sin salida.

Maestros de la comunidad de Yerba Santa, de Cerro Ocotal y de Xochitepec, pertenecientes al municipio de Acatepec, el cual se localiza en la región de la Montaña en el este de Chilpancingo, Guerrero, describen, con tristeza, las precarias condiciones bajo las cuales deben continuar con su labor, ahí, en la montaña, con nada más que su verdadera vocación de servicio y echando el corazón por delante.

Los maestros, decía, viajan los lunes, durante horas y bajo la inclemencia del tiempo, para llegar a reunirse con los padres de familia, a fin de entregar las guías para que los niños trabajen durante la semana, pero… muchos de los padres son analfabetas, ¿cómo se pretende que ayuden a sus hijos, a quienes, además, necesitan en el campo?

Foto: Cortesía | Atabal

Si en condiciones normales, de manera presencial, los maestros multigrado, dedicaban todo el día para evitar que los niños se fueran rezagando por el ausentismo, dando clase en cuartos, en casas de adobe, vigilantes siempre del aprendizaje de sus alumnos, ahora, sin poder hacerse cargo de la educación escolar de los que llaman “mis niños”, hablan con no poca tristeza del futuro, preconizando un retroceso que conducirá a incrementar todavía más el analfabetismo.

¿Y las clases virtuales? Nada más irónico, pensado por un sistema capitalista, elitista, que no se interesa por conocer la realidad de su gente. Pues ahí, como en tantas y tantas comunidades de nuestro país, el panorama es el siguiente: “Aquí, un señor de la comunidad tiene internet (lento) y algunas computadoras (escasas). Cobra alrededor de 35 pesos por 24 horas, pero los municipios están en lugares en donde la señal se pierde por días o semanas; uno de 13 padres de familia tiene televisión, pero los canales en donde transmiten las clases no llegan, ¿de dónde van a pagar el Sky?...”

Y los padres no aceptan más la ausencia de los maestros; atados de pies y manos no ven la salida para que sus hijos continúen aprendiendo, sentencian: “profe, ahora sí tiene que venir a atender a nuestros niños. Lo de la pandemia ya pasó, además aquí no hay contagios. Nosotros nacimos para morir”. Y tuve que detenerme. El nudo en la garganta que viene de la empatía. Mezcla de sentimientos entre dolor y tristeza, impotencia, coraje, compasión y la necesidad implacable de hacer un ejercicio de solidaridad.

Pero, ¿y los niños? Los niños, grandes fuegos locos. Nadie les dijo, no hubo un solo padre de familia que estuviera involucrado en este pequeño gran movimiento organizado, y aquí permítanme citar textualmente:

“(…) los niños y niñas de una comunidad recóndita de la Montaña, se reúnen para planear sus actividades en la víspera del nuevo ciclo escolar. Ante la falta de un espacio idóneo para su reunión, se sentaron sobre unas tablas y bancas de madera para preparar su primera sesión académica. A la intemperie, la mayoría de niñas y niños de la Montaña inaugurarán el nuevo ciclo escolar: sin luz en sus casas, trabajando en el surco, enfrentando la escasez del maíz y padeciendo los estragos de la nueva enfermedad del Covid-19. Ante la lluvia pertinaz, los pisos de tierra, la oscuridad de las viviendas y el viento que se cuela por los techos de lámina, las niñas y los niños difícilmente podrán ejercitar la lectura y la escritura, cuando sus padres se encuentran en la parcela. Esta brecha de la desigualdad social se profundizará más con la nueva normalidad impuesta por las autoridades educativas a causa de la pandemia”.

Estos niños, con su actitud, nos dan una bella muestra de los misterios que encierra el dolor humano. Reconocerlo no es suficiente. En cambio me obliga a reconocerme como parte de ese mismo dolor: ¿Qué puedo hacer yo para ayudar a reconstruir esta casa que es la casa de todos? ¿Dónde mi presencia es necesaria? ¿Dónde la presencia del teatro es necesaria?

La materia esencial del teatro es todo aquello que está hecho humanidad y siempre será la realidad y no la imaginación la que nos hace ser artistas. ¿Quería realidad?

Porque somos hermanos, porque estamos en la misma patria despedazada, porque nos necesitamos, haré un esfuerzo para abandonar este estado de inutilidad autocompasiva para luchar por trascender el yo, para avivar la necesidad absoluta de contacto con el fuego, para arder con y junto a otros fuegos, para formar parte de una misma hoguera.

“La defensa de los derechos humanos en la Montaña de Guerrero se hace con el corazón por delante. ¡Siempre cuesta arriba y con la fuerza de los pueblos!”.

Tlachinollan, Centro de los Derechos Humanos de la Montaña.

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