/ miércoles 4 de diciembre de 2019

Una tumba católica para F. Scott Fitzgerald

Vitral

Me pregunto por qué no hemos sido nunca demasiado felices y por qué ha sucedido todo esto

Zelda Sayre, esposa de Fitzgerald

El fanatismo ha sido una de las grandes lacras del género humano. El diccionario de la Real Academia española lo define como: “Apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones, especialmente religiosas o políticas”. Cada quien, y que bueno, está en su derecho a creer en lo que mejor le parezca, pero el problema comienza cuando tales creencias se llevan al extremo y, peor aún, cuando se le imponen a la fuerza a otros. Se dan situaciones en las que habría que ser muy cuidadosos e incluso compasivos con los demás antes de querer cerrarles las puertas del cielo. Tal fue el caso de lo que le sucedió al morir al escritor F. Scott Fitzgerald, a quien habiendo sido educado en un ambiente católico en su niñez, se le negó al morir, en 1945, un espacio para su entierro en el cementerio católico de Saint Mary, en Maryland (Estados Unidos).

Las razones: no haber sido un católico practicante, y haber formado parte de la era del jazz, música que era considerada de salvajes. Se tuvo que buscar otra parte donde depositar sus restos que fueron a parar al cementerio Rockville Union. Tiempo después y en un acto de justicia, la hija del escritor, Frances Scott Smith, logró que la iglesia reconsiderara y por fin, en 1975, se depositaron los restos del escritor y de su esposa Zelda Sayre, en Saint Mary, cementerio católico en Rockville, Maryland. Treinta y cinco años tuvieron que pasar para que la fe y voluntad de la hija se impusieran sobre el dogmatismo canónico. Esta autorización fortaleció un tanto a la iglesia católica, pues mostró apertura, autocrítica y compasión para con uno de sus fieles. Y en los tiempos actuales de crisis en la iglesia, es un evento que invita a cambiar las actitudes cerradas y con ello mantener y atraer más fieles a la milenaria institución a la que muchos están abandonando.

Quizá la iglesia podría aprovechar la muerte de alguien, aunque no haya sido un buen católico, para sacar enseñanzas ilustrativas para los demás a partir de un juicio crítico compasivo. Por el contrario, las condenas rígidas para con sus fieles sólo han servido para alejar a miles que se han desanimado y decepcionado porque les han cerrado las puertas. Interesante sería ver qué hubiera hecho o dicho Cristo al darse cuenta que a un católico no le permitían ser sepultado en un cementerio católico por haber sido un pecador.

El talentoso escritor nació en el seno de una familia adinerada, irlandesa y católica, y en esos valores fue educado desde muy pequeño. El paso de los años y la posterior locura de los años 20, cuando después de la primera guerra mundial hubo un afán desmedido de alegrías y riquezas, trajeron de cabeza a toda una generación. La formación religiosa de Scott Fitzgerald se derrumbó ante el embate del dinero, el alcohol y las mujeres. Y ahí entra la gran discusión, puesto que sin esas vivencias no hubiera podido realizar la obra que escribió y que lo llevó a la cima. Literatura que precisamente refleja con maestría todo lo que fue esa época de locura, posguerra, ambición, alegría, vicios y arduo trabajo. Sin embargo, los excesos cobran un precio muy alto y Fitzgerald lo pagó, y no sólo él sino también su esposa, Zelda Sayre, quien terminó sus días en un hospital psiquiátrico que se incendió y donde ella murió calcinada. La cumbre que habían alcanzado quedó en el pasado al igual que el origen católico de Fitzgerald.

Quizá, si F. Scott Fitzgerald se hubiera apegado al mensaje profundo del cristianismo su vida no hubiera sido tan tortuosa, desenfrenada y sufrida, quizá. Quién lo puede saber con certeza, pero quizá también no disfrutaríamos de la obra que escribió a partir de todos esos desmanes. No lo sabemos, finalmente es lo que es. La especulación vale en la medida que pueda generar nuevos puntos de vista y nuevas acciones para la vida que sigue. No hay que confundir al mensajero con el mensaje. Mucha gente, con razón, cuestiona a la iglesia católica por sus históricos abusos, la pederastia y su benevolencia con los sátrapas, pero el mensajero no es el mensaje. Las ideas de Cristo son aplicables a la vida diaria y sólo tienen como fin vivir mejor, más alegres, más calmados, más conscientes y bondadosos. Por cuestionar al mensajero muchos se pierden el mensaje, y pagan su precio. Zelda Sayre y su esposo F. Scott Fitzgerald se dedicaron sin medida a los abusos nocturnos, vicios, excesos y pagaron muy caro en su propio cuerpo y entorno. Eso sí es un hecho. Amor entreverado con odios, resentimientos, reclamos, reencuentros y búsquedas marcaron su relación. De todo esto brotó arte, literatura, dolor, enfermedad y muerte. Es lo que es. La literatura cuenta, relata, rescata lo que ha existido. No puede ser escrita sólo de un color, los posee todos en todas sus gamas y colorido, en toda la escala de grises, con todos sus matices. No podría ser de otra manera, el arte no está para regar moralina. Puede plantear puntos de vista, convicciones, pero la complejidad de la vida no cabe en un cajón de buenas intenciones. Es un camino de aprendizaje, de caídas y revelaciones, de infiernos e iluminaciones. Y ¿qué podemos rescatar de esa hecatombe vital? Tan sólo el arte, la literatura creada, el gozo, lo que podamos aprender de esto, y el placer de leer a Fitzgerald y revivir con él esos tiempos perdidos. Podemos ejercer el maravilloso acto de imaginar y recrear aquellos instantes, palabras y personas, podemos asistir al milagro de fantasear, de ser otros, pero también de cultivarnos respecto a costumbres, vestuario y música que reviven al ser evocados. Podemos saber, aunque sea parcialmente, de qué forma se vivió en aquella época de los 20 del siglo XX, podemos hacer memoria, cultura, antropología, historia. Todo fue explosivo y novedoso en esa década: la música, el cine, el baile, la vestimenta, las costumbres, el arte, el capitalismo y la especulación, el deseo de dejar atrás la guerra y divertirse, pero también gestó el huevo de la serpiente que daría paso a un terror mayor: la Segunda Guerra Mundial. Y todo ese platillo nos lo sirve Fitzgerald con suprema elegancia en sus cuentos y novelas. Un trabajo pleno de gracia estética, magnificencia … y dolor.


https://escritosdeaft.blogspot.com

Me pregunto por qué no hemos sido nunca demasiado felices y por qué ha sucedido todo esto

Zelda Sayre, esposa de Fitzgerald

El fanatismo ha sido una de las grandes lacras del género humano. El diccionario de la Real Academia española lo define como: “Apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones, especialmente religiosas o políticas”. Cada quien, y que bueno, está en su derecho a creer en lo que mejor le parezca, pero el problema comienza cuando tales creencias se llevan al extremo y, peor aún, cuando se le imponen a la fuerza a otros. Se dan situaciones en las que habría que ser muy cuidadosos e incluso compasivos con los demás antes de querer cerrarles las puertas del cielo. Tal fue el caso de lo que le sucedió al morir al escritor F. Scott Fitzgerald, a quien habiendo sido educado en un ambiente católico en su niñez, se le negó al morir, en 1945, un espacio para su entierro en el cementerio católico de Saint Mary, en Maryland (Estados Unidos).

Las razones: no haber sido un católico practicante, y haber formado parte de la era del jazz, música que era considerada de salvajes. Se tuvo que buscar otra parte donde depositar sus restos que fueron a parar al cementerio Rockville Union. Tiempo después y en un acto de justicia, la hija del escritor, Frances Scott Smith, logró que la iglesia reconsiderara y por fin, en 1975, se depositaron los restos del escritor y de su esposa Zelda Sayre, en Saint Mary, cementerio católico en Rockville, Maryland. Treinta y cinco años tuvieron que pasar para que la fe y voluntad de la hija se impusieran sobre el dogmatismo canónico. Esta autorización fortaleció un tanto a la iglesia católica, pues mostró apertura, autocrítica y compasión para con uno de sus fieles. Y en los tiempos actuales de crisis en la iglesia, es un evento que invita a cambiar las actitudes cerradas y con ello mantener y atraer más fieles a la milenaria institución a la que muchos están abandonando.

Quizá la iglesia podría aprovechar la muerte de alguien, aunque no haya sido un buen católico, para sacar enseñanzas ilustrativas para los demás a partir de un juicio crítico compasivo. Por el contrario, las condenas rígidas para con sus fieles sólo han servido para alejar a miles que se han desanimado y decepcionado porque les han cerrado las puertas. Interesante sería ver qué hubiera hecho o dicho Cristo al darse cuenta que a un católico no le permitían ser sepultado en un cementerio católico por haber sido un pecador.

El talentoso escritor nació en el seno de una familia adinerada, irlandesa y católica, y en esos valores fue educado desde muy pequeño. El paso de los años y la posterior locura de los años 20, cuando después de la primera guerra mundial hubo un afán desmedido de alegrías y riquezas, trajeron de cabeza a toda una generación. La formación religiosa de Scott Fitzgerald se derrumbó ante el embate del dinero, el alcohol y las mujeres. Y ahí entra la gran discusión, puesto que sin esas vivencias no hubiera podido realizar la obra que escribió y que lo llevó a la cima. Literatura que precisamente refleja con maestría todo lo que fue esa época de locura, posguerra, ambición, alegría, vicios y arduo trabajo. Sin embargo, los excesos cobran un precio muy alto y Fitzgerald lo pagó, y no sólo él sino también su esposa, Zelda Sayre, quien terminó sus días en un hospital psiquiátrico que se incendió y donde ella murió calcinada. La cumbre que habían alcanzado quedó en el pasado al igual que el origen católico de Fitzgerald.

Quizá, si F. Scott Fitzgerald se hubiera apegado al mensaje profundo del cristianismo su vida no hubiera sido tan tortuosa, desenfrenada y sufrida, quizá. Quién lo puede saber con certeza, pero quizá también no disfrutaríamos de la obra que escribió a partir de todos esos desmanes. No lo sabemos, finalmente es lo que es. La especulación vale en la medida que pueda generar nuevos puntos de vista y nuevas acciones para la vida que sigue. No hay que confundir al mensajero con el mensaje. Mucha gente, con razón, cuestiona a la iglesia católica por sus históricos abusos, la pederastia y su benevolencia con los sátrapas, pero el mensajero no es el mensaje. Las ideas de Cristo son aplicables a la vida diaria y sólo tienen como fin vivir mejor, más alegres, más calmados, más conscientes y bondadosos. Por cuestionar al mensajero muchos se pierden el mensaje, y pagan su precio. Zelda Sayre y su esposo F. Scott Fitzgerald se dedicaron sin medida a los abusos nocturnos, vicios, excesos y pagaron muy caro en su propio cuerpo y entorno. Eso sí es un hecho. Amor entreverado con odios, resentimientos, reclamos, reencuentros y búsquedas marcaron su relación. De todo esto brotó arte, literatura, dolor, enfermedad y muerte. Es lo que es. La literatura cuenta, relata, rescata lo que ha existido. No puede ser escrita sólo de un color, los posee todos en todas sus gamas y colorido, en toda la escala de grises, con todos sus matices. No podría ser de otra manera, el arte no está para regar moralina. Puede plantear puntos de vista, convicciones, pero la complejidad de la vida no cabe en un cajón de buenas intenciones. Es un camino de aprendizaje, de caídas y revelaciones, de infiernos e iluminaciones. Y ¿qué podemos rescatar de esa hecatombe vital? Tan sólo el arte, la literatura creada, el gozo, lo que podamos aprender de esto, y el placer de leer a Fitzgerald y revivir con él esos tiempos perdidos. Podemos ejercer el maravilloso acto de imaginar y recrear aquellos instantes, palabras y personas, podemos asistir al milagro de fantasear, de ser otros, pero también de cultivarnos respecto a costumbres, vestuario y música que reviven al ser evocados. Podemos saber, aunque sea parcialmente, de qué forma se vivió en aquella época de los 20 del siglo XX, podemos hacer memoria, cultura, antropología, historia. Todo fue explosivo y novedoso en esa década: la música, el cine, el baile, la vestimenta, las costumbres, el arte, el capitalismo y la especulación, el deseo de dejar atrás la guerra y divertirse, pero también gestó el huevo de la serpiente que daría paso a un terror mayor: la Segunda Guerra Mundial. Y todo ese platillo nos lo sirve Fitzgerald con suprema elegancia en sus cuentos y novelas. Un trabajo pleno de gracia estética, magnificencia … y dolor.


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