/ domingo 18 de marzo de 2018

Todo cambia menos el periodismo

Hace treinta años el periódico se hacía diferente, pero hoy el periodismo se sigue haciendo igual.

Hace treinta años las sala de redacción del Diario de Querétaro estaba tapizada de rudos escritorios de metal, sobre los cuales se dejaban ver máquinas de escribir mecánicas, que aporreaban sin descanso, con su ruido característico, unas hojas revolución emparedando otra de carbón. En uno de los extremos de aquel salón que seguramente algún día fueron varias habitaciones de una de tantas casonas queretanas de antes del siglo veinte, tras un cancel de cristal, el teletipo no dejaba de emitir su característico sonido, vomitando interminables tiras de papel que caían sobre el piso, inundándolo con noticias llegadas de todo el mundo.

De cuando en cuando repiqueteaba el único teléfono de la sala, para ser atendido por cualquiera de los reporteros, que detenían el incesante golpetear del teclado para escuchar la voz del otro lado de la línea, siempre con la ilusión de que más que una llamada de trámite, o de solicitud de informes, fuese la que brindara la sustancia de “la de ocho” del día siguiente.

Una de aquellas hojas revolución, ya marcadas con la tinta hecha palabras, se ponía sobre el escritorio de uno de los dos únicos privados del salón, unida con un clip a unas cuantas fotografías en blanco y negro, impresas en un papel aún húmedo, recién salido de un proceso que más que ciencia era arte, y se dejaba ahí a la espera de un lugar en ese otro papel, el que se descargaba en pesados rollos y que, tras el proceso de la prensa, se convertía en el periódico que sería voceado apenas unas horas después.

Hoy ese proceso resultaría arcaico, apenas digno de servir de escenario a una película de época. Nada de aquellos enseres, de aquellas herramientas de trabajo, de aquellas formas rudimentarias de plasmar en papel lo que el cerebro estructuraba, tras escuchar alguna grabación, y sobre todo, tras releer las anotaciones en un cuaderno de taquigrafía, serían prácticas para las nuevas generaciones de trasmisores de la noticia. Hoy los teléfonos son individuales e inteligentes, el Internet nos coloca en cualquier parte del mundo al instante, se copia y pega con facilidad, se estructuran contenidos en una pantalla, y ya ni siquiera es necesario el papel.

Aquella, la de hace treinta años, era una forma romántica de hacer un periódico; una azarosa práctica donde, se decía, que el buen reportero se hacía con los pies.

Pero el periodismo, esa honorable profesión, sigue siendo la misma, en una cancha que ha transformado el pasto, o incluso la ruda tierra, por césped sintético. Sigue siendo necesario el agudo olfato para detectar una noticia, los reflejos prestos para alcanzar la oportunidad, la habilidad no exenta de malicia para obtener la información, la preparación previa para hacer sólido un contenido, y la bendita paciencia para no desmallar en el intento.

Acaso hoy a la comodidad de tenerlo todo a la mano, se le han adosado algunas complicaciones. Hoy la oportunidad no puede esperar al cierre de edición, el oficio difícilmente se puede improvisar, la tentación de la rápida facilidad acecha en cada trabajo, y los peligros del error, que otrora se alcanzaban a resolver con un bolígrafo aclaratorio sobre la hoja, se han vuelto minas ocultas tras un tweet, una noticia en la red o un mensaje de WhatsApp.

Hoy la tecnología, en fin, nos ha dejado a merced de sus encantos, pero también de sus peligros. Hoy los tiempos son más cortos, las imágenes más amplias, los lectores más extensos y la capacidad de asombro mucho más estrecha.

En un mundo convertido en una enorme y virtual sala de redacción, la noticia se ha vuelto moneda corriente y los destinatarios de ella, por desgracia, fáciles presa de la deformación y la mentira, entre otras cosas porque requieren confirmar, de alguna forma, lo que quieren creer. En la comunicación actual, las fantasías, por más inverosímiles que puedan ser, se vuelven noticia, y se reproducen, sin mesura y sin censura, azuzadas por profesionales del engaño.

Pero, pese a todo, el periodismo, el auténtico, sigue haciéndose igual; sigue siendo esa profesión sacrificada a la que García Márquez calificó como la más bella del mundo, y a sus retos de siempre: la credibilidad, la oportunidad o la claridad, hay que seguir afrontándolos románticamente.

Hay que seguir pensando que esta es una profesión de gente leal a la verdad, aunque una pantalla esté apartando al papel de nuestras vidas, y aunque la tentación de darle la vuelta a la corroboración de la noticia sea pan de todos los días. Solo así se puede llegar a cumplir cincuenta y cinco años, y aún el doble. Porque, pese a todo, el periodismo se hará siempre igual.

Hace treinta años el periódico se hacía diferente, pero hoy el periodismo se sigue haciendo igual.

Hace treinta años las sala de redacción del Diario de Querétaro estaba tapizada de rudos escritorios de metal, sobre los cuales se dejaban ver máquinas de escribir mecánicas, que aporreaban sin descanso, con su ruido característico, unas hojas revolución emparedando otra de carbón. En uno de los extremos de aquel salón que seguramente algún día fueron varias habitaciones de una de tantas casonas queretanas de antes del siglo veinte, tras un cancel de cristal, el teletipo no dejaba de emitir su característico sonido, vomitando interminables tiras de papel que caían sobre el piso, inundándolo con noticias llegadas de todo el mundo.

De cuando en cuando repiqueteaba el único teléfono de la sala, para ser atendido por cualquiera de los reporteros, que detenían el incesante golpetear del teclado para escuchar la voz del otro lado de la línea, siempre con la ilusión de que más que una llamada de trámite, o de solicitud de informes, fuese la que brindara la sustancia de “la de ocho” del día siguiente.

Una de aquellas hojas revolución, ya marcadas con la tinta hecha palabras, se ponía sobre el escritorio de uno de los dos únicos privados del salón, unida con un clip a unas cuantas fotografías en blanco y negro, impresas en un papel aún húmedo, recién salido de un proceso que más que ciencia era arte, y se dejaba ahí a la espera de un lugar en ese otro papel, el que se descargaba en pesados rollos y que, tras el proceso de la prensa, se convertía en el periódico que sería voceado apenas unas horas después.

Hoy ese proceso resultaría arcaico, apenas digno de servir de escenario a una película de época. Nada de aquellos enseres, de aquellas herramientas de trabajo, de aquellas formas rudimentarias de plasmar en papel lo que el cerebro estructuraba, tras escuchar alguna grabación, y sobre todo, tras releer las anotaciones en un cuaderno de taquigrafía, serían prácticas para las nuevas generaciones de trasmisores de la noticia. Hoy los teléfonos son individuales e inteligentes, el Internet nos coloca en cualquier parte del mundo al instante, se copia y pega con facilidad, se estructuran contenidos en una pantalla, y ya ni siquiera es necesario el papel.

Aquella, la de hace treinta años, era una forma romántica de hacer un periódico; una azarosa práctica donde, se decía, que el buen reportero se hacía con los pies.

Pero el periodismo, esa honorable profesión, sigue siendo la misma, en una cancha que ha transformado el pasto, o incluso la ruda tierra, por césped sintético. Sigue siendo necesario el agudo olfato para detectar una noticia, los reflejos prestos para alcanzar la oportunidad, la habilidad no exenta de malicia para obtener la información, la preparación previa para hacer sólido un contenido, y la bendita paciencia para no desmallar en el intento.

Acaso hoy a la comodidad de tenerlo todo a la mano, se le han adosado algunas complicaciones. Hoy la oportunidad no puede esperar al cierre de edición, el oficio difícilmente se puede improvisar, la tentación de la rápida facilidad acecha en cada trabajo, y los peligros del error, que otrora se alcanzaban a resolver con un bolígrafo aclaratorio sobre la hoja, se han vuelto minas ocultas tras un tweet, una noticia en la red o un mensaje de WhatsApp.

Hoy la tecnología, en fin, nos ha dejado a merced de sus encantos, pero también de sus peligros. Hoy los tiempos son más cortos, las imágenes más amplias, los lectores más extensos y la capacidad de asombro mucho más estrecha.

En un mundo convertido en una enorme y virtual sala de redacción, la noticia se ha vuelto moneda corriente y los destinatarios de ella, por desgracia, fáciles presa de la deformación y la mentira, entre otras cosas porque requieren confirmar, de alguna forma, lo que quieren creer. En la comunicación actual, las fantasías, por más inverosímiles que puedan ser, se vuelven noticia, y se reproducen, sin mesura y sin censura, azuzadas por profesionales del engaño.

Pero, pese a todo, el periodismo, el auténtico, sigue haciéndose igual; sigue siendo esa profesión sacrificada a la que García Márquez calificó como la más bella del mundo, y a sus retos de siempre: la credibilidad, la oportunidad o la claridad, hay que seguir afrontándolos románticamente.

Hay que seguir pensando que esta es una profesión de gente leal a la verdad, aunque una pantalla esté apartando al papel de nuestras vidas, y aunque la tentación de darle la vuelta a la corroboración de la noticia sea pan de todos los días. Solo así se puede llegar a cumplir cincuenta y cinco años, y aún el doble. Porque, pese a todo, el periodismo se hará siempre igual.

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