Cuando descubrí por primera vez al circo Tihany, era yo un avezado espectador de las artes circenses, o lo había sido. De niño no había una atracción mayor, un más pronunciado deleite, que el circo, y aunque no podía ir a todas las funciones, porque la economía familiar no era para esos despilfarros, disfruté de cuanto circo llegó a Querétaro en la década de los sesenta del pasado siglo, con sus enormes carpas y sus pistas tradicionales; desde el famoso “Atayde Hermanos” hasta el “Unión”, donde actuaba “Renato, el rey de los payasos”. Domadores, equilibristas, trapecistas, contorsionistas y payasos eran para mí un espectáculo inigualable del que siempre salía maravillado.
Tras las funciones, y por días, con mi inocencia y soledad de niño, jugaba incansablemente al circo y me decía, convencido, que requería crecer para ganar un sueldo y poder gastarlo yendo a todas las funciones de los circos que hasta Querétaro llegaran.
Pero el Tihany fue otra cosa. Ya no era la pista tradicional, sino un enorme escenario teatral donde las bailarinas de coreografías y vestuarios atractivos se llevaban la mejor parte del espectáculo; ellas y el mago, el también llamado “señor Tihany”, quien era, además, el dueño de la empresa circense. El Tihany cambió totalmente la forma de hacer circo.
Después supe que el famoso “señor Tihany”, quien efectivamente era el dueño de aquella empresa de espectáculos, no se llamaba realmente así, sino Franz Czeisler, y era un refugiado húngaro en Brasil que trocó el teatro por la carpa en Sao Paulo, en 1954.
Recuerdo bien que el Tihany se instalaba en un terreno ubicado en la carretera Panamericana, hoy Constituyentes, en donde ahora está situado un edificio del banco BBV Bancomer, casi frente al hotel Casa Blanca, donde todos los artistas se hospedaban. Recuerdo a las bellas bailarinas tomando el sol al lado de la alberca, mientras yo trataba de aprender a nadar bajo la tutela de mi distraído padre, aprovechando que el hotel era propiedad de un tío. Las recuerdo más vívidamente, siendo yo ya poco más que adolescente, cuando trabajaba en el mismo hotel y miraba, a hurtadillas, como un cachorro de tigre jugaba con las despreocupadas bailarinas europeas.
Más tarde, siendo reportero de esta casa editorial, me tocó la suerte de hacer una entrevista con el mismísimo “señor Tihany” en una de tantas visitas del circo de su propiedad a Querétaro. Don Franz Czeisler me atendió con su simpatía habitual, que parecía no abandonarlo ni fuera de los escenarios, y como colofón, pidió a las bailarinas todas que se acercaran para tomarse una foto con él y el reportero. Aún guardo aquella instantánea con el sonriente Czeisler, las espectaculares y también sonrientes bailarinas de varias nacionalidades, y un tímido reportero que parecía, ruborizado, aquel niño que fue y que soñaba con ganar su propio dinero para ir al circo, aquel quasi adolescente que miraba como sin mirar a las guapas bailarinas en bikini tomando el sol queretano sobre el césped del Casa Blanca.
Hoy, tras veinte años de ausencia, el circo Tihany ha regresado a Querétaro. Ya no vive su creador y la tecnología seguramente ha transformado su espectáculo. Estoy pensando seriamente asistir a alguna de sus funciones y sumergirme, al tiempo, en esos años de la carpa en la carretera Panamericana desde una mirada de niño que, creo, aún tengo guardada en algún cajón de la memoria.