/ domingo 25 de febrero de 2024

Aquí Querétaro | Hugo Gutiérrez Vega

Era una calurosa mañana de verano madrileña cuando lo conocí personalmente. Estaba tras su escritorio de la agregaduría cultural de la embajada mexicana, allá donde el Paseo de la Castellana se alejaba considerablemente del centro y dejaba atrás al Santiago Bernabeu y hasta a los llamados Nuevos Ministerios. La conversación fue corta y amable, con esa calidez y mesura que irradiaba a cada palabra, con su nostalgia por Querétaro y por los muchos episodios irrepetibles de los que fue protagonista.

De no haber muerto en el 2015, Hugo Gutiérrez Vega, el poeta, diplomático y teatrista, hubiese cumplido noventa años hace unos días. Hoy, por fortuna, su nutrida biblioteca ocupa un espacio de privilegio en uno de los salones contiguos al bellísimo Patio Barroco de la Universidad de la que fue rector, espacio que se convirtió, allá por los sesenta del pasado siglo, en punto de encono y lucha universitaria, y protagonista de uno de los episodios que marcarían sin remedio al escritor nacido en Guadalajara, casado con queretana, y residente de Copilco y el mundo.

Querétaro siempre ha sido una ciudad tradicional, costumbrista, religiosa y cerrada (“la santa ciudad de tierra adentro”, le llamaban), pero a lo largo de su historia reciente tuvo la irrupción de personajes que miraban el mundo desde una perspectiva mucho más amplia y libre, que se atrevieron a pisar terrenos impensables y afrontar los pensamientos anquilosados; dicho muy coloquialmente, que se aventuraron más allá de lo que la frontera de Palmillas dictaba. Uno de ellos, significativamente, fue Hugo Gutiérrez Vega.

Fundador, en 1959, de la compañía teatral universitaria a la que nombró “Cómicos de la Legua” (hoy la más longeva de Latinoamérica), con la idea de emular aquel mítico grupo de “La Barraca” que recorría los pueblos de España a iniciativa de Federico García Lorca. Y lo mismo pasó con aquel grupo que inició su vida, entre otras cosas, con aquellas coplas por la muerte de su padre, de Jorge Maríque, frente a Santa Rosa de Viterbo, y que recorrió rancherías y pueblos por doquier. Transgresor valiente que se atrevió a encabezar la toma del Patio Barroco, hasta entonces semiabandonado, pero en poder de la Iglesia, y a aguantar la ira de los pobladores y autoridades eclesiásticas que hasta ahí llegaron a recuperarlo.

Nunca pude constatar, pese a que tuve la oportunidad de platicar con él muchas veces y de entrevistarlo algunas cuantas, si fue verdad aquel dicho de que, un día, Diego Fernández de Cevallos (ambos jóvenes y actores políticos destacados) lo azotó con una fusta en alguno de sus desencuentros. Creo que la anécdota nunca fue agradable de recordar para ninguno de los dos.

De las pláticas con él, algunas en la casa de su familia política, en la céntrica calle de Juárez, rescato siempre tres de sus opiniones aleccionadoras:

Los capitalinos ven a los de otros estados como nobles vacas pastando en la campiña provinciana. Todos los políticos deberían tener un gato para acostumbrarse a la libertad de sus ciudadanos. De ir a una isla desierta, me llevaría para leer un buen número de las secciones de sociales de los periódicos de provincia para ver la vida con ese optimismo.

Aquella calurosa mañana en Madrid (de eso hace ya más de cuarenta años), descubrí algo que un joven poeta me hizo notar al conocer a quien también dirigió el suplemento cultural de La Jornada: la paz. Pese a sus luchas, sus pasiones, su ímpetu y sus ideas revolucionarias, Hugo era un hombre que irradiaba paz. Feliz aniversario hasta donde se encuentre.


Era una calurosa mañana de verano madrileña cuando lo conocí personalmente. Estaba tras su escritorio de la agregaduría cultural de la embajada mexicana, allá donde el Paseo de la Castellana se alejaba considerablemente del centro y dejaba atrás al Santiago Bernabeu y hasta a los llamados Nuevos Ministerios. La conversación fue corta y amable, con esa calidez y mesura que irradiaba a cada palabra, con su nostalgia por Querétaro y por los muchos episodios irrepetibles de los que fue protagonista.

De no haber muerto en el 2015, Hugo Gutiérrez Vega, el poeta, diplomático y teatrista, hubiese cumplido noventa años hace unos días. Hoy, por fortuna, su nutrida biblioteca ocupa un espacio de privilegio en uno de los salones contiguos al bellísimo Patio Barroco de la Universidad de la que fue rector, espacio que se convirtió, allá por los sesenta del pasado siglo, en punto de encono y lucha universitaria, y protagonista de uno de los episodios que marcarían sin remedio al escritor nacido en Guadalajara, casado con queretana, y residente de Copilco y el mundo.

Querétaro siempre ha sido una ciudad tradicional, costumbrista, religiosa y cerrada (“la santa ciudad de tierra adentro”, le llamaban), pero a lo largo de su historia reciente tuvo la irrupción de personajes que miraban el mundo desde una perspectiva mucho más amplia y libre, que se atrevieron a pisar terrenos impensables y afrontar los pensamientos anquilosados; dicho muy coloquialmente, que se aventuraron más allá de lo que la frontera de Palmillas dictaba. Uno de ellos, significativamente, fue Hugo Gutiérrez Vega.

Fundador, en 1959, de la compañía teatral universitaria a la que nombró “Cómicos de la Legua” (hoy la más longeva de Latinoamérica), con la idea de emular aquel mítico grupo de “La Barraca” que recorría los pueblos de España a iniciativa de Federico García Lorca. Y lo mismo pasó con aquel grupo que inició su vida, entre otras cosas, con aquellas coplas por la muerte de su padre, de Jorge Maríque, frente a Santa Rosa de Viterbo, y que recorrió rancherías y pueblos por doquier. Transgresor valiente que se atrevió a encabezar la toma del Patio Barroco, hasta entonces semiabandonado, pero en poder de la Iglesia, y a aguantar la ira de los pobladores y autoridades eclesiásticas que hasta ahí llegaron a recuperarlo.

Nunca pude constatar, pese a que tuve la oportunidad de platicar con él muchas veces y de entrevistarlo algunas cuantas, si fue verdad aquel dicho de que, un día, Diego Fernández de Cevallos (ambos jóvenes y actores políticos destacados) lo azotó con una fusta en alguno de sus desencuentros. Creo que la anécdota nunca fue agradable de recordar para ninguno de los dos.

De las pláticas con él, algunas en la casa de su familia política, en la céntrica calle de Juárez, rescato siempre tres de sus opiniones aleccionadoras:

Los capitalinos ven a los de otros estados como nobles vacas pastando en la campiña provinciana. Todos los políticos deberían tener un gato para acostumbrarse a la libertad de sus ciudadanos. De ir a una isla desierta, me llevaría para leer un buen número de las secciones de sociales de los periódicos de provincia para ver la vida con ese optimismo.

Aquella calurosa mañana en Madrid (de eso hace ya más de cuarenta años), descubrí algo que un joven poeta me hizo notar al conocer a quien también dirigió el suplemento cultural de La Jornada: la paz. Pese a sus luchas, sus pasiones, su ímpetu y sus ideas revolucionarias, Hugo era un hombre que irradiaba paz. Feliz aniversario hasta donde se encuentre.