/ domingo 31 de diciembre de 2023

Aquí Querétaro | Ricardo

Conocí a Ricardo en el ya lejano verano de 1980. Apareció acompañando a mi primo Pepe para recogerme de un hotel de Oviedo y llevarme a Avilés, donde ambos vivían. De hecho, Ricardo también era mi primo, pues estaba casado con la hermana de Pepe.

Sí, ahí lo conocí, y lo seguí viendo cada vez que la vida me daba la oportunidad de regresar a la tierra de mis padres. Por entonces, Ricardo era conserje de escuela en un barrio avilesino, mientras su esposa, Marina, era afanadora de la misma escuela. Ahí mismo vivían, en una pequeña estancia adosada a aquel colegio público, que tan sólo fue uno de varios que recorrieron, con las mismas responsabilidades, durante su larga vida trabajadora.

Como tantos otros, Ricardo había salido de su pueblo natal para buscarse una mejor vida y dejar de trabajar en un campo que cada vez resultaba menos atrayente para la sobrevivencia. Pero a pesar de ello, conservó ese vínculo en las cercanías de su pueblo, río Sella de por medio, en un lugar al que llamaban Matahues. Ahí construyó, de a poco, una casa de campo e instaló, en el sótano, un lagar donde producía poca, pero rica y sustanciosa, sidra.

Siempre fue serio, extraordinariamente serio, y aunque a veces lo ví sonreír, e incluso reír, solía mostrar una postura prudente, callada y comprometida; solía invitarme, a mí solo primero y después en compañía de mi familia, a su casa o algún restaurante de viandas sencillas pero riquísimas.

El tiempo pasó, y Ricardo, junto con su esposa Marina, se jubiló, se compró con los ahorros de ambos un pequeño y bello departamento (piso le dicen allá) en Cangas de Onís, con ventanas hacia donde los dos ríos que pasan por esa población se juntan. Y también, claro está, dedicó la mayor parte de sus horas a realizar tareas de campo en su finca de Matahues, donde las gallinas y los gatos deambulaban casi sin ninguna restricción.

La última vez que lo ví fue en el 2020, cuando el Covid ya nos pisaba los talones sin que imagináramos sus alcances. Algo muy fuerte había pasado en su ánimo, Dirigía ahora sus conversaciones a hablar, con pesimismo, sobre el escaso futuro que sentía ya tener. Estaba evidente y tristemente, sumido en una profunda depresión.

Hace unos días recibí la noticia: Ricardo murió, luego de permanecer algún tiempo, debido al deterioro de su mente y sus facultades físicas, en una residencia para ancianos. Así, sin más, como se reciben las noticias más tristes, como descubrimos cómo nos vamos quedando cada día más solos, aferrados tan solo de los recuerdos.

En Matahues cada rincón gritará sobre su vida, una vida tan sencilla como entrañable.


Conocí a Ricardo en el ya lejano verano de 1980. Apareció acompañando a mi primo Pepe para recogerme de un hotel de Oviedo y llevarme a Avilés, donde ambos vivían. De hecho, Ricardo también era mi primo, pues estaba casado con la hermana de Pepe.

Sí, ahí lo conocí, y lo seguí viendo cada vez que la vida me daba la oportunidad de regresar a la tierra de mis padres. Por entonces, Ricardo era conserje de escuela en un barrio avilesino, mientras su esposa, Marina, era afanadora de la misma escuela. Ahí mismo vivían, en una pequeña estancia adosada a aquel colegio público, que tan sólo fue uno de varios que recorrieron, con las mismas responsabilidades, durante su larga vida trabajadora.

Como tantos otros, Ricardo había salido de su pueblo natal para buscarse una mejor vida y dejar de trabajar en un campo que cada vez resultaba menos atrayente para la sobrevivencia. Pero a pesar de ello, conservó ese vínculo en las cercanías de su pueblo, río Sella de por medio, en un lugar al que llamaban Matahues. Ahí construyó, de a poco, una casa de campo e instaló, en el sótano, un lagar donde producía poca, pero rica y sustanciosa, sidra.

Siempre fue serio, extraordinariamente serio, y aunque a veces lo ví sonreír, e incluso reír, solía mostrar una postura prudente, callada y comprometida; solía invitarme, a mí solo primero y después en compañía de mi familia, a su casa o algún restaurante de viandas sencillas pero riquísimas.

El tiempo pasó, y Ricardo, junto con su esposa Marina, se jubiló, se compró con los ahorros de ambos un pequeño y bello departamento (piso le dicen allá) en Cangas de Onís, con ventanas hacia donde los dos ríos que pasan por esa población se juntan. Y también, claro está, dedicó la mayor parte de sus horas a realizar tareas de campo en su finca de Matahues, donde las gallinas y los gatos deambulaban casi sin ninguna restricción.

La última vez que lo ví fue en el 2020, cuando el Covid ya nos pisaba los talones sin que imagináramos sus alcances. Algo muy fuerte había pasado en su ánimo, Dirigía ahora sus conversaciones a hablar, con pesimismo, sobre el escaso futuro que sentía ya tener. Estaba evidente y tristemente, sumido en una profunda depresión.

Hace unos días recibí la noticia: Ricardo murió, luego de permanecer algún tiempo, debido al deterioro de su mente y sus facultades físicas, en una residencia para ancianos. Así, sin más, como se reciben las noticias más tristes, como descubrimos cómo nos vamos quedando cada día más solos, aferrados tan solo de los recuerdos.

En Matahues cada rincón gritará sobre su vida, una vida tan sencilla como entrañable.