/ miércoles 6 de julio de 2022

El funeral de un hombre solo VII

Vitral


Me levanté, me bañé, fui por mi chava y nos dirigimos a casa de mi tío. Sabía que no habría otra posibilidad, tenía que vencer esa sequedad de nuestras relaciones, porque muchas veces, aunque seamos familia, hay barreras aparentemente infranqueables que nos impiden comunicarnos con facilidad. Era temprano, nos apuramos porque temía que él saliera y ya no lo encontráramos. Metro Cuauhtémoc. Transbordar, subir, bajar, ganar lugar. Caminamos por Bucareli hasta Emilio Dondé, número ocho, en el antiguo Barrio de La Ciudadela. Es una calle del viejo estilo urbano pero ahora ya pasado de moda, con mucha historia dado que por aquí se vivieron los tristes acontecimientos de la Decena Trágica en la Revolución mexicana. También pasamos frente al célebre edificio Gaona, hermoso mamut con fachada de tezontle, declarado monumento artístico nacional que fue construido en 1922. Las calles se veían medio sucias, viejas, pero con mucha vida. Talleres eléctricos, y muchos otros comercios, cafés de chinos, puestos de tortas, sopes y quesadillas. Bucareli ahora es eje vial, tiene venas de gasolina. Caminamos muy rápido burlando gente, rebasándola. Iba con mi propuesta bajo el brazo para invitar a mi tío y compartir con él la vida a un nivel más profundo, más serio, más cercano. Mi idea era también rendirle una especie de homenaje.

Un joven. (Creía que existía una verdad y sabía, por lo demás, que aquella mujer iba a morir, y no se preocupaba por resolver esa contradicción). Le había despertado un interés auténtico el aburrimiento de la anciana. Y ella lo había notado a la perfección. Y aquel interés era una bicoca para la enferma. Le contaba sus desdichas muy animada: había llegado al final del camino y no hay más remedio que cederles el sitio a los jóvenes. ¿Que si se aburría? Claro que sí. Nadie le hablaba. Estaba metida en un rincón como un perro. Más valía acabar de una vez. Porque prefería morirse a tener que depender de alguien.Albert Camus, La ironía.

Toc toc toc, buenos días, señora, disculpe, ¿está el señor que vive en el cuarto de huéspedes? De muy mala gana la señora respondió que iba a ver. Tardó varios minutos y regresó diciendo que no había nadie. Le pedí que nos dejara pasar para ver si a nosotros sí nos contestaba alguien. Con cara de rata de telenovela comercial bajó a abrirnos refunfuñando. Subimos, tocamos, y mi tío respondió con el tono clásico con el que hablan los zacatecanos: “voy”. Estaba acostado con las compañeras de su vida: la cruda y la botella. Se levantó, abrió y luego corrió de la puerta a la cama con las piernas flacas enfundadas en unos calzones de manga larga. No mediamos palabra para proponerle el papel de actor en nuestro cortito de cine para la universidad con el que acreditaríamos la materia de Cine, basado en un texto que elegí pensando específicamente en él.

Estaban sentados en torno a una mesa redonda; tres jóvenes y él, el viejo. Refería sus humildes aventuras: bobadas valoradas a lo grande, cansancios que elogiaba como victorias. No introducía pausas en el relato y, con prisa por contarles todo antes de que se fueran, seleccionaba en su pasado lo que le parecía adecuado para interesar a los oyentes. Conseguir que lo escucharan era su único vicio: se negaba a ver la ironía de las miradas y la burlona brusquedad con que lo agobiaban.Albert Camus, La ironía.

Era una libre adaptación del relato de Albert Camus llamado La ironía, que forma parte de su libro titulado El revés y el derecho. Por momentos me sentía nervioso, raro, no, no era esa la relación a la que estaba acostumbrado con él, me sentí apocado. Aunque mi tío me quiso mucho desde niño y yo a él, al paso de los años nuestra relación se había enfriado, prácticamente no intercambiábamos palabras más allá del ya vine, ya me voy, cómo estás. El cuarto que rentaba estaba oscuro a pesar de que el foco del interior estaba encendido. Siempre vivió por estos rumbos en casa de huéspedes o cuartos para inquilinos. Aquel lugar se veía pardo, paredes, pintura y puertas muy viejas, techos muy altos. Traté de sentir el máximo de seguridad para romper ese cerco de lejanía y frialdad. Nunca lo había visitado en su casa, era él quien iba siempre a la nuestra y ni siquiera había reparado en ello. Pero ese día estaba decidido y para eso estaba ahí, para romper el hielo, para acabar de una vez por todas con esa situación que quizá mi familia había arrastrado por generaciones: la falta de una comunicación plena y sana, toda una constelación heredada quién sabe desde cuándo. Me di valor al ir acompañado de mi novia, y ella misma me ayudó a convencerlo. Él argumentaba que se sentía mal, que anoche se había puesto una borrachera tremenda y que no sabía ni cómo había llegado. Lo mismo de siempre, el círculo vicioso, esa monotonía de la que era necesario sacarlo, y qué mejor manera que ofreciéndole trabajo -aunque sin sueldo- en ese cortito escolar.

Mi tío fue actor, mejor dicho extra, en el cine mexicano de la Época de Oro. Nunca pasó de ahí, pero sabíamos que era actor, De hecho mi pasión por el cine venía en parte por él, de aquellos días en que los escenarios se convertían para mí en hermosas fascinaciones reales cuando mi tío nos llevaba a extrear a los Estudios Churubusco y a los América. La otra parte provenía de mi madre, gran cinéfila. Por el momento, él se negaba a levantarse.

–Ándale, entonces qué, te esperamos-. La idea por fin prendió fuego en las cenizas. –Está bien, nos vemos en una hora y media– dijo. Mi chava y yo nos fuimos bien contentos. Regresamos a propósito en dos horas y media, para que con tiempo hiciera sus cosas. Y ahí estaba esperándonos. El viejo tenía responsabilidad, decía a una hora y a esa hora era. Estaba arreglado de acuerdo a sus gustos, pero además lo había hecho expresamente para la ocasión. Se cambió de camisa, se puso un abrigo que le hacía verse con personalidad, se lavó, rasuró y peinó. Estaba listo y quizá emocionado en su interior. Creo que me veía como: “A ver chamaco, qué sabes de cine”.



Me levanté, me bañé, fui por mi chava y nos dirigimos a casa de mi tío. Sabía que no habría otra posibilidad, tenía que vencer esa sequedad de nuestras relaciones, porque muchas veces, aunque seamos familia, hay barreras aparentemente infranqueables que nos impiden comunicarnos con facilidad. Era temprano, nos apuramos porque temía que él saliera y ya no lo encontráramos. Metro Cuauhtémoc. Transbordar, subir, bajar, ganar lugar. Caminamos por Bucareli hasta Emilio Dondé, número ocho, en el antiguo Barrio de La Ciudadela. Es una calle del viejo estilo urbano pero ahora ya pasado de moda, con mucha historia dado que por aquí se vivieron los tristes acontecimientos de la Decena Trágica en la Revolución mexicana. También pasamos frente al célebre edificio Gaona, hermoso mamut con fachada de tezontle, declarado monumento artístico nacional que fue construido en 1922. Las calles se veían medio sucias, viejas, pero con mucha vida. Talleres eléctricos, y muchos otros comercios, cafés de chinos, puestos de tortas, sopes y quesadillas. Bucareli ahora es eje vial, tiene venas de gasolina. Caminamos muy rápido burlando gente, rebasándola. Iba con mi propuesta bajo el brazo para invitar a mi tío y compartir con él la vida a un nivel más profundo, más serio, más cercano. Mi idea era también rendirle una especie de homenaje.

Un joven. (Creía que existía una verdad y sabía, por lo demás, que aquella mujer iba a morir, y no se preocupaba por resolver esa contradicción). Le había despertado un interés auténtico el aburrimiento de la anciana. Y ella lo había notado a la perfección. Y aquel interés era una bicoca para la enferma. Le contaba sus desdichas muy animada: había llegado al final del camino y no hay más remedio que cederles el sitio a los jóvenes. ¿Que si se aburría? Claro que sí. Nadie le hablaba. Estaba metida en un rincón como un perro. Más valía acabar de una vez. Porque prefería morirse a tener que depender de alguien.Albert Camus, La ironía.

Toc toc toc, buenos días, señora, disculpe, ¿está el señor que vive en el cuarto de huéspedes? De muy mala gana la señora respondió que iba a ver. Tardó varios minutos y regresó diciendo que no había nadie. Le pedí que nos dejara pasar para ver si a nosotros sí nos contestaba alguien. Con cara de rata de telenovela comercial bajó a abrirnos refunfuñando. Subimos, tocamos, y mi tío respondió con el tono clásico con el que hablan los zacatecanos: “voy”. Estaba acostado con las compañeras de su vida: la cruda y la botella. Se levantó, abrió y luego corrió de la puerta a la cama con las piernas flacas enfundadas en unos calzones de manga larga. No mediamos palabra para proponerle el papel de actor en nuestro cortito de cine para la universidad con el que acreditaríamos la materia de Cine, basado en un texto que elegí pensando específicamente en él.

Estaban sentados en torno a una mesa redonda; tres jóvenes y él, el viejo. Refería sus humildes aventuras: bobadas valoradas a lo grande, cansancios que elogiaba como victorias. No introducía pausas en el relato y, con prisa por contarles todo antes de que se fueran, seleccionaba en su pasado lo que le parecía adecuado para interesar a los oyentes. Conseguir que lo escucharan era su único vicio: se negaba a ver la ironía de las miradas y la burlona brusquedad con que lo agobiaban.Albert Camus, La ironía.

Era una libre adaptación del relato de Albert Camus llamado La ironía, que forma parte de su libro titulado El revés y el derecho. Por momentos me sentía nervioso, raro, no, no era esa la relación a la que estaba acostumbrado con él, me sentí apocado. Aunque mi tío me quiso mucho desde niño y yo a él, al paso de los años nuestra relación se había enfriado, prácticamente no intercambiábamos palabras más allá del ya vine, ya me voy, cómo estás. El cuarto que rentaba estaba oscuro a pesar de que el foco del interior estaba encendido. Siempre vivió por estos rumbos en casa de huéspedes o cuartos para inquilinos. Aquel lugar se veía pardo, paredes, pintura y puertas muy viejas, techos muy altos. Traté de sentir el máximo de seguridad para romper ese cerco de lejanía y frialdad. Nunca lo había visitado en su casa, era él quien iba siempre a la nuestra y ni siquiera había reparado en ello. Pero ese día estaba decidido y para eso estaba ahí, para romper el hielo, para acabar de una vez por todas con esa situación que quizá mi familia había arrastrado por generaciones: la falta de una comunicación plena y sana, toda una constelación heredada quién sabe desde cuándo. Me di valor al ir acompañado de mi novia, y ella misma me ayudó a convencerlo. Él argumentaba que se sentía mal, que anoche se había puesto una borrachera tremenda y que no sabía ni cómo había llegado. Lo mismo de siempre, el círculo vicioso, esa monotonía de la que era necesario sacarlo, y qué mejor manera que ofreciéndole trabajo -aunque sin sueldo- en ese cortito escolar.

Mi tío fue actor, mejor dicho extra, en el cine mexicano de la Época de Oro. Nunca pasó de ahí, pero sabíamos que era actor, De hecho mi pasión por el cine venía en parte por él, de aquellos días en que los escenarios se convertían para mí en hermosas fascinaciones reales cuando mi tío nos llevaba a extrear a los Estudios Churubusco y a los América. La otra parte provenía de mi madre, gran cinéfila. Por el momento, él se negaba a levantarse.

–Ándale, entonces qué, te esperamos-. La idea por fin prendió fuego en las cenizas. –Está bien, nos vemos en una hora y media– dijo. Mi chava y yo nos fuimos bien contentos. Regresamos a propósito en dos horas y media, para que con tiempo hiciera sus cosas. Y ahí estaba esperándonos. El viejo tenía responsabilidad, decía a una hora y a esa hora era. Estaba arreglado de acuerdo a sus gustos, pero además lo había hecho expresamente para la ocasión. Se cambió de camisa, se puso un abrigo que le hacía verse con personalidad, se lavó, rasuró y peinó. Estaba listo y quizá emocionado en su interior. Creo que me veía como: “A ver chamaco, qué sabes de cine”.


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