/ sábado 14 de abril de 2018

El teatro y la muerte

Se muere siempre un poco creando nueva vida

Sergio Aguirre

El pasado 20 de marzo falleció mi abuela, la figura de una mujer indispensable en mi vida, una mujer sabia, amorosa y de un humor inigualable. Ese mismo día, por la noche, nos esperaba el estreno de la obra de teatro “Id descalzos”, una obra cuyo proceso de creación también ha sido una pieza indispensable en mi vida. Tres horas de ida a la Ciudad de México y tres horas de vuelta a Querétaro me separaron de la posibilidad de ir a abrazar a mi padre este nublado día, de besar a mi familia, de ver el gesto de paz con el que me cuentan reposaba mi abuela en el ataúd, de intentar contarle un cuento detrás del cristal, como me lo pedía cuando era niña.

El teatro es así, un evento inaplazable, como la muerte misma. ¿Cuántas personas esperaban aquel día el estreno? al menos trece, las trece que durante tres meses veníamos dedicando nuestra mente y cuerpo a la construcción de este “coso escénico” como diría nuestra directora. De ahí en más, un número de público desconocido, algunos seres queridos que estaban ya anotados en la lista de reservaciones; otros tantos, público de Atabal que siguen continua o esporádicamente la actividad del grupo y ocupan el valioso espacio de las butacas. Todos ellos, nuestro gran motivo para que exista el hecho de la representación, el teatro.

Al final, sumando a los que esperábamos la función ese día, no éramos más que todos los que acudieron esa tarde a casa de Doña Jose a despedirse. Sin embargo, hubo alguien ese día entre las butacas que no estaba anotada en la lista de reservaciones, mas ocupó el primer asiento de la noche: mi abuela. Ese día no tuve que intentar contarle un cuento a mi abuela a través del cristal del ataúd, se lo conté directamente, sin barreras ni pausas. Durante una hora 15 minutos estuvimos juntas, le conté la historia de una niña que creció en una familia maravillosa, en un yermo que floreció cerca del cielo, la tierra y el aire. Le conté la historia de una niña que fue alejada de su familia y comenzó a olvidar, una mujer que no quería olvidar ¿quién querría olvidar sus raíces, el sol? ¿quién querría olvidar quién es?

Acechada por la misma inquietud del olvido, de las raíces, me cuestionaba, ¿por qué elegir quedarme a dar una función de teatro a cambio de ir a casa con mi familia esa noche?

Más allá de la plenitud de la sensación sobre la presencia del espíritu de mi abuela conmigo ese día, existía una respuesta por buscar, por entender. Tengo la certeza de que en el teatro se pueden multiplicar, compartir e inmortalizar -entre muchas otras cosas- las maravillas de la existencia, como lo fue para mí la vida de mi abuela, su querer, su sabiduría, su estar. Así pues, era el teatro un sitio a través del que no se iría nunca y podría permanecer no sólo en mí, sino en cada uno de los espectadores que lográramos tocar con la representación.

No es que la pieza tuviese que ver con mi abuela, pero tenía que ver conmigo, no porque se tratase de mi historia sino porque todo de mí estaba puesto en ella para comprenderla, sentirla y hacerla vivir junto con mis compañeros actores, el escenógrafo, el productor, la directora; sobre quienes también tenía todo que ver “Id descalzos”, porque hubo que aprender a ir descalzos, con nada más que nosotros mismos, para llegar a lograr comunicarnos, entre nosotros y con el público.

A través de las experiencias del actor/actriz, de lo que cree y es, se conforman los personajes que dan vida a las historias y al hecho escénico. Trabajamos en significar, resignificar, encontrar porqués en el afán, no sólo de dar vida a la escena sino de potenciar aquello de la vida cotidiana que en el teatro hay que condensar en un espacio y en un tiempo específico. Hablamos de cosas que nos importan, que creemos importante pensar, sentir, recordar; volver a pasar por el corazón.

Aunque en la sala de teatro no hubiera tanta gente como en la casa de mi abuela, esa función era importante como lo es cada una de las funciones. Todo lo que desata un evento como la muerte son huellas imborrables en nuestro tránsito por la vida a partir de las que tenemos el impulso y la posibilidad de hacer nuevas cosas, valorar otras que ya hacemos o aquello que tenemos, sin embargo, no siempre muere alguien que queremos… afortunadamente; pero está el teatro, ese lugar que en la condensación de vida que requiere para suceder y compartir ofrece la posibilidad de pasar por la reflexión y el sentir de situaciones, circunstancias imaginadas o desconocidas, reconocibles o ajenas que, de alguna manera, siempre esperamos que, para bien, modifiquen y pueden alteran en algo nuestro entorno.

Ofrecemos todo lo que podemos al teatro, lo que muchos desconocen también. Lo hacemos con la ilusión de que también acudan las personas a una sala que celebra e invita a la vida. Sí, creemos que podemos cambiar al mundo porque sólo así podemos cambiarlo, intentándolo, ser una onda expansiva, el aleteo de una mariposa, la sonrisa, las palabras que se quedan, el beso amoroso de una abuela en la mano de su nieta.

Se muere siempre un poco creando nueva vida

Sergio Aguirre

El pasado 20 de marzo falleció mi abuela, la figura de una mujer indispensable en mi vida, una mujer sabia, amorosa y de un humor inigualable. Ese mismo día, por la noche, nos esperaba el estreno de la obra de teatro “Id descalzos”, una obra cuyo proceso de creación también ha sido una pieza indispensable en mi vida. Tres horas de ida a la Ciudad de México y tres horas de vuelta a Querétaro me separaron de la posibilidad de ir a abrazar a mi padre este nublado día, de besar a mi familia, de ver el gesto de paz con el que me cuentan reposaba mi abuela en el ataúd, de intentar contarle un cuento detrás del cristal, como me lo pedía cuando era niña.

El teatro es así, un evento inaplazable, como la muerte misma. ¿Cuántas personas esperaban aquel día el estreno? al menos trece, las trece que durante tres meses veníamos dedicando nuestra mente y cuerpo a la construcción de este “coso escénico” como diría nuestra directora. De ahí en más, un número de público desconocido, algunos seres queridos que estaban ya anotados en la lista de reservaciones; otros tantos, público de Atabal que siguen continua o esporádicamente la actividad del grupo y ocupan el valioso espacio de las butacas. Todos ellos, nuestro gran motivo para que exista el hecho de la representación, el teatro.

Al final, sumando a los que esperábamos la función ese día, no éramos más que todos los que acudieron esa tarde a casa de Doña Jose a despedirse. Sin embargo, hubo alguien ese día entre las butacas que no estaba anotada en la lista de reservaciones, mas ocupó el primer asiento de la noche: mi abuela. Ese día no tuve que intentar contarle un cuento a mi abuela a través del cristal del ataúd, se lo conté directamente, sin barreras ni pausas. Durante una hora 15 minutos estuvimos juntas, le conté la historia de una niña que creció en una familia maravillosa, en un yermo que floreció cerca del cielo, la tierra y el aire. Le conté la historia de una niña que fue alejada de su familia y comenzó a olvidar, una mujer que no quería olvidar ¿quién querría olvidar sus raíces, el sol? ¿quién querría olvidar quién es?

Acechada por la misma inquietud del olvido, de las raíces, me cuestionaba, ¿por qué elegir quedarme a dar una función de teatro a cambio de ir a casa con mi familia esa noche?

Más allá de la plenitud de la sensación sobre la presencia del espíritu de mi abuela conmigo ese día, existía una respuesta por buscar, por entender. Tengo la certeza de que en el teatro se pueden multiplicar, compartir e inmortalizar -entre muchas otras cosas- las maravillas de la existencia, como lo fue para mí la vida de mi abuela, su querer, su sabiduría, su estar. Así pues, era el teatro un sitio a través del que no se iría nunca y podría permanecer no sólo en mí, sino en cada uno de los espectadores que lográramos tocar con la representación.

No es que la pieza tuviese que ver con mi abuela, pero tenía que ver conmigo, no porque se tratase de mi historia sino porque todo de mí estaba puesto en ella para comprenderla, sentirla y hacerla vivir junto con mis compañeros actores, el escenógrafo, el productor, la directora; sobre quienes también tenía todo que ver “Id descalzos”, porque hubo que aprender a ir descalzos, con nada más que nosotros mismos, para llegar a lograr comunicarnos, entre nosotros y con el público.

A través de las experiencias del actor/actriz, de lo que cree y es, se conforman los personajes que dan vida a las historias y al hecho escénico. Trabajamos en significar, resignificar, encontrar porqués en el afán, no sólo de dar vida a la escena sino de potenciar aquello de la vida cotidiana que en el teatro hay que condensar en un espacio y en un tiempo específico. Hablamos de cosas que nos importan, que creemos importante pensar, sentir, recordar; volver a pasar por el corazón.

Aunque en la sala de teatro no hubiera tanta gente como en la casa de mi abuela, esa función era importante como lo es cada una de las funciones. Todo lo que desata un evento como la muerte son huellas imborrables en nuestro tránsito por la vida a partir de las que tenemos el impulso y la posibilidad de hacer nuevas cosas, valorar otras que ya hacemos o aquello que tenemos, sin embargo, no siempre muere alguien que queremos… afortunadamente; pero está el teatro, ese lugar que en la condensación de vida que requiere para suceder y compartir ofrece la posibilidad de pasar por la reflexión y el sentir de situaciones, circunstancias imaginadas o desconocidas, reconocibles o ajenas que, de alguna manera, siempre esperamos que, para bien, modifiquen y pueden alteran en algo nuestro entorno.

Ofrecemos todo lo que podemos al teatro, lo que muchos desconocen también. Lo hacemos con la ilusión de que también acudan las personas a una sala que celebra e invita a la vida. Sí, creemos que podemos cambiar al mundo porque sólo así podemos cambiarlo, intentándolo, ser una onda expansiva, el aleteo de una mariposa, la sonrisa, las palabras que se quedan, el beso amoroso de una abuela en la mano de su nieta.

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