/ miércoles 28 de junio de 2023

El Adefesio verde


Aquella casa tenía una forma extravagante. Le llamaban adefesio verde por las enormes lonas de ese color que cubrían dos de los tres pisos de la construcción.

Y vaya que ese apodo le hacía justicia, la casona era horrible. En la planta baja sólo quedaban vestigios de la estructura original, antiguos muros de adobe con una puerta de metal medio caída y oxidada.

En el segundo piso comenzaban las malformaciones, ya no eran muros de adobe sino de ladrillos, que a su vez estaban cubiertos por una lona plastiquienta y encima de esta, una malla metálica.

El tercer piso tenía la misma pinta. Muros forrados con ese plástico horrible, y más extraño aún, sin ventanas.

La casa era tan alta que resaltaba en todas las fotografías panorámicas de la ciudad. De hecho, tenía la misma altura que el campanario del Templo de San José, ubicado a sólo unos metros de distancia.

Por extraño que parezca, los vecinos de la zona no alcanzaron a percibir el crecimiento de la casa, nadie recuerda haber visto a albañiles trabajando en el lugar. Por eso algunos sucumbían a la tentación de creer en lo paranormal, y entre risas nerviosas decían que “algo misterioso” alimentaba a la casa, porque parecía tener vida propia, como si tuviera ramificaciones que crecían lentamente con solo un poco de sol y agua, como si fuera una enorme planta carnívora.

De un momento a otro, cuando al fin se dieron cuenta, la antigua vivienda de los años mil ochocientos ya era una amorfa construcción de los dos mil veintitantos, desentonando con el ambiente colonial de la ciudad, que era conocida por sus antiguos monumentos, conventos y casonas construidas en los siglos XVIII y XIX.

Nunca se pudo asegurar que alguna persona entrara o saliera de la casa. Incluso la puerta estaba cerrada con cadenas y candados; aunque algunas noches, casi siempre en la madrugada se veían luces encendidas en la planta baja, en lo que parecía ser la sala, donde quizá algún noctámbulo leía en silencio para conciliar el sueño.

“Te digo que vive una viejita, yo la he visto entrar”, “No es una viejita, es una señora joven, hija de la antigua dueña”, “Ay por favor, si en esa casa no entra nadie desde hace 20 años”, decían los vecinos, las conclusiones eran diversas, cada uno veía algo distinto, aunque eso sí, muy rara vez.

Sin embargo, los más viejos del barrio, aquellos que habían pasado toda su vida en esa colonia tradicional, observando muy de cerca al adefesio verde, esquivaban el tema y guardaban silencio ante las interrogantes sobre la casa. Cuando el tema surgía en alguna reunión familiar, cambiaban la conversación, miraban a otro lado, e incluso algunos preferían abandonar la sala. El mutismo y la incomodidad de los ancianos, era evidente.

Una de las vecinas se obsesionó particularmente con esa casa; Evelia, a quien sus amigos llamaban Eve. Ella había llegado al barrio hacía apenas tres meses y por eso tenía una reciente fascinación con la casa deforme, y desde el momento en que vio la tambaleante construcción, inclinada hacia la derecha por el peso desproporcionado de los tres pisos, casi al punto de colapsar, se despertó en ella una curiosidad tremenda, con la que analizaba cada detalle de la vivienda.

Eve tenía una linda azotea en el departamento que rentaba desde que llegó a la ciudad, poco a poco había formado un jardín seco lleno de cactáceas, suculentas y algunas piedras de río. Ahí tenía un par de sillas de jardín con forma de bol, en las que se desplomaba para fumar un cigarrillo, mientras su perro llamado Negro le hacía compañía. Casi siempre subían entre las 6:00 y 7:00 de la tarde para ver el atardecer entre los tinacos de asbesto de las otras azoteas.

Pero la razón principal para subir todos los días a la azotea no era presenciar el atardecer, ni la compañía del Negro, ni la delicia de fumar después de comer; la razón era la casa. Siempre la casa.

En su azotea, se sentaba justo frente al adefesio que quedaba a unos 30 metros de su casa, y lo veía de abajo a arriba; empezaba con los primeros escombros colocados hace varias décadas, y subía lentamente la vista.

Repasaba las ventanas con barrotes oxidados, las paredes humedecidas por las lluvias recientes, de las que brotaban algunas plantas abriéndose paso entre los muros. Continuaba inspeccionando la casa y de repente. Un corto abrupto. Aquella espantosa lona verde que cubría el segundo piso, y también el tercero, tragándose todo a su paso. Ninguna ventana, ningún recoveco que sirviera para espiar el interior.

A Eve la carcomía la curiosidad, “¿Por qué putas sigue esta casa aquí?”, pensaba en voz alta mientras se acomodaba los lentes de fondo de botella que usaba todo el tiempo debido a su avanzada miopía.

Cuando la luz del día ya se había ido, decepcionada bajaba de su azotea, exhausta de tanto analizar aquel edificio. “Vamos Negro”, decía, y el animal la seguía silencioso por una escalera de caracol que llevaba hasta un pequeño cuarto de servicio, donde apenas había espacio para una lavadora y unos pequeños tendederos de ropa.

Eve era arquitecta, y quizá por eso la atraían las construcciones fuera de lo común. Había llegado a la ciudad para trabajar en un proyecto de restauración en una antigua casona del Centro Histórico, y entre cada jornada laboral preguntaba a los lugareños sobre la casa.

“¿Qué hay en esa casa verde, por el templo de San José?”, “Desde cuándo está ahí?”, “¿Por qué el gobierno no ha investigado más sobre la propiedad?”, “Estamos en una ciudad que es patrimonio mundial por la UNESCO, ¿No es raro que esa casa crezca desproporcionadamente?”. Sin embargo, no obtenía más que monosílabos como respuestas.

A primera hora de cada día, Eve salía a la terraza a mirar ese adefesio verde; de noche, antes de irse a dormir también le echaba un último vistazo, cuando tomaba un café con sus amigos, o hablaba por teléfono con sus padres, siempre hablaba de la casa, la investigaba, busca información en internet, y espiaba la construcción en google maps para encontrar pistas de lo que imaginaba, tuvo que haber sido un paulatino crecimiento en aquella vivienda.

Pero cada búsqueda y cada conversación sobre aquella casa terminaba en frustración, parecía que nadie tenía el mínimo interés en hablar de aquella mole que fascinaba a Evelia. La situación la alteraba, le provocaba insomnio, y estaba a punto de matarla, como al gato que murió por su curiosidad.

Una de esas noches ya no pudo más. Como sonámbula, en medio de la madrugada, salió de su casa aún con la pijama puesta y caminó descalza hasta pararse frente a la misteriosa casa a la que había observado meticulosamente desde hace varios meses.

Una vez ahí, abrió los ojos como una loca, y es que, para su sorpresa, la puerta que siempre estaba cerrada con candados viejos y oxidados, ahora estaba abierta de par en par, aunque sin mostrar nada en su interior, más que una espesa y profunda garganta negra.

Esa inesperada oportunidad de entrar le provocó escalofríos. Dudó un momento, pero apretó los puños, tragó saliva y se encaminó hacia el interior lúgubre y desconocido.

A la mañana siguiente, los vecinos notaron que el departamento de Evelia estaba desordenado y con la puerta entreabierta, el perro chillaba desde el patio trasero, donde alguien - ¿quizá ella misma? - lo había dejado amarrado.

Por la confusa situación Evelia fue reportada como desaparecida, amigos y familiares iniciaron jornadas exhaustivas de búsqueda, aunque sin muchos resultados.

En el barrio, por el contrario, nadie hablaba mucho de la desaparición de Eve. En el aire había un ambiente de vergüenza y de temor, pues los habitantes guardaban un secreto, sabían que aquella mujer no había sido la única con esa fijación hacia la casa, tampoco había sido la primera en desaparecer y también sabían, con pesar, que no sería la última.

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Sobre la autora

"Cuando era niña, mi mamá me contaba historias de una vieja tripona que se asomaba desde el cielo y que amenazaba con comerme si no me dormía. Esa imagen me aterraba. Ahora temo haberme convertido en esa vieja, que se asoma siempre al lado oscuro de la cotidianidad".

Alma Gómez (Jalisco, 1990) estudió periodismo y escribe desde hace más de una década. Ha trabajado en El Occidental, La Jornada Jalisco, El Universal Querétaro y Diario de Querétaro

Esta es su primera colaboración literaria de una serie de cuentos de terror sobre casas y edificios enigmáticos, que saldrán el último fin de semana de cada mes en este periódico.



Aquella casa tenía una forma extravagante. Le llamaban adefesio verde por las enormes lonas de ese color que cubrían dos de los tres pisos de la construcción.

Y vaya que ese apodo le hacía justicia, la casona era horrible. En la planta baja sólo quedaban vestigios de la estructura original, antiguos muros de adobe con una puerta de metal medio caída y oxidada.

En el segundo piso comenzaban las malformaciones, ya no eran muros de adobe sino de ladrillos, que a su vez estaban cubiertos por una lona plastiquienta y encima de esta, una malla metálica.

El tercer piso tenía la misma pinta. Muros forrados con ese plástico horrible, y más extraño aún, sin ventanas.

La casa era tan alta que resaltaba en todas las fotografías panorámicas de la ciudad. De hecho, tenía la misma altura que el campanario del Templo de San José, ubicado a sólo unos metros de distancia.

Por extraño que parezca, los vecinos de la zona no alcanzaron a percibir el crecimiento de la casa, nadie recuerda haber visto a albañiles trabajando en el lugar. Por eso algunos sucumbían a la tentación de creer en lo paranormal, y entre risas nerviosas decían que “algo misterioso” alimentaba a la casa, porque parecía tener vida propia, como si tuviera ramificaciones que crecían lentamente con solo un poco de sol y agua, como si fuera una enorme planta carnívora.

De un momento a otro, cuando al fin se dieron cuenta, la antigua vivienda de los años mil ochocientos ya era una amorfa construcción de los dos mil veintitantos, desentonando con el ambiente colonial de la ciudad, que era conocida por sus antiguos monumentos, conventos y casonas construidas en los siglos XVIII y XIX.

Nunca se pudo asegurar que alguna persona entrara o saliera de la casa. Incluso la puerta estaba cerrada con cadenas y candados; aunque algunas noches, casi siempre en la madrugada se veían luces encendidas en la planta baja, en lo que parecía ser la sala, donde quizá algún noctámbulo leía en silencio para conciliar el sueño.

“Te digo que vive una viejita, yo la he visto entrar”, “No es una viejita, es una señora joven, hija de la antigua dueña”, “Ay por favor, si en esa casa no entra nadie desde hace 20 años”, decían los vecinos, las conclusiones eran diversas, cada uno veía algo distinto, aunque eso sí, muy rara vez.

Sin embargo, los más viejos del barrio, aquellos que habían pasado toda su vida en esa colonia tradicional, observando muy de cerca al adefesio verde, esquivaban el tema y guardaban silencio ante las interrogantes sobre la casa. Cuando el tema surgía en alguna reunión familiar, cambiaban la conversación, miraban a otro lado, e incluso algunos preferían abandonar la sala. El mutismo y la incomodidad de los ancianos, era evidente.

Una de las vecinas se obsesionó particularmente con esa casa; Evelia, a quien sus amigos llamaban Eve. Ella había llegado al barrio hacía apenas tres meses y por eso tenía una reciente fascinación con la casa deforme, y desde el momento en que vio la tambaleante construcción, inclinada hacia la derecha por el peso desproporcionado de los tres pisos, casi al punto de colapsar, se despertó en ella una curiosidad tremenda, con la que analizaba cada detalle de la vivienda.

Eve tenía una linda azotea en el departamento que rentaba desde que llegó a la ciudad, poco a poco había formado un jardín seco lleno de cactáceas, suculentas y algunas piedras de río. Ahí tenía un par de sillas de jardín con forma de bol, en las que se desplomaba para fumar un cigarrillo, mientras su perro llamado Negro le hacía compañía. Casi siempre subían entre las 6:00 y 7:00 de la tarde para ver el atardecer entre los tinacos de asbesto de las otras azoteas.

Pero la razón principal para subir todos los días a la azotea no era presenciar el atardecer, ni la compañía del Negro, ni la delicia de fumar después de comer; la razón era la casa. Siempre la casa.

En su azotea, se sentaba justo frente al adefesio que quedaba a unos 30 metros de su casa, y lo veía de abajo a arriba; empezaba con los primeros escombros colocados hace varias décadas, y subía lentamente la vista.

Repasaba las ventanas con barrotes oxidados, las paredes humedecidas por las lluvias recientes, de las que brotaban algunas plantas abriéndose paso entre los muros. Continuaba inspeccionando la casa y de repente. Un corto abrupto. Aquella espantosa lona verde que cubría el segundo piso, y también el tercero, tragándose todo a su paso. Ninguna ventana, ningún recoveco que sirviera para espiar el interior.

A Eve la carcomía la curiosidad, “¿Por qué putas sigue esta casa aquí?”, pensaba en voz alta mientras se acomodaba los lentes de fondo de botella que usaba todo el tiempo debido a su avanzada miopía.

Cuando la luz del día ya se había ido, decepcionada bajaba de su azotea, exhausta de tanto analizar aquel edificio. “Vamos Negro”, decía, y el animal la seguía silencioso por una escalera de caracol que llevaba hasta un pequeño cuarto de servicio, donde apenas había espacio para una lavadora y unos pequeños tendederos de ropa.

Eve era arquitecta, y quizá por eso la atraían las construcciones fuera de lo común. Había llegado a la ciudad para trabajar en un proyecto de restauración en una antigua casona del Centro Histórico, y entre cada jornada laboral preguntaba a los lugareños sobre la casa.

“¿Qué hay en esa casa verde, por el templo de San José?”, “Desde cuándo está ahí?”, “¿Por qué el gobierno no ha investigado más sobre la propiedad?”, “Estamos en una ciudad que es patrimonio mundial por la UNESCO, ¿No es raro que esa casa crezca desproporcionadamente?”. Sin embargo, no obtenía más que monosílabos como respuestas.

A primera hora de cada día, Eve salía a la terraza a mirar ese adefesio verde; de noche, antes de irse a dormir también le echaba un último vistazo, cuando tomaba un café con sus amigos, o hablaba por teléfono con sus padres, siempre hablaba de la casa, la investigaba, busca información en internet, y espiaba la construcción en google maps para encontrar pistas de lo que imaginaba, tuvo que haber sido un paulatino crecimiento en aquella vivienda.

Pero cada búsqueda y cada conversación sobre aquella casa terminaba en frustración, parecía que nadie tenía el mínimo interés en hablar de aquella mole que fascinaba a Evelia. La situación la alteraba, le provocaba insomnio, y estaba a punto de matarla, como al gato que murió por su curiosidad.

Una de esas noches ya no pudo más. Como sonámbula, en medio de la madrugada, salió de su casa aún con la pijama puesta y caminó descalza hasta pararse frente a la misteriosa casa a la que había observado meticulosamente desde hace varios meses.

Una vez ahí, abrió los ojos como una loca, y es que, para su sorpresa, la puerta que siempre estaba cerrada con candados viejos y oxidados, ahora estaba abierta de par en par, aunque sin mostrar nada en su interior, más que una espesa y profunda garganta negra.

Esa inesperada oportunidad de entrar le provocó escalofríos. Dudó un momento, pero apretó los puños, tragó saliva y se encaminó hacia el interior lúgubre y desconocido.

A la mañana siguiente, los vecinos notaron que el departamento de Evelia estaba desordenado y con la puerta entreabierta, el perro chillaba desde el patio trasero, donde alguien - ¿quizá ella misma? - lo había dejado amarrado.

Por la confusa situación Evelia fue reportada como desaparecida, amigos y familiares iniciaron jornadas exhaustivas de búsqueda, aunque sin muchos resultados.

En el barrio, por el contrario, nadie hablaba mucho de la desaparición de Eve. En el aire había un ambiente de vergüenza y de temor, pues los habitantes guardaban un secreto, sabían que aquella mujer no había sido la única con esa fijación hacia la casa, tampoco había sido la primera en desaparecer y también sabían, con pesar, que no sería la última.

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Sobre la autora

"Cuando era niña, mi mamá me contaba historias de una vieja tripona que se asomaba desde el cielo y que amenazaba con comerme si no me dormía. Esa imagen me aterraba. Ahora temo haberme convertido en esa vieja, que se asoma siempre al lado oscuro de la cotidianidad".

Alma Gómez (Jalisco, 1990) estudió periodismo y escribe desde hace más de una década. Ha trabajado en El Occidental, La Jornada Jalisco, El Universal Querétaro y Diario de Querétaro

Esta es su primera colaboración literaria de una serie de cuentos de terror sobre casas y edificios enigmáticos, que saldrán el último fin de semana de cada mes en este periódico.


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