/ jueves 28 de abril de 2022

El testamento de María

El libro de cabecera

En El testamento de María (Lumen, 2014) Colm Tóibín da voz a María, una mujer desgarrada que, tras la violenta muerte de Jesús, rememora los extraños y convulsos acontecimientos que le han tocado en suerte. En este sobrecogedor relato quien habla no es virgen ni diosa, sino una madre judía, ciudadana de un extremo del imperio romano donde aún alientan ritos helénicos, convencida de que su hijo se ha dejado corromper por nefastas influencias políticas. Quien habla es una mujer:

“Y sé hasta qué punto esto (el ser sólo una mujer) les preocupa, y sonreiría ante su ferviente necesidad de anécdotas triviales, de observaciones sencillas y precisas acerca de lo que nos sucedió, si no fuera porque he olvidado cómo sonreír. Ya no tengo necesidad de sonreír”, reflexiona el personaje de María.

María sola, María exiliada, María nostálgica de su marido y de una época de calma y seguridad que de pronto quedó destruida por la implicación de Jesús en disturbios, aparentes sanaciones milagrosas y confabulaciones que acabaron con la crucifixión del hombre que había llevado en sus entrañas. Es María la mujer quien recuerda y habla:

“Si alguien sabe lo que pasó ese día y por qué, es el hombre que jugaba a los dados. Tal vez fuera más fácil si dijera que se me aparece en sueños, pero no es así, y tampoco me obsesiona como me obsesionan otras cosas, otros rostros”.

En esta perspectiva, María recuerda los últimos momentos que pasó al lado de su hijo, específicamente desde las bodas de Caná: “El hombre que no me tenía en cuenta, que no escuchaba a nadie, un hombre lleno de poder, un poder que no guardaba recuerdo de los años anteriores, cuando él necesitaba que mi pecho le diera leche, que mi mano lo ayudara a sentirse seguro cuando aprendía a andar y que mi voz lo sosegara hasta que se dormía”.

Hacia los últimos días de Jesús y los días del principio del cristianismo, María sueña con escaparse, con llevarse a su hijo entre la multitud, humillado, asustado, con la vista baja, caminando en silencio entre sus seguidores desperdigados. María recuerda cuando la turba pide la libertad de Barrabás el ladrón y no la de su hijo, con lo que se decretaba que Jesús no sería liberado.

—Lo han detenido— dice Marta —y ya se ha decidido lo que harán con él.

—¿Lo van a crucificar?— pregunta María.

—Sí— dice Marta —Sí.

María recuerda que encuentran alojamiento en Jerusalén, en donde se sentía una extraña al cruzarse con otras personas, al ver muchedumbres con las que nunca hablará, a la que nunca conocerá: “Y me parecía raro que todos fuéramos iguales, que camináramos por la misma tierra, que habláramos el mismo idioma y, sin embargo, ya no compartiéramos nada; nadie sabía lo que yo sentía ni tenía nada en común conmigo”.

En los días en los que pareciera que los creyentes celebran la muerte de Jesús, en el relato del novelista y periodista irlandés, María nos cuenta que resultaba fácil distinguir “a los que habían acudido por un motivo concreto, a los que estaban a sueldo y obedecían órdenes, y a los que habían ido como meros espectadores. Lo extraño fue la escasa atención que prestaron cuando lo clavaron en la cruz y luego, con la ayuda de las cuerdas, la llevaron hasta el hoyo que habían cavado y la alzaron”.

En el relato de Colm Tóibín habla María, la mujer, y se describe la experiencia de Jesús, el hombre, ante la cruz. María recuerda que: “Nos apartamos cuando lo clavaron. Cada clavo era más largo que mi mano. Se necesitaron cinco o seis hombres para sujetarlo y estirarle el brazo y, cuando empezaron a clavarle el primero en una muñeca, justo donde se juntaba la mano, aulló de dolor y se resistió y brotaron chorros de sangre, y luego empezaron a dar martillazos para que la punta se hincara en la madera, aplastándole la mano y el brazo contra la cruz mientras él se retorcía y gritaba de dolor”.

María, la mujer, nos revela cómo “Intenté ver su rostro mientras gritaba de dolor, pero estaba tan deformado por el sufrimiento y cubierto de sangre que no lo reconocía”. ¿Qué pasaba alrededor de la crucifixión de Jesús?: “La gente herraba y daba de comer a los caballos, jugaba, lanzaba insultos, contaba chistes, encendía fuegos para cocinar, y el humo ascendía y se propagaba por toda la colina”.

En este relato, María, la mujer, es capaz de reconocerlo y de decirlo de una vez por todas: “A pesar del pánico, a pesar de la desesperación, de los gritos, a pesar de que su corazón y su carne habían nacido de mi carne y de mi corazón, a pesar del dolor que sentí, un dolor que no ha desaparecido y que me acompañará a la tumba, a pesar de todo esto, el sufrimiento era suyo y no mío”.
En un relato construido con extraordinario virtuosismo y admirable capacidad dramática, Colm Tóibín compone a lo largo de menos de cien páginas un verdadero stabat mater contemporáneo, lleno de luz y dolor, un lamento que nace de la tradición y llega hasta nuestros días pero, sobre todo, una necesaria y crítica interpretación desvelada de la María mujer, libre de atavismos y clicés religiosos, que nos permiten comprenderla en el contexto contemporáneo.

En El testamento de María (Lumen, 2014) Colm Tóibín da voz a María, una mujer desgarrada que, tras la violenta muerte de Jesús, rememora los extraños y convulsos acontecimientos que le han tocado en suerte. En este sobrecogedor relato quien habla no es virgen ni diosa, sino una madre judía, ciudadana de un extremo del imperio romano donde aún alientan ritos helénicos, convencida de que su hijo se ha dejado corromper por nefastas influencias políticas. Quien habla es una mujer:

“Y sé hasta qué punto esto (el ser sólo una mujer) les preocupa, y sonreiría ante su ferviente necesidad de anécdotas triviales, de observaciones sencillas y precisas acerca de lo que nos sucedió, si no fuera porque he olvidado cómo sonreír. Ya no tengo necesidad de sonreír”, reflexiona el personaje de María.

María sola, María exiliada, María nostálgica de su marido y de una época de calma y seguridad que de pronto quedó destruida por la implicación de Jesús en disturbios, aparentes sanaciones milagrosas y confabulaciones que acabaron con la crucifixión del hombre que había llevado en sus entrañas. Es María la mujer quien recuerda y habla:

“Si alguien sabe lo que pasó ese día y por qué, es el hombre que jugaba a los dados. Tal vez fuera más fácil si dijera que se me aparece en sueños, pero no es así, y tampoco me obsesiona como me obsesionan otras cosas, otros rostros”.

En esta perspectiva, María recuerda los últimos momentos que pasó al lado de su hijo, específicamente desde las bodas de Caná: “El hombre que no me tenía en cuenta, que no escuchaba a nadie, un hombre lleno de poder, un poder que no guardaba recuerdo de los años anteriores, cuando él necesitaba que mi pecho le diera leche, que mi mano lo ayudara a sentirse seguro cuando aprendía a andar y que mi voz lo sosegara hasta que se dormía”.

Hacia los últimos días de Jesús y los días del principio del cristianismo, María sueña con escaparse, con llevarse a su hijo entre la multitud, humillado, asustado, con la vista baja, caminando en silencio entre sus seguidores desperdigados. María recuerda cuando la turba pide la libertad de Barrabás el ladrón y no la de su hijo, con lo que se decretaba que Jesús no sería liberado.

—Lo han detenido— dice Marta —y ya se ha decidido lo que harán con él.

—¿Lo van a crucificar?— pregunta María.

—Sí— dice Marta —Sí.

María recuerda que encuentran alojamiento en Jerusalén, en donde se sentía una extraña al cruzarse con otras personas, al ver muchedumbres con las que nunca hablará, a la que nunca conocerá: “Y me parecía raro que todos fuéramos iguales, que camináramos por la misma tierra, que habláramos el mismo idioma y, sin embargo, ya no compartiéramos nada; nadie sabía lo que yo sentía ni tenía nada en común conmigo”.

En los días en los que pareciera que los creyentes celebran la muerte de Jesús, en el relato del novelista y periodista irlandés, María nos cuenta que resultaba fácil distinguir “a los que habían acudido por un motivo concreto, a los que estaban a sueldo y obedecían órdenes, y a los que habían ido como meros espectadores. Lo extraño fue la escasa atención que prestaron cuando lo clavaron en la cruz y luego, con la ayuda de las cuerdas, la llevaron hasta el hoyo que habían cavado y la alzaron”.

En el relato de Colm Tóibín habla María, la mujer, y se describe la experiencia de Jesús, el hombre, ante la cruz. María recuerda que: “Nos apartamos cuando lo clavaron. Cada clavo era más largo que mi mano. Se necesitaron cinco o seis hombres para sujetarlo y estirarle el brazo y, cuando empezaron a clavarle el primero en una muñeca, justo donde se juntaba la mano, aulló de dolor y se resistió y brotaron chorros de sangre, y luego empezaron a dar martillazos para que la punta se hincara en la madera, aplastándole la mano y el brazo contra la cruz mientras él se retorcía y gritaba de dolor”.

María, la mujer, nos revela cómo “Intenté ver su rostro mientras gritaba de dolor, pero estaba tan deformado por el sufrimiento y cubierto de sangre que no lo reconocía”. ¿Qué pasaba alrededor de la crucifixión de Jesús?: “La gente herraba y daba de comer a los caballos, jugaba, lanzaba insultos, contaba chistes, encendía fuegos para cocinar, y el humo ascendía y se propagaba por toda la colina”.

En este relato, María, la mujer, es capaz de reconocerlo y de decirlo de una vez por todas: “A pesar del pánico, a pesar de la desesperación, de los gritos, a pesar de que su corazón y su carne habían nacido de mi carne y de mi corazón, a pesar del dolor que sentí, un dolor que no ha desaparecido y que me acompañará a la tumba, a pesar de todo esto, el sufrimiento era suyo y no mío”.
En un relato construido con extraordinario virtuosismo y admirable capacidad dramática, Colm Tóibín compone a lo largo de menos de cien páginas un verdadero stabat mater contemporáneo, lleno de luz y dolor, un lamento que nace de la tradición y llega hasta nuestros días pero, sobre todo, una necesaria y crítica interpretación desvelada de la María mujer, libre de atavismos y clicés religiosos, que nos permiten comprenderla en el contexto contemporáneo.

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