/ martes 20 de noviembre de 2018

Minotauro y laberinto: realidades en que converge la necesidad de ser

Literatura y filosofía

El minotauro es fuerza e ímpetu descomunal que irrumpe en el texto; el laberinto —por su parte— implica sensación de angustia y desasosiego, pero no por eso deja de ser símbolo de racionalidad-ariete en múltiples direcciones-de-ser. Ambos conjugan un ser-siendo al ser lo que son. Inmerso en los callejones interminables el «ser-lector» se diluye en la búsqueda de alguna salida: como minotauro está inmerso en el laberinto-texto.

Los ojos del minotauro recorren los pasillos tratando de encontrar una salida, sin darse cuenta de que —al recorrerlo— él mismo los hace crecer (a los pasillos) en su imaginación. Así, el laberinto crece en la medida en que es recorrido por el minotauro-lector. De este modo quedan unidos laberinto y minotauro. Son lo que son al dejar-de-ser sólo lo que son.

Y es que el camino que se vuelve delta | bifurcación a la potencia f— (máxima potencia). Es decir, a una posibilidad de ser in-finita: no en acto sino en potencia, en constante posibilidad de «ser». En ese sentido el texto no tiene límite. ¿Podría tenerlo el minotauro? Tómese en consideración que el camino es proporcional a la existencia del ser in situ. Pero, ¿y la salida? Contestación: el problema surge al formular la pregunta: se enuncia en singular, como si de antemano se supiera que sólo hay una salida; no se advierte la posibilidad del plural y, en ese sentido, se subsume la mirada a la pura experiencia fáctica a la vez que pragmática. Pero, ¿cuántas salidas tienen los textos-laberintos?

Confróntese: la pregunta es de suyo ya un laberinto. Lo mismo podría pensarse en el caso de la respuesta. De ahí que lo que hay que advertir es el hecho de que lo que está en juego es el minotauro mismo, viéndose en un espejo que lo multiplica ʻnʼ número de veces. En su mirada convergen múltiples miradas que lo fragmentan en totalidades infinitas. El recorrido es su propia lectura, la lectura es su misma sustancia de lector, su ser-lector no es sino una forma ontológica de ser desde el texto escrito.

Así la mirada del lector-minotauro deambula entre más de un laberinto. Sus pasos caminan por el laberinto-texto; pero, al mismo tiempo, su mirada recorre laberintos lectores que desenmascaran posibilidades escriturísticas no enunciadas. De ahí que el texto sea contexto de sí y para sí, a la vez que postexto de su propia terminación-infinita.

Por eso en el laberinto todo se reduce a la lectura. Lo mismo sucede con el ser y el no-ser. Desde la posibilidad de dejar de ser lo que se es (en el texto) se adquiere una dimensión ontológica distinta (también en el texto): la sustancialidad crece en forma paradigmática, recreando sustancias objetivas que se vuelven —a su vez— en subjetividades dinámicas: leer es ser.

A partir de lo anterior se comprende que el hilo de Ariadna impide la búsqueda del ser en el texto, ya que obliga al lector a seguir un mismo camino, aunque esta vez sea en sentido inverso. Los pasos del minotauro (siguiendo ese hilo) recorren sus propias pisadas, sus mismas huellas. El bufido de su ser se subsume en una impronta; constante que le recuerda que él es el mismo ser (no puede escapar ni del texto ni de sí mismo), aunque se eleve a la máxima potencia como lector. De hecho toda lectura se recrea desde la negación de la multiplicidad semántica. Es —dicho de otra manera— la muerte de la banda de möbius: ahora lo que hay es un círculo donde el exterior nunca se toca con el interior. El sentido está ya prefigurado. La intuición lectora muere al contacto del hilo de Ariadna.

Por eso el minotauro-lector debe seguir sus propios pasos. Debe comprender que no es Teseo guiado por Ariadna. En todo caso sabe que el laberinto es su propia casa-prisión y, al mismo tiempo, su campo-infinito donde puede ser y no ser. De esto se colige que el ser es lo que es desde la conjugación que hace con el no-ser.

Leer y ser… es decir, ser desde la posibilidad de leer. Asir con fuerza el texto, para sí, porque el texto mismo es quien lo lee: leo el texto que soy. Metamorfosis no necesariamente kafkiana. Más bien simbiosis que hace hipostasis en dos naturalezas distintas para volverlas una sola: así el papel escrito y la mirada que lee son un mismo ser que se mueve y —al moverse— crea y recrea el laberinto.

Cnosos ha quedado en el recuerdo (historia) o en la imaginación (narrativa). ¡El laberinto ha salido de Creta! Ahora está en las líneas que crecen junto a los espacios y márgenes que dan cuerpo al texto escrito. Sus muros no encierran nada: el laberinto puede ser el desierto más yermo. Sus pasillos ya no huelen a prisión, sino a posibilidad de libertad. El ser ya no es un minotauro mitológico, ahora es un minotauro-lector. En suma: la realidad de la leyenda ha crecido en la imaginación de la escritura. Así, la tinta es ahora el nuevo hilo de Ariadna.

El lector que lleva varios años en el laberinto (leyendo) sabe que él es el nuevo minotauro y el nuevo laberinto. Se comprende a sí mismo como un ser híbrido: parte naturaleza, parte imaginación; parte búsqueda para salir, parte intromisión continua para profundizar más en el texto. Por eso su pregunta: ¿quién quiere salir del texto?, ¿quién busca una salida? Antes bien hay que ser en uno mismo: profundizar en el ser que uno es.

Sólo quien lee sin ser él mismo la lectura, busca salir del texto. Los demás, los que somos minotauros-lectores, sabemos que sin el laberinto podemos caer en el hastío: forma por demás repetitiva e insustancial. Por eso, ¡Dios permita que siempre tengamos un nuevo laberinto para leer!


El minotauro es fuerza e ímpetu descomunal que irrumpe en el texto; el laberinto —por su parte— implica sensación de angustia y desasosiego, pero no por eso deja de ser símbolo de racionalidad-ariete en múltiples direcciones-de-ser. Ambos conjugan un ser-siendo al ser lo que son. Inmerso en los callejones interminables el «ser-lector» se diluye en la búsqueda de alguna salida: como minotauro está inmerso en el laberinto-texto.

Los ojos del minotauro recorren los pasillos tratando de encontrar una salida, sin darse cuenta de que —al recorrerlo— él mismo los hace crecer (a los pasillos) en su imaginación. Así, el laberinto crece en la medida en que es recorrido por el minotauro-lector. De este modo quedan unidos laberinto y minotauro. Son lo que son al dejar-de-ser sólo lo que son.

Y es que el camino que se vuelve delta | bifurcación a la potencia f— (máxima potencia). Es decir, a una posibilidad de ser in-finita: no en acto sino en potencia, en constante posibilidad de «ser». En ese sentido el texto no tiene límite. ¿Podría tenerlo el minotauro? Tómese en consideración que el camino es proporcional a la existencia del ser in situ. Pero, ¿y la salida? Contestación: el problema surge al formular la pregunta: se enuncia en singular, como si de antemano se supiera que sólo hay una salida; no se advierte la posibilidad del plural y, en ese sentido, se subsume la mirada a la pura experiencia fáctica a la vez que pragmática. Pero, ¿cuántas salidas tienen los textos-laberintos?

Confróntese: la pregunta es de suyo ya un laberinto. Lo mismo podría pensarse en el caso de la respuesta. De ahí que lo que hay que advertir es el hecho de que lo que está en juego es el minotauro mismo, viéndose en un espejo que lo multiplica ʻnʼ número de veces. En su mirada convergen múltiples miradas que lo fragmentan en totalidades infinitas. El recorrido es su propia lectura, la lectura es su misma sustancia de lector, su ser-lector no es sino una forma ontológica de ser desde el texto escrito.

Así la mirada del lector-minotauro deambula entre más de un laberinto. Sus pasos caminan por el laberinto-texto; pero, al mismo tiempo, su mirada recorre laberintos lectores que desenmascaran posibilidades escriturísticas no enunciadas. De ahí que el texto sea contexto de sí y para sí, a la vez que postexto de su propia terminación-infinita.

Por eso en el laberinto todo se reduce a la lectura. Lo mismo sucede con el ser y el no-ser. Desde la posibilidad de dejar de ser lo que se es (en el texto) se adquiere una dimensión ontológica distinta (también en el texto): la sustancialidad crece en forma paradigmática, recreando sustancias objetivas que se vuelven —a su vez— en subjetividades dinámicas: leer es ser.

A partir de lo anterior se comprende que el hilo de Ariadna impide la búsqueda del ser en el texto, ya que obliga al lector a seguir un mismo camino, aunque esta vez sea en sentido inverso. Los pasos del minotauro (siguiendo ese hilo) recorren sus propias pisadas, sus mismas huellas. El bufido de su ser se subsume en una impronta; constante que le recuerda que él es el mismo ser (no puede escapar ni del texto ni de sí mismo), aunque se eleve a la máxima potencia como lector. De hecho toda lectura se recrea desde la negación de la multiplicidad semántica. Es —dicho de otra manera— la muerte de la banda de möbius: ahora lo que hay es un círculo donde el exterior nunca se toca con el interior. El sentido está ya prefigurado. La intuición lectora muere al contacto del hilo de Ariadna.

Por eso el minotauro-lector debe seguir sus propios pasos. Debe comprender que no es Teseo guiado por Ariadna. En todo caso sabe que el laberinto es su propia casa-prisión y, al mismo tiempo, su campo-infinito donde puede ser y no ser. De esto se colige que el ser es lo que es desde la conjugación que hace con el no-ser.

Leer y ser… es decir, ser desde la posibilidad de leer. Asir con fuerza el texto, para sí, porque el texto mismo es quien lo lee: leo el texto que soy. Metamorfosis no necesariamente kafkiana. Más bien simbiosis que hace hipostasis en dos naturalezas distintas para volverlas una sola: así el papel escrito y la mirada que lee son un mismo ser que se mueve y —al moverse— crea y recrea el laberinto.

Cnosos ha quedado en el recuerdo (historia) o en la imaginación (narrativa). ¡El laberinto ha salido de Creta! Ahora está en las líneas que crecen junto a los espacios y márgenes que dan cuerpo al texto escrito. Sus muros no encierran nada: el laberinto puede ser el desierto más yermo. Sus pasillos ya no huelen a prisión, sino a posibilidad de libertad. El ser ya no es un minotauro mitológico, ahora es un minotauro-lector. En suma: la realidad de la leyenda ha crecido en la imaginación de la escritura. Así, la tinta es ahora el nuevo hilo de Ariadna.

El lector que lleva varios años en el laberinto (leyendo) sabe que él es el nuevo minotauro y el nuevo laberinto. Se comprende a sí mismo como un ser híbrido: parte naturaleza, parte imaginación; parte búsqueda para salir, parte intromisión continua para profundizar más en el texto. Por eso su pregunta: ¿quién quiere salir del texto?, ¿quién busca una salida? Antes bien hay que ser en uno mismo: profundizar en el ser que uno es.

Sólo quien lee sin ser él mismo la lectura, busca salir del texto. Los demás, los que somos minotauros-lectores, sabemos que sin el laberinto podemos caer en el hastío: forma por demás repetitiva e insustancial. Por eso, ¡Dios permita que siempre tengamos un nuevo laberinto para leer!


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