/ miércoles 26 de enero de 2022

Norady y Santé XVII

Vitral

Según Santé ya sólo les faltaba preguntarse de qué sabor querían su paleta. Creían avizorar el lugar que habían construido para sí y del cual Norady era parte fundamental. ¿Cómo se daba cuenta? Porque le parecía enloquecer cuando veía a Norady, era una pasión animalesca, sabrosa, erótica. Se imaginaba tallándose armónicamente, debajo de las sábanas, entre las tibias piernas de ella. Él mismo se acariciaba, pero se imaginaba que era ella la que estaba ahí, las piernas desnudas, sin calcetines ni medias, simplemente con unas zapatillas.

Ambos se sonreían uno al otro, se daban cuenta de que estaban ardientes. Norady sentía que algo le corría por entre las piernas, coqueteaba llena de placer. Su cabello ondulado y largo. Su cuerpo blanco con millones de poros absorbentes, envolventes, fogosos. Abrazaba a Santé, que se estremecía, se sentía seguro, sólo así.

Pero desde que Santé se dio cuenta de aquella plática furtiva entre Norady y el tipo del mercado, sentía que había algo oculto, que ya no era lo mismo de antes. Santé aún estaba colgado de sus sueños, a los que acompañaba con sendas autosatisfacciones. Soñaba que estaba a punto de hacer el amor con ella, pero siempre tenían que suspender. Figuras obsesivas lo perseguían: un hombre con machete, un sacerdote enloquecido, un perro rabioso. Y ahora, precisamente ahora, se daba cuenta de que ella ya no lo amaba más. Una semana después de haberla besado con tanta pasión, aunque siempre a las prisas, justo cuando creía tener todo armado para disponerse a la felicidad y poder casarse, por fin, Norady le dijo abiertamente que ya no quería nada con él, no quería que se acercara y menos que la tocara. Dios mío, ¿qué había pasado que no se había dado cuenta? ¿Cuál era la razón? Norady contestaba que nada más porque sí, no sabía exactamente porqué pero ya no lo quería.

-Ansío conocer a otras personas- le dijo. Estoy harta de ti, de tus gustos. Quiero conocer gente que no sea sólo de la UNAM, que le guste otra música, que tenga otras ideas, otros ambientes, otros chavos.

A cada palabra Santé se derrumbaba, le parecía desvanecerse, volverse chiquito, chiquito. Quería violentarse, gritar, mandar, pero no le hubiera funcionado, sería peor. Ella parecía decidida. No sólo parecía, lo estaba. Ya no salía casi a la calle más que a la prepa, no se asomaba, no volteaba a buscarlo en el patio como antes. En una palabra, era como si Santé no existiera. A él le pasaban por la cabeza todos los momentos tristes que en su corta vida había vivido, las corretizas de los hermanos, la situación de abandono de su padre, sus decepciones en la secundaria, los porros de la prepa, la violencia de su barrio, su historia con las mujeres que le parecían todas un soberano fracaso.

Se deprimía pensando que era culpable, pesadamente culpable ante Dios y los hombres por tanta masturbación. Lo asaltaban los recuerdos de la Pato y la Sapo, adolescentes que en la secundaria despreció. Pensó en las mujeres que conocía, ¿cuáles?, y estaba seguro que ninguna llenaría el hueco dejado por Norady. Pero, ¿cuál era la causa de una separación tan intempestiva? Se descosía de ansiedad. Se le fue el hambre, no quería estudiar y fumaba y fumaba. Cigarro tras cigarro, colilla tras colilla que cuidadosamente trataba de que cayeran en la tierra de las macetas y en el patio para que Norady las encontrara y se compadeciera. Pero la única que lo comentaba era la mamá de ella, y con cierta lástima trataba de animar al muchacho cuando lo encontraba casualmente a propósito en el patio o en los lavaderos. Estos eran como los escritorios en donde tallaban sus papeles mojados en tinta jabonosa. Exprimían las prendas íntimas. Santé, los secretos de su dolor y ansiedad; la señora Terrazas, su necesidad de manejar los hilos de la vida de las personas que la rodeaban. Y Santé ya era parte de ese nudo copiosamente tejido. La señora le decía: -Pero si tú ni la querías, siempre le andabas pegando. Ni te gustaba, ¿no le decías que estaba gorda y sin chiste? Mejor búscate otra como tú la quieres.

-Y ¿cómo la quiero?- se preguntaba Santé. ¿Acaso como me la han pintado todo el tiempo los anuncios publicitarios y en la televisión? O sea, como la rubia de categoría, con las piernas de anuncio para medias y la cara de artista de cine. Pero no hay muchas así en los barrios populares, y las pocas, son muy codiciadas o ya están apañadas. Además, para esa clase de mujeres, los hombres deben estar a la altura de ellas: hay que tener auto, estar carita, tener dinero, títulos, ser de buena familia. Cuando Santé era niño creía ver una personalidad muy fuerte en cada una de las personas que conocía, pero al crecer se dio cuenta de que no era así, incluso muy pocos eran congruentes con su palabras y acciones. Y él, en qué posición estaba. Por ahora, tan sólo era un mártir. Afortunadamente, en su casa, nadie le comentaba nada a pesar de que lo veían, decaído, sin apetito, apestando a cigarro, maltrecho, hundido. La mamá, sobre todo, pensaba que así era mejor, que ya se le pasaría a pesar de lo doloroso del momento.

Santé se refundía en la oscuridad de un rincón del cuartito, escuchaba música y fumaba, fumaba y fumaba. Iba de una lado a otro, se asomaba a la ventana volteando a la casa de Norady, pero ella nunca aparecía. Vaya que era de hierro la muchacha, dura, incapaz de apiadarse de él.

¿De veras estaría cometiendo tan gran pecado Santé? Por mientras se sentía muy incómodo, hipócrita y pecador. Leer primero la Biblia y luego ir a acariciarle las piernas a Norady le causaba sentimiento de culpa, a lo mejor por eso lo castigó Dios. Pero … ¿porqué no podía ser así, sin remordimientos, qué había de malo en amar a una mujer, qué había de malo en gozarse mutuamente, acaso incluso el sexo no podía ser una vía para encontrar a Dios? Reconocer la belleza magnánima de la creación en la belleza de una mujer ¿no era algo divino? Él pensaba que sí, y lo creía en serio. Cómo no ver a Dios en la portentosa creación de una mujer, en sus muslos, su cadera, sus labios, su voz, sus ojos, su cabello, su sensualidad. ¿O acaso pensaba todo esto para justificarse y ya no sentirse tan pecador por manosear a una mujer? Pero, ¿qué sabía él de Dios? ¿Quién sabía algo de Dios?



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Según Santé ya sólo les faltaba preguntarse de qué sabor querían su paleta. Creían avizorar el lugar que habían construido para sí y del cual Norady era parte fundamental. ¿Cómo se daba cuenta? Porque le parecía enloquecer cuando veía a Norady, era una pasión animalesca, sabrosa, erótica. Se imaginaba tallándose armónicamente, debajo de las sábanas, entre las tibias piernas de ella. Él mismo se acariciaba, pero se imaginaba que era ella la que estaba ahí, las piernas desnudas, sin calcetines ni medias, simplemente con unas zapatillas.

Ambos se sonreían uno al otro, se daban cuenta de que estaban ardientes. Norady sentía que algo le corría por entre las piernas, coqueteaba llena de placer. Su cabello ondulado y largo. Su cuerpo blanco con millones de poros absorbentes, envolventes, fogosos. Abrazaba a Santé, que se estremecía, se sentía seguro, sólo así.

Pero desde que Santé se dio cuenta de aquella plática furtiva entre Norady y el tipo del mercado, sentía que había algo oculto, que ya no era lo mismo de antes. Santé aún estaba colgado de sus sueños, a los que acompañaba con sendas autosatisfacciones. Soñaba que estaba a punto de hacer el amor con ella, pero siempre tenían que suspender. Figuras obsesivas lo perseguían: un hombre con machete, un sacerdote enloquecido, un perro rabioso. Y ahora, precisamente ahora, se daba cuenta de que ella ya no lo amaba más. Una semana después de haberla besado con tanta pasión, aunque siempre a las prisas, justo cuando creía tener todo armado para disponerse a la felicidad y poder casarse, por fin, Norady le dijo abiertamente que ya no quería nada con él, no quería que se acercara y menos que la tocara. Dios mío, ¿qué había pasado que no se había dado cuenta? ¿Cuál era la razón? Norady contestaba que nada más porque sí, no sabía exactamente porqué pero ya no lo quería.

-Ansío conocer a otras personas- le dijo. Estoy harta de ti, de tus gustos. Quiero conocer gente que no sea sólo de la UNAM, que le guste otra música, que tenga otras ideas, otros ambientes, otros chavos.

A cada palabra Santé se derrumbaba, le parecía desvanecerse, volverse chiquito, chiquito. Quería violentarse, gritar, mandar, pero no le hubiera funcionado, sería peor. Ella parecía decidida. No sólo parecía, lo estaba. Ya no salía casi a la calle más que a la prepa, no se asomaba, no volteaba a buscarlo en el patio como antes. En una palabra, era como si Santé no existiera. A él le pasaban por la cabeza todos los momentos tristes que en su corta vida había vivido, las corretizas de los hermanos, la situación de abandono de su padre, sus decepciones en la secundaria, los porros de la prepa, la violencia de su barrio, su historia con las mujeres que le parecían todas un soberano fracaso.

Se deprimía pensando que era culpable, pesadamente culpable ante Dios y los hombres por tanta masturbación. Lo asaltaban los recuerdos de la Pato y la Sapo, adolescentes que en la secundaria despreció. Pensó en las mujeres que conocía, ¿cuáles?, y estaba seguro que ninguna llenaría el hueco dejado por Norady. Pero, ¿cuál era la causa de una separación tan intempestiva? Se descosía de ansiedad. Se le fue el hambre, no quería estudiar y fumaba y fumaba. Cigarro tras cigarro, colilla tras colilla que cuidadosamente trataba de que cayeran en la tierra de las macetas y en el patio para que Norady las encontrara y se compadeciera. Pero la única que lo comentaba era la mamá de ella, y con cierta lástima trataba de animar al muchacho cuando lo encontraba casualmente a propósito en el patio o en los lavaderos. Estos eran como los escritorios en donde tallaban sus papeles mojados en tinta jabonosa. Exprimían las prendas íntimas. Santé, los secretos de su dolor y ansiedad; la señora Terrazas, su necesidad de manejar los hilos de la vida de las personas que la rodeaban. Y Santé ya era parte de ese nudo copiosamente tejido. La señora le decía: -Pero si tú ni la querías, siempre le andabas pegando. Ni te gustaba, ¿no le decías que estaba gorda y sin chiste? Mejor búscate otra como tú la quieres.

-Y ¿cómo la quiero?- se preguntaba Santé. ¿Acaso como me la han pintado todo el tiempo los anuncios publicitarios y en la televisión? O sea, como la rubia de categoría, con las piernas de anuncio para medias y la cara de artista de cine. Pero no hay muchas así en los barrios populares, y las pocas, son muy codiciadas o ya están apañadas. Además, para esa clase de mujeres, los hombres deben estar a la altura de ellas: hay que tener auto, estar carita, tener dinero, títulos, ser de buena familia. Cuando Santé era niño creía ver una personalidad muy fuerte en cada una de las personas que conocía, pero al crecer se dio cuenta de que no era así, incluso muy pocos eran congruentes con su palabras y acciones. Y él, en qué posición estaba. Por ahora, tan sólo era un mártir. Afortunadamente, en su casa, nadie le comentaba nada a pesar de que lo veían, decaído, sin apetito, apestando a cigarro, maltrecho, hundido. La mamá, sobre todo, pensaba que así era mejor, que ya se le pasaría a pesar de lo doloroso del momento.

Santé se refundía en la oscuridad de un rincón del cuartito, escuchaba música y fumaba, fumaba y fumaba. Iba de una lado a otro, se asomaba a la ventana volteando a la casa de Norady, pero ella nunca aparecía. Vaya que era de hierro la muchacha, dura, incapaz de apiadarse de él.

¿De veras estaría cometiendo tan gran pecado Santé? Por mientras se sentía muy incómodo, hipócrita y pecador. Leer primero la Biblia y luego ir a acariciarle las piernas a Norady le causaba sentimiento de culpa, a lo mejor por eso lo castigó Dios. Pero … ¿porqué no podía ser así, sin remordimientos, qué había de malo en amar a una mujer, qué había de malo en gozarse mutuamente, acaso incluso el sexo no podía ser una vía para encontrar a Dios? Reconocer la belleza magnánima de la creación en la belleza de una mujer ¿no era algo divino? Él pensaba que sí, y lo creía en serio. Cómo no ver a Dios en la portentosa creación de una mujer, en sus muslos, su cadera, sus labios, su voz, sus ojos, su cabello, su sensualidad. ¿O acaso pensaba todo esto para justificarse y ya no sentirse tan pecador por manosear a una mujer? Pero, ¿qué sabía él de Dios? ¿Quién sabía algo de Dios?



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