/ lunes 20 de agosto de 2018

Pulpo rosa y orejón caricatura-real para releer

La fantasía y la imaginación pernoctan continuamente en la realidad. El pulpo rosa y orejudo es prueba de ello. Se ve (lee) como si fuera irreal, casi como caricatura; sin embargo, es tan real como el cachalote o el ciempiés; por eso es necesaria su relectura. Una segunda lectura que dé cuenta de la realidad hecha sobre todo de imaginación, más que de certezas apodícticas o verdades flamígeras. En todo caso como asociación de ideas que permiten construir metáforas materiales, para pintar de rosa (como el pulpo orejón) las simas del océano.

No basta la mirada que yace a la vista de todos: se necesita la que está latente: el ente que está oculto (lath, en griego, es estar oculto). Se requiere de la realidad que no se ve. | Insistir | Su ocultamiento denota intenciones —no necesariamente claras— por ser desde el fragmento: ¡implosión de la conciencia! Después de todo fantas|ía es fantas|ma: lo que aparece es producto de una idea prefabricada | [según nos parece] |. El lenguaje recrea —en ese sentido— a la palabra. Como dice Esther Cohen: “los silencios son las arrugas del pasado”. Por eso hay que repensar a la palabra, para actualizarla. Para que no se nos vuelva silencio, y en ese silencio no quedemos callados para siempre nosotros. Sin la palabra somos otros. Por eso la imaginación. De ahí la necesidad del pulpo rosa y orejón.

En el fondo del océano (cualquier parte puede ser su fondo) el pulpo extiende sus orejas que en realidad no son orejas. Su color rosado atrae nuestras miradas porque son las partes de una imagen que al principio creímos infantil. ¿No pasa esto con textos como lo de Alicia en el País de la Maravillas o Alicia a través del espejo? Qué decir de El principito o de cualquier otro cuento que en un principio pudimos clasificar solamente como infantil. Por eso las orejas del pulpo rosa, porque en ellas podemos extendernos, asirnos de sus orillas y movernos a la velocidad que él (el pulpo) las mueve. ¡Cuántas realidades pueden surgir de ese movimiento!

Y es que la apariencia se nos vuelve fenomenológica. El objeto nos es dado tan solo porque somos capaces de captarlo. Atrás queda nuestro primer pensamiento. La relectura hace que los caminos de los lectores muten continuamente. Los pulpos rosas y orejones sí existen. Son ʻdumbosʼ marinos para leer entre líneas.

Y es esto precisamente lo que hace el lector-pulpo-orejudo: buscar la sustancia más formal en la apariencia menos creíble. Lo real en la posibilidad. Y la posibilidad en los silencios que suelen acompañarnos.

La moneda está en el aire. Cualquiera de los dos lados puede quedar hacia arriba. En todo caso habrá necesidad de reconocer que sigue siendo la misma moneda. Decir entonces que el lector-pulpo-orejudo es tan verídico como el lector de matemáticas o de física. Confirmar que la química es tan profunda como los poemas de San Juan de la Cruz, o que los versos de Machado abren la misma puerta que la Metafísica de Aristóteles. ¡Ay!, cada mar es el río en que nos perdemos cuando seguimos a Heráclito. Cada texto es el tejido que tejemos desde nuestra propia desnudez. Desde nuestra insumisa forma de ser humanos.

Ser lector-pulpo-orejudo implica —entonces— andarse por las ramas. Quedarse atrapado en palabras tangenciales, innecesarias, co-sustanciales, nimias, excusadas. Cuando se lee como este animal se comprende que la realidad no está peleada con la imaginación. Entonces se puede atisbar desde la transgresión, incluso desde la ocurrencia. La formalidad no debe delimitar a la profundidad. Ambas pueden coexistir.

Ser | leer | releer | extenderse desde las simas del lenguaje que permite el pulpo rosa y orejón. Incitar a la voz desde la provocación que pervierte la tradición racional. Tantear los contornos de los párrafos. Sumergirse hasta el fondo de las pausas. Tomar los puntos sobre las íes y ponerlos como diéresis en las «u» que parecen mofa. Pintar la raya en las olas del texto, para marcar territorios no fijos. Abrir —en fin— la mirada y la voz a los textos de rostros turgentes, y enfrentarlos a los esquivos y alargados que trasuntan ciencia.

Entonces la realidad se modifica. El texto crece y decrece, de acuerdo a nuevas posibilidades lectoras. La fantasía se comprueba y la ciencia se imagina. Los textos con pulpos orejones y rosados se elevan, hasta confundirse con las nubes de polvo cósmico. La física cuántica, en este sentido, abre nuevas salas de imaginación. Y los lectores no cesan de sufrir metamorfosis al leer los textos primigenios, los que se escribieron en Ugarit.

El tiempo se ha hecho de mar, de murmullo, de ir y venir en las playas. Los caracoles aúllan sus propios trazos geométricos. Hay una danza en el papel que no cesa. Cada palabra se ha reconocido como silencio a la vez. Y los silencios, por su parte, han entendido que sin el ser humano en realidad no son silencios. La existencia de ambos (voz y silencio) estriba en la medida en que la realidad también se comprenda con amplias orejas, ocho tentáculos, color rosado y explorando nuevos océanos de lenguaje.


La fantasía y la imaginación pernoctan continuamente en la realidad. El pulpo rosa y orejudo es prueba de ello. Se ve (lee) como si fuera irreal, casi como caricatura; sin embargo, es tan real como el cachalote o el ciempiés; por eso es necesaria su relectura. Una segunda lectura que dé cuenta de la realidad hecha sobre todo de imaginación, más que de certezas apodícticas o verdades flamígeras. En todo caso como asociación de ideas que permiten construir metáforas materiales, para pintar de rosa (como el pulpo orejón) las simas del océano.

No basta la mirada que yace a la vista de todos: se necesita la que está latente: el ente que está oculto (lath, en griego, es estar oculto). Se requiere de la realidad que no se ve. | Insistir | Su ocultamiento denota intenciones —no necesariamente claras— por ser desde el fragmento: ¡implosión de la conciencia! Después de todo fantas|ía es fantas|ma: lo que aparece es producto de una idea prefabricada | [según nos parece] |. El lenguaje recrea —en ese sentido— a la palabra. Como dice Esther Cohen: “los silencios son las arrugas del pasado”. Por eso hay que repensar a la palabra, para actualizarla. Para que no se nos vuelva silencio, y en ese silencio no quedemos callados para siempre nosotros. Sin la palabra somos otros. Por eso la imaginación. De ahí la necesidad del pulpo rosa y orejón.

En el fondo del océano (cualquier parte puede ser su fondo) el pulpo extiende sus orejas que en realidad no son orejas. Su color rosado atrae nuestras miradas porque son las partes de una imagen que al principio creímos infantil. ¿No pasa esto con textos como lo de Alicia en el País de la Maravillas o Alicia a través del espejo? Qué decir de El principito o de cualquier otro cuento que en un principio pudimos clasificar solamente como infantil. Por eso las orejas del pulpo rosa, porque en ellas podemos extendernos, asirnos de sus orillas y movernos a la velocidad que él (el pulpo) las mueve. ¡Cuántas realidades pueden surgir de ese movimiento!

Y es que la apariencia se nos vuelve fenomenológica. El objeto nos es dado tan solo porque somos capaces de captarlo. Atrás queda nuestro primer pensamiento. La relectura hace que los caminos de los lectores muten continuamente. Los pulpos rosas y orejones sí existen. Son ʻdumbosʼ marinos para leer entre líneas.

Y es esto precisamente lo que hace el lector-pulpo-orejudo: buscar la sustancia más formal en la apariencia menos creíble. Lo real en la posibilidad. Y la posibilidad en los silencios que suelen acompañarnos.

La moneda está en el aire. Cualquiera de los dos lados puede quedar hacia arriba. En todo caso habrá necesidad de reconocer que sigue siendo la misma moneda. Decir entonces que el lector-pulpo-orejudo es tan verídico como el lector de matemáticas o de física. Confirmar que la química es tan profunda como los poemas de San Juan de la Cruz, o que los versos de Machado abren la misma puerta que la Metafísica de Aristóteles. ¡Ay!, cada mar es el río en que nos perdemos cuando seguimos a Heráclito. Cada texto es el tejido que tejemos desde nuestra propia desnudez. Desde nuestra insumisa forma de ser humanos.

Ser lector-pulpo-orejudo implica —entonces— andarse por las ramas. Quedarse atrapado en palabras tangenciales, innecesarias, co-sustanciales, nimias, excusadas. Cuando se lee como este animal se comprende que la realidad no está peleada con la imaginación. Entonces se puede atisbar desde la transgresión, incluso desde la ocurrencia. La formalidad no debe delimitar a la profundidad. Ambas pueden coexistir.

Ser | leer | releer | extenderse desde las simas del lenguaje que permite el pulpo rosa y orejón. Incitar a la voz desde la provocación que pervierte la tradición racional. Tantear los contornos de los párrafos. Sumergirse hasta el fondo de las pausas. Tomar los puntos sobre las íes y ponerlos como diéresis en las «u» que parecen mofa. Pintar la raya en las olas del texto, para marcar territorios no fijos. Abrir —en fin— la mirada y la voz a los textos de rostros turgentes, y enfrentarlos a los esquivos y alargados que trasuntan ciencia.

Entonces la realidad se modifica. El texto crece y decrece, de acuerdo a nuevas posibilidades lectoras. La fantasía se comprueba y la ciencia se imagina. Los textos con pulpos orejones y rosados se elevan, hasta confundirse con las nubes de polvo cósmico. La física cuántica, en este sentido, abre nuevas salas de imaginación. Y los lectores no cesan de sufrir metamorfosis al leer los textos primigenios, los que se escribieron en Ugarit.

El tiempo se ha hecho de mar, de murmullo, de ir y venir en las playas. Los caracoles aúllan sus propios trazos geométricos. Hay una danza en el papel que no cesa. Cada palabra se ha reconocido como silencio a la vez. Y los silencios, por su parte, han entendido que sin el ser humano en realidad no son silencios. La existencia de ambos (voz y silencio) estriba en la medida en que la realidad también se comprenda con amplias orejas, ocho tentáculos, color rosado y explorando nuevos océanos de lenguaje.


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