A lo largo de la fila destaca la figura de un hombre fornido, no nos quiere dar su nombre, le da pena, lo llamamos “Don Antonio”, llega desde temprano, es de los primeros en la fila, convive con sus compañeros, ya se conocen, habla poco, es tímido pero sincero, su nombre ya figura en la lista de asiduos residentes del albergue, ya lo conocen y le brindan un trato familiar.
Por accidente a uno de sus amigos se le escapa su nombre, no lo repetiremos, nos cuenta que lleva meses en las calles, no tiene a donde más ir, durante el día cuida carros en algunas calles del centro, a veces pide una moneda de ayuda y de ahí es de donde junta los 10 pesos para poder pagar el hospedaje, durante esta temporada que no se cobra guarda las monedas para otros días.
Deja sus pertenencias en la entrada, algunas prendas, una cobija y una bolsa, cuyo contenido no nos quiere decir, “ahí guarda sus papeles y algunas fotos”, comenta su vecino de la fila, ya se conocen platican de manera amistosa, ríen.
Al llegar a los dormitorios le asignan una toalla y un cobertor, es de los primeros en escoger cama, siempre la de abajo, por la edad ya le es difícil subir, deja la cobija en la cama y se mete a bañar, coloca su gorra de una manera muy particular, la sacude y la coloca en la cabecera, la trata como su tesoro, “me la regaló una muchacha en la calle de Ocampo”, nos cuenta.
Pasan algunos minutos, Don Antonio y sus amigos están listos para cenar, empiezan a sentarse en el comedor, pero hoy la noche ha sido cálida y la mayoría se lleva sus platos a las mesas del patio, la luna llena en diciembre es de las más bellas, este grupo de amigos lo notan y comentan durante la cena, crema de brócoli y arroz, toman atole y finalmente se despiden, van a descansar.