/ miércoles 9 de septiembre de 2020

Sólo para villamelones | Indultitis

Le llaman “indultitis”, y es una de esas prácticas que abundan por las plazas de toros de mundo, socavando de a poco a la Fiesta. Suele tener terreno fértil, espacio cómodo, para su propagación, en lugares de poca exigencia, en plazas de toros donde sus públicos parecen más propensos al sentimentalismo y la banalidad, en aquellos ambientes donde se ve tan poco al toro que acaba por creérsele “de bandera” con inusitada facilidad.

La propensión a perdonar la muerte del toro de lidia, que en eso consiste la “indultitis”, se alimenta de, al menos, dos fuentes muy evidentes. Por un lado, la notable incapacidad que pueden tener las grandes masas a conocer, o incluso a querer conocer, las características elementales del toro de lidia, a no darse cuenta de sus defectos, a confundir sus cualidades, a olvidar fácilmente sus antecedentes. Por otro lado, a ese sentimiento romántico, alimentado en parte por los animalistas y los ajenos al mundo del toro, que fomenta la posibilidad, cuanto más repetida mejor, de perdonar la vida de los animales que han nacido y crecido con la inequívoca condición de, precisamente, morir en un ruedo.

En el primero de los casos, la gente suele confundir las embestidas pastueñas con la bravura, y pasan por alto, como si no tuviese importancia alguna, el comportamiento del toro frente al caballo, si lo hubiese, y los muchos detalles que alertan mansedumbre. En el segundo, como si se tratara de uno de esos profesores “barcos” de la secundaria, se relajan las exigencias detrás de la pena que conlleva ver morir a un burel, y acaso en el fondo se tiene la equivocada idea de que, perdonándole la vida, se alienta el triunfo, se redimensiona la Fiesta, se hace justicia al animal, y hasta, ja, se enriquece el campo bravo.

El caso es que, por una u otra vía, o por las dos al tiempo, la “indultitis” se reproduce con fuerza; más parecen ser los que, vehementemente, exigen perdonar la vida de toros sosos, descastados y hasta inválidos, y más los jueces de plaza, o presidentes, que sucumben a la multitudinaria solicitud con prontitud, sabiendo que en ello les va el ahorrarse broncas innecesarias. Mientras tanto, los toreros nadan en triunfo, y los ganaderos buscan acomodo para un ganado que, lo saben bien, no aportará nada a sus dehesas.

La “indultitis” refleja, además, una triste realidad de la actualidad taurina del mundo, pues conlleva cifras tan mentirosas como las de los triunfos, las orejas y los rabos, que se cortan aquí y allá con profusión y que en nada corresponden a lo que queda tras desnudar el oropel que envuelve a una Fiesta que, si no la cuidamos, será, cada día más, una simple pachanga.

Le llaman “indultitis”, y es una de esas prácticas que abundan por las plazas de toros de mundo, socavando de a poco a la Fiesta. Suele tener terreno fértil, espacio cómodo, para su propagación, en lugares de poca exigencia, en plazas de toros donde sus públicos parecen más propensos al sentimentalismo y la banalidad, en aquellos ambientes donde se ve tan poco al toro que acaba por creérsele “de bandera” con inusitada facilidad.

La propensión a perdonar la muerte del toro de lidia, que en eso consiste la “indultitis”, se alimenta de, al menos, dos fuentes muy evidentes. Por un lado, la notable incapacidad que pueden tener las grandes masas a conocer, o incluso a querer conocer, las características elementales del toro de lidia, a no darse cuenta de sus defectos, a confundir sus cualidades, a olvidar fácilmente sus antecedentes. Por otro lado, a ese sentimiento romántico, alimentado en parte por los animalistas y los ajenos al mundo del toro, que fomenta la posibilidad, cuanto más repetida mejor, de perdonar la vida de los animales que han nacido y crecido con la inequívoca condición de, precisamente, morir en un ruedo.

En el primero de los casos, la gente suele confundir las embestidas pastueñas con la bravura, y pasan por alto, como si no tuviese importancia alguna, el comportamiento del toro frente al caballo, si lo hubiese, y los muchos detalles que alertan mansedumbre. En el segundo, como si se tratara de uno de esos profesores “barcos” de la secundaria, se relajan las exigencias detrás de la pena que conlleva ver morir a un burel, y acaso en el fondo se tiene la equivocada idea de que, perdonándole la vida, se alienta el triunfo, se redimensiona la Fiesta, se hace justicia al animal, y hasta, ja, se enriquece el campo bravo.

El caso es que, por una u otra vía, o por las dos al tiempo, la “indultitis” se reproduce con fuerza; más parecen ser los que, vehementemente, exigen perdonar la vida de toros sosos, descastados y hasta inválidos, y más los jueces de plaza, o presidentes, que sucumben a la multitudinaria solicitud con prontitud, sabiendo que en ello les va el ahorrarse broncas innecesarias. Mientras tanto, los toreros nadan en triunfo, y los ganaderos buscan acomodo para un ganado que, lo saben bien, no aportará nada a sus dehesas.

La “indultitis” refleja, además, una triste realidad de la actualidad taurina del mundo, pues conlleva cifras tan mentirosas como las de los triunfos, las orejas y los rabos, que se cortan aquí y allá con profusión y que en nada corresponden a lo que queda tras desnudar el oropel que envuelve a una Fiesta que, si no la cuidamos, será, cada día más, una simple pachanga.