/ viernes 1 de diciembre de 2023

El binarismo mata: transformar el miedo en rabia

Maleficio Cultural


El pasado 13 de noviembre, México recibió la noticia del asesinato de le magistrade Jesús Ociel Baena Saucedo y Dorian Daniel Nieves Herrera, su pareja. La noticia conmocionó a la comunidad LGBTIQ+ y puso al centro, una vez más, el tema de la violencia hacía personas de la diversidad sexual y de género en el país, un tema que lamentablemente no es nuevo y que a pesar de los avances que se han celebrado año con año como “batallas ganadas” en materia de derechos humanos, marcos legales, salud pública y educación, así como en el campo del arte y la cultura, esta supuesta apertura social es socavada tajantemente por los constantes crímenes y agresiones.

Algo estamos haciendo mal.

La lógica del desarrollo y el progreso nos obliga constantemente a hacer una única lectura homogénea y lineal, integrando dichos avances en una narrativa que nos dice que formamos parte de una sociedad evolucionada e inclusiva. A pesar de la proliferación de los discursos de la “tolerancia”, la “aceptación” y la “inclusión” esgrimidos por instituciones del estado, medios de comunicación, organizaciones sociales, así como por proyectos independientes y autogestivos, vivimos en el segundo país con mayor número de transfeminicidios y violencia a personas trans.

La realidad es que desde aquella primera vez en 1978 que el Movimiento de Liberación Homosexual (MLH) decidió marchar como un frente abiertamente pro-derechos LGBTIQ+, han sido muchas las vidas que se han perdido en la lucha por nuestros derechos, derechos humanos que deberían ser inherentes a todes nosotres simplemente por existir, sin embargo es claro que la categoría de “humanidad” nos la han negado intermitentemente y a conveniencia, al menos desde hace 2 mil años.

La realidad es que a pesar de contar con representantes de la diversidad en posiciones de poder al frente de instituciones o como estrellas de reality shows en la televisión y el internet, la violencia continua. Irónicamente el planteamiento de la “representatividad” y la “inclusión” avanza a la par de estas violencias. ¿Cuántos museos, galerías, centros culturales o instituciones públicas o privadas, relacionadas al arte y la cultura que se consideran “gay friendly”, se pronunciaron en contra de los crímenes de odio a Ociel y Dorian?, ¿Cuántos de ellos enarbolan la bandera arcoíris en junio?, ¿Cuántos de ellos han promovido proyectos y exposiciones de mujeres cada 8 de marzo?, ¿Cuántos de ellos tienen un compromiso real y una postura política firme contra las violencias que aquejan a las comunidades que dicen representar? Pronto (sino es que ya viene ocurriendo desde hace algunos años) bajo el modelo neoliberal de “inclusión”, los museos e instituciones del arte aún más tradicionales y conservadoras tendrán agendas gay, feministas, trans, disidentes, “discas” (discapacitadas), “indígenas” (pueblos originarios), etc., instrumentalizando y fagocitando nuestras luchas y genealogías, sin cuestionar sus propios privilegios y jerarquías, sin renunciar a la estructura de poder vertical que los sostiene y sin ningún tipo de vergüenza. ¿Cuál es la posición/conciencia política y ética de los, las y les artistas (se consideren o nó dentro de las llamadas diversidades) en este contexto? ¿Existe alguna?

La realidad es que toda política de inclusión es una política de dominación[1]. La realidad es que todo discurso de aceptación o tolerancia termina por volver a poner al centro a aquellos sujetos que piensan que tienen el poder de decidir si nosotres, los “otros sublaternos”, debemos o no formar parte de este mundo, un mundo entendido desde una única perspectiva CIS-Heterocentrada, patriarcal, racista, capacitista y endosexista. El “pride” (orgullo) es una categoría colonial del norte global para hombres gay/homosexuales CISgénero con privilegios de clase y raza que yo no tengo y que no me interesa tener; porque la disputa de las disidencias sexuales va más allá que el simple discurso del mercado rosa y la inclusión (pinkwashing). Nosotres nunca tuvimos el privilegio de ser llamades “gay”, sino que nos insultaron con palabras como puñal, joto y marica.

Por ello es por lo que, desde hace más de una década, como artista disidente sexual, priete (no-blanco), con diversidad funcional viviendo con inmunosupresión (por tener un trasplante renal) y no binarie, vengo manifestando fuerte y claro que: -Yo No Siento Orgullo, Siento Rabia. Nuestro deber será organizar esa rabia colectiva en formas de organización autónoma efectiva, canalizada de forma estratégica fuera del marco del punitivismo y la violencia, al mismo tiempo que celebramos nuestras vidas y afirmamos nuestras existencias con la mayor intensidad y felicidad posible. Nosotres no queremos ser “incluides” en un mundo que nos preferiría sin vida, nuestro proyecto político es más ambicioso, nosotres no queremos escalar a mejores posiciones en este mundo asesino, nosotres queremos otro mundo y lo ya lo estamos inventando.

La realidad es que de poco o nada sirve la representatividad de los colectivos subalternizados (diversidad sexual y de género, poblaciones racializadas u originarias, etc.) si se continúan manteniendo las mismas estructuras de poder de un estado-nación que se actualiza y sofistica asimilando y desactivando nuestras creaciones más imaginativas contra el eslabonamiento de opresiones y el régimen de dominación que él mismo causa y promueve, en un perverso ciclo de siembra y cosecha de necropolíticas. La realidad es que la representatividad tiende a ayudar únicamente a aquellas pocas personas elegidas para representarnos (elegidas por ese mismo estado-nación y sus extensiones, razón por la cual siempre se escogerán personas que beneficien al mismo y que puedan ser utilizadas para sus fines), otorgándoles privilegios, mejores condiciones de vida y poder a costa de nuestras comunidades. Nadie debería beneficiarse a título personal de luchas colectivas.

La realidad es que, acorde a cifras oficiales (LetraEse), tan sólo en los últimos años en México se han registrado al menos 453 casos de muertes violentas relacionadas a la orientación sexual, expresión y/o identidad de género de las víctimas, aunque sabemos que las cifras reales son mucho mayores, estimándose a alcanzar más de 1500 casos. Tan sólo el Centro de Apoyo a las Identidades Trans en México identificó que 590 personas transgénero han sido asesinadas entre 2007 y 2022, con un promedio de 53 asesinatos al año. En el 2022, se registraron 87 crímenes de odio, 78 en 2021 y 79 en 2020. Tan sólo en los últimos días se han intensificado dichas violencias en Abya Yala (américa latina) como consecuencias de los discursos de odio, consecuencias que también son palpables de forma cotidiana, desde malgenerizaciones hasta ser expulsades del baño como ocurrió en septiembre en la Cineteca Nacional a la activista Laura Glover, o a Malintzin Chárraga en el Palacio de Minería, Lo Coletti en Cinemex o Jessica Marjane y Alessa Flores en la plaza Reforma 222 en el 2015. Alessa fue asesinada en el 2016 en un hotel de la colonia Obrera, tan sólo unas semanas después del transfeminicidio de Paola Buenrostro (fue hasta el 2021 y gracias al activismo de Kenya Cuevas, que la fiscalía capitalina reconoció el caso como transfeminicidio aunque el responsable continua prófugo).

La realidad es que no fue un “crimen pasional” (categoría que no existe en el argot jurídico, por cierto) sino crímenes de odio los que se cometieron en contra de le magistrade y su pareja. La realidad es que -magistrade- no es un apodo ni se escribe entrecomillado, sino que se trata de la forma correcta de referirse a una persona no-binaria. La realidad es que a las parejas heterosexuales y CIS-género no se les cuestiona si se abrazan o no en público, no se les vigila con cámaras de seguridad para investigar si sus interacciones físicas denotan enojo o felicidad, no se les pone en sospecha ni se les pregunta por la forma de expresar sus afectos. La realidad es que la mayoría de las personas creen todavía en pleno 2023 lo que lo que la televisión les dicta.

Pero la realidad también es que no sólo fueron Ociel y Dorian quienes perdieron la vida en esa misma semana a manos de la violencia, fueron también Lucero y María Paula Rodríguez (mujeres trans asesinadas en Bogotá y Sucre, Colombia, respectivamente), Grance y La Gocha (mujeres trans asesinadas en Maracaibo y Caracas, Venezuela), Zoe López García (mujer trans asesinada en Buenos Aíres, Argentina) y Meli, mujer transgénero asesinada en Puebla, México, el pasado 12 de noviembre.

¿Por qué estas muertes no causan la misma indignación?, ¿Por qué no parece haber consternación alguna con las vidas de personas de la disidencia sexual y de género que se pierden a diario por los efectos de la precariedad, del racismo o del ostracismo? ¿Por qué no nos indignan los efectos de la exclusión social dirigida a poblaciones históricamente vulneradas y subalternizadas, cuándo claramente son efectos de ese mismo régimen CIS-Heterocentrado, patriarcal, racista, capacitista y endosexista?, ¿por qué hay vidas que nos importan más que otras?

Este panorama se completa y explica con el resurgimiento y avance de los discursos de ultraderecha en el clima político global, desde el triunfo de Javier Milei en la presidencia argentina hasta la limpieza étnica del genocidio palestino fraguado desde 1948 y transmitido en vivo por redes sociales desde su intensificación hace ya más de dos meses. Es claro que el colonialismo y la supremacía blanca se han mantenido casi intactos a pesar de las luchas por derechos humanos y la apuesta por un mundo más vivible.

Algo estamos haciendo mal.

Pero, específicamente ¿por qué el binarismo mata? María Lugones, pionera del feminismo descolonial, dedicó su vida a escribir e investigar sobre la ‘Colonialidad Moderna del Género’, un concepto creado para referirnos a la instauración de un único modelo binario impuesto durante la colonia sobre las poblaciones de este territorio, hoy llamado América Latina. Antes de 1492 no existían las categorías de “hombre” y “mujer” como las conocemos ahora, categorías mutuamente excluyentes, diferenciadas y cerradas, categorías con pretensiones homogenizadoras y universalizantes que fueron aplicadas a la fuerza por sistemas de poder implantados aquí para asegurar la pervivencia y expansión de los convencionalismos de las sociedades blancas y europeas que habían decidido someter al resto del mundo bajo su dominio. Por citar sólo algunos ejemplos, existen cosmovisiones precoloniales que imaginaban y nombraban el mundo fuera de esta separación: el pueblo maya se refería como “winaq” y el pueblo andino utilizaba “wawa” para nombrar de forma neutra y sin un género definido a las personas.

Amparados bajo las ideas de evangelización, civilización y progreso, fueron los colonos quienes decidieron occidentalizar a los pueblos originarios al dividir, separar y jerarquizar a partir de múltiples dicotomías: cultura-naturaleza, civilizado-primitivo, moderno-no moderno, amo-esclavo, humano-no humano. Uno de los efectos colaterales sería la instauración e introyección del binarismo de género (hombre-mujer), provocando la aparición de las normas sociales sobre la performatividad y la expresión de género (los pantalones para los hombres, los vestidos para las mujeres, etc.) y con ello se constituyeron las bases para la ejecución de formas de violencia (discriminación, exclusión, persecución, acoso, explotación, tortura, mutilación, asesinatos y exterminios) y discursos de odio que se dirigen y encarnan a diario en nuestras corporalidades y comunidades. En este sentido, que sepan que cuándo se niegan a reconocer nuestra identidad, nuestros pronombres y la importancia de nuestras existencias, no sólo están gozando de los privilegios de una herencia manchada de sangre, sino que están ejecutando el mandato asesino y transodiante de los colonos blancos, que desde hace tanto tiempo hubieran deseado un mundo sin nosotres.

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La realidad es que este mundo también es de nosotres, también nos pertenece. Que somos transcentrales, a pesar del transcurso del tiempo no nos hemos ido y jamás lo haremos. Que no volveremos a un clóset. Que tenemos memoria colectiva, legados y genealogías que van mucho más allá del limitado parentesco consanguíneo.

La realidad es que sabemos bien porque nos agreden, violentan y asesinan. La realidad es que nosotres tenemos algo que les parece intolerable e inaceptable y que les obsesiona: Mientras aquellos asesinos y personas transodiantes tienen que seguir el mandato de ser quienes les dijeron que tenían que ser, nosotres hemos elegido ser libres. Todes nosotres representamos la libertad de ser quienes realmente somos y eso conlleva un enorme poder (otro tipo de poder diferente al que los poderosos están acostumbrados) que lejos de inspirar a todas las demás personas a liberarse también, hay quienes lo han resentido con miedo, angustia y asco como si fuéramos su peor amenaza cuándo el enemigo real es ese odio que se ha introyectado tan adentro de ellos y que no quieren reconocer. Y es esa misma libertad, nuestra libertad, la que nos dota la poderosa cualidad de transformar el miedo en rabia.


  • Redes: @lechedevirgen


[1] Cita a frase originalmente escrita por Mikaelah Drullard, hermana y autora travesti afrocaribeña que también ha reflexionado sobre las “políticas de inclusión” desde el antirracismo.


El pasado 13 de noviembre, México recibió la noticia del asesinato de le magistrade Jesús Ociel Baena Saucedo y Dorian Daniel Nieves Herrera, su pareja. La noticia conmocionó a la comunidad LGBTIQ+ y puso al centro, una vez más, el tema de la violencia hacía personas de la diversidad sexual y de género en el país, un tema que lamentablemente no es nuevo y que a pesar de los avances que se han celebrado año con año como “batallas ganadas” en materia de derechos humanos, marcos legales, salud pública y educación, así como en el campo del arte y la cultura, esta supuesta apertura social es socavada tajantemente por los constantes crímenes y agresiones.

Algo estamos haciendo mal.

La lógica del desarrollo y el progreso nos obliga constantemente a hacer una única lectura homogénea y lineal, integrando dichos avances en una narrativa que nos dice que formamos parte de una sociedad evolucionada e inclusiva. A pesar de la proliferación de los discursos de la “tolerancia”, la “aceptación” y la “inclusión” esgrimidos por instituciones del estado, medios de comunicación, organizaciones sociales, así como por proyectos independientes y autogestivos, vivimos en el segundo país con mayor número de transfeminicidios y violencia a personas trans.

La realidad es que desde aquella primera vez en 1978 que el Movimiento de Liberación Homosexual (MLH) decidió marchar como un frente abiertamente pro-derechos LGBTIQ+, han sido muchas las vidas que se han perdido en la lucha por nuestros derechos, derechos humanos que deberían ser inherentes a todes nosotres simplemente por existir, sin embargo es claro que la categoría de “humanidad” nos la han negado intermitentemente y a conveniencia, al menos desde hace 2 mil años.

La realidad es que a pesar de contar con representantes de la diversidad en posiciones de poder al frente de instituciones o como estrellas de reality shows en la televisión y el internet, la violencia continua. Irónicamente el planteamiento de la “representatividad” y la “inclusión” avanza a la par de estas violencias. ¿Cuántos museos, galerías, centros culturales o instituciones públicas o privadas, relacionadas al arte y la cultura que se consideran “gay friendly”, se pronunciaron en contra de los crímenes de odio a Ociel y Dorian?, ¿Cuántos de ellos enarbolan la bandera arcoíris en junio?, ¿Cuántos de ellos han promovido proyectos y exposiciones de mujeres cada 8 de marzo?, ¿Cuántos de ellos tienen un compromiso real y una postura política firme contra las violencias que aquejan a las comunidades que dicen representar? Pronto (sino es que ya viene ocurriendo desde hace algunos años) bajo el modelo neoliberal de “inclusión”, los museos e instituciones del arte aún más tradicionales y conservadoras tendrán agendas gay, feministas, trans, disidentes, “discas” (discapacitadas), “indígenas” (pueblos originarios), etc., instrumentalizando y fagocitando nuestras luchas y genealogías, sin cuestionar sus propios privilegios y jerarquías, sin renunciar a la estructura de poder vertical que los sostiene y sin ningún tipo de vergüenza. ¿Cuál es la posición/conciencia política y ética de los, las y les artistas (se consideren o nó dentro de las llamadas diversidades) en este contexto? ¿Existe alguna?

La realidad es que toda política de inclusión es una política de dominación[1]. La realidad es que todo discurso de aceptación o tolerancia termina por volver a poner al centro a aquellos sujetos que piensan que tienen el poder de decidir si nosotres, los “otros sublaternos”, debemos o no formar parte de este mundo, un mundo entendido desde una única perspectiva CIS-Heterocentrada, patriarcal, racista, capacitista y endosexista. El “pride” (orgullo) es una categoría colonial del norte global para hombres gay/homosexuales CISgénero con privilegios de clase y raza que yo no tengo y que no me interesa tener; porque la disputa de las disidencias sexuales va más allá que el simple discurso del mercado rosa y la inclusión (pinkwashing). Nosotres nunca tuvimos el privilegio de ser llamades “gay”, sino que nos insultaron con palabras como puñal, joto y marica.

Por ello es por lo que, desde hace más de una década, como artista disidente sexual, priete (no-blanco), con diversidad funcional viviendo con inmunosupresión (por tener un trasplante renal) y no binarie, vengo manifestando fuerte y claro que: -Yo No Siento Orgullo, Siento Rabia. Nuestro deber será organizar esa rabia colectiva en formas de organización autónoma efectiva, canalizada de forma estratégica fuera del marco del punitivismo y la violencia, al mismo tiempo que celebramos nuestras vidas y afirmamos nuestras existencias con la mayor intensidad y felicidad posible. Nosotres no queremos ser “incluides” en un mundo que nos preferiría sin vida, nuestro proyecto político es más ambicioso, nosotres no queremos escalar a mejores posiciones en este mundo asesino, nosotres queremos otro mundo y lo ya lo estamos inventando.

La realidad es que de poco o nada sirve la representatividad de los colectivos subalternizados (diversidad sexual y de género, poblaciones racializadas u originarias, etc.) si se continúan manteniendo las mismas estructuras de poder de un estado-nación que se actualiza y sofistica asimilando y desactivando nuestras creaciones más imaginativas contra el eslabonamiento de opresiones y el régimen de dominación que él mismo causa y promueve, en un perverso ciclo de siembra y cosecha de necropolíticas. La realidad es que la representatividad tiende a ayudar únicamente a aquellas pocas personas elegidas para representarnos (elegidas por ese mismo estado-nación y sus extensiones, razón por la cual siempre se escogerán personas que beneficien al mismo y que puedan ser utilizadas para sus fines), otorgándoles privilegios, mejores condiciones de vida y poder a costa de nuestras comunidades. Nadie debería beneficiarse a título personal de luchas colectivas.

La realidad es que, acorde a cifras oficiales (LetraEse), tan sólo en los últimos años en México se han registrado al menos 453 casos de muertes violentas relacionadas a la orientación sexual, expresión y/o identidad de género de las víctimas, aunque sabemos que las cifras reales son mucho mayores, estimándose a alcanzar más de 1500 casos. Tan sólo el Centro de Apoyo a las Identidades Trans en México identificó que 590 personas transgénero han sido asesinadas entre 2007 y 2022, con un promedio de 53 asesinatos al año. En el 2022, se registraron 87 crímenes de odio, 78 en 2021 y 79 en 2020. Tan sólo en los últimos días se han intensificado dichas violencias en Abya Yala (américa latina) como consecuencias de los discursos de odio, consecuencias que también son palpables de forma cotidiana, desde malgenerizaciones hasta ser expulsades del baño como ocurrió en septiembre en la Cineteca Nacional a la activista Laura Glover, o a Malintzin Chárraga en el Palacio de Minería, Lo Coletti en Cinemex o Jessica Marjane y Alessa Flores en la plaza Reforma 222 en el 2015. Alessa fue asesinada en el 2016 en un hotel de la colonia Obrera, tan sólo unas semanas después del transfeminicidio de Paola Buenrostro (fue hasta el 2021 y gracias al activismo de Kenya Cuevas, que la fiscalía capitalina reconoció el caso como transfeminicidio aunque el responsable continua prófugo).

La realidad es que no fue un “crimen pasional” (categoría que no existe en el argot jurídico, por cierto) sino crímenes de odio los que se cometieron en contra de le magistrade y su pareja. La realidad es que -magistrade- no es un apodo ni se escribe entrecomillado, sino que se trata de la forma correcta de referirse a una persona no-binaria. La realidad es que a las parejas heterosexuales y CIS-género no se les cuestiona si se abrazan o no en público, no se les vigila con cámaras de seguridad para investigar si sus interacciones físicas denotan enojo o felicidad, no se les pone en sospecha ni se les pregunta por la forma de expresar sus afectos. La realidad es que la mayoría de las personas creen todavía en pleno 2023 lo que lo que la televisión les dicta.

Pero la realidad también es que no sólo fueron Ociel y Dorian quienes perdieron la vida en esa misma semana a manos de la violencia, fueron también Lucero y María Paula Rodríguez (mujeres trans asesinadas en Bogotá y Sucre, Colombia, respectivamente), Grance y La Gocha (mujeres trans asesinadas en Maracaibo y Caracas, Venezuela), Zoe López García (mujer trans asesinada en Buenos Aíres, Argentina) y Meli, mujer transgénero asesinada en Puebla, México, el pasado 12 de noviembre.

¿Por qué estas muertes no causan la misma indignación?, ¿Por qué no parece haber consternación alguna con las vidas de personas de la disidencia sexual y de género que se pierden a diario por los efectos de la precariedad, del racismo o del ostracismo? ¿Por qué no nos indignan los efectos de la exclusión social dirigida a poblaciones históricamente vulneradas y subalternizadas, cuándo claramente son efectos de ese mismo régimen CIS-Heterocentrado, patriarcal, racista, capacitista y endosexista?, ¿por qué hay vidas que nos importan más que otras?

Este panorama se completa y explica con el resurgimiento y avance de los discursos de ultraderecha en el clima político global, desde el triunfo de Javier Milei en la presidencia argentina hasta la limpieza étnica del genocidio palestino fraguado desde 1948 y transmitido en vivo por redes sociales desde su intensificación hace ya más de dos meses. Es claro que el colonialismo y la supremacía blanca se han mantenido casi intactos a pesar de las luchas por derechos humanos y la apuesta por un mundo más vivible.

Algo estamos haciendo mal.

Pero, específicamente ¿por qué el binarismo mata? María Lugones, pionera del feminismo descolonial, dedicó su vida a escribir e investigar sobre la ‘Colonialidad Moderna del Género’, un concepto creado para referirnos a la instauración de un único modelo binario impuesto durante la colonia sobre las poblaciones de este territorio, hoy llamado América Latina. Antes de 1492 no existían las categorías de “hombre” y “mujer” como las conocemos ahora, categorías mutuamente excluyentes, diferenciadas y cerradas, categorías con pretensiones homogenizadoras y universalizantes que fueron aplicadas a la fuerza por sistemas de poder implantados aquí para asegurar la pervivencia y expansión de los convencionalismos de las sociedades blancas y europeas que habían decidido someter al resto del mundo bajo su dominio. Por citar sólo algunos ejemplos, existen cosmovisiones precoloniales que imaginaban y nombraban el mundo fuera de esta separación: el pueblo maya se refería como “winaq” y el pueblo andino utilizaba “wawa” para nombrar de forma neutra y sin un género definido a las personas.

Amparados bajo las ideas de evangelización, civilización y progreso, fueron los colonos quienes decidieron occidentalizar a los pueblos originarios al dividir, separar y jerarquizar a partir de múltiples dicotomías: cultura-naturaleza, civilizado-primitivo, moderno-no moderno, amo-esclavo, humano-no humano. Uno de los efectos colaterales sería la instauración e introyección del binarismo de género (hombre-mujer), provocando la aparición de las normas sociales sobre la performatividad y la expresión de género (los pantalones para los hombres, los vestidos para las mujeres, etc.) y con ello se constituyeron las bases para la ejecución de formas de violencia (discriminación, exclusión, persecución, acoso, explotación, tortura, mutilación, asesinatos y exterminios) y discursos de odio que se dirigen y encarnan a diario en nuestras corporalidades y comunidades. En este sentido, que sepan que cuándo se niegan a reconocer nuestra identidad, nuestros pronombres y la importancia de nuestras existencias, no sólo están gozando de los privilegios de una herencia manchada de sangre, sino que están ejecutando el mandato asesino y transodiante de los colonos blancos, que desde hace tanto tiempo hubieran deseado un mundo sin nosotres.

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La realidad es que este mundo también es de nosotres, también nos pertenece. Que somos transcentrales, a pesar del transcurso del tiempo no nos hemos ido y jamás lo haremos. Que no volveremos a un clóset. Que tenemos memoria colectiva, legados y genealogías que van mucho más allá del limitado parentesco consanguíneo.

La realidad es que sabemos bien porque nos agreden, violentan y asesinan. La realidad es que nosotres tenemos algo que les parece intolerable e inaceptable y que les obsesiona: Mientras aquellos asesinos y personas transodiantes tienen que seguir el mandato de ser quienes les dijeron que tenían que ser, nosotres hemos elegido ser libres. Todes nosotres representamos la libertad de ser quienes realmente somos y eso conlleva un enorme poder (otro tipo de poder diferente al que los poderosos están acostumbrados) que lejos de inspirar a todas las demás personas a liberarse también, hay quienes lo han resentido con miedo, angustia y asco como si fuéramos su peor amenaza cuándo el enemigo real es ese odio que se ha introyectado tan adentro de ellos y que no quieren reconocer. Y es esa misma libertad, nuestra libertad, la que nos dota la poderosa cualidad de transformar el miedo en rabia.


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[1] Cita a frase originalmente escrita por Mikaelah Drullard, hermana y autora travesti afrocaribeña que también ha reflexionado sobre las “políticas de inclusión” desde el antirracismo.

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