/ jueves 5 de agosto de 2021

El pequeño César

El libro de cabecera

–Te dije que iba a haber un chingo de gente, pero nunca me haces caso– dice exasperada una mujer robusta, visiblemente molesta y empapada en sudor. Se encuentra en el lugar 18 –yo mismo me encargo de enumerar cada espacio– en una fila animada por la inercia clientelar afuera de uno de los varios, muchos restaurantes Little Caesars que se han desparramado sobre la ciudad desde hace algunos años.

–En donde antes estaba una farmacia, sobre un ala del estacionamiento, al lado de una mueblería, afuera del supermercado, en donde antes era un baldío… Estas madres se han multiplicado porque son un buen negocio– me cuenta un repartidor de Rappi; su aspecto me recuerda a un repartidor vietnamita que vi en una película cuyo nombre no logro acordarme.

–¿Y a qué crees que se deba su éxito? – pregunto otorgando el beneficio de la duda a aquel motociclista obeso con aires de experto en la industria de comida rápida.

–A que la gente es bien pendeja, carnal: se traga cualquier chingadera de pizza.

Desde hace por lo menos cinco años, México es el mercado de más rápido crecimiento en el mundo para Little Caesars. Al contrario de lo que opina el repartido, Para David Scrivano, CEO global de Little Caesars, el éxito de la franquicia en México obedece a varios factores: que a los consumidores mexicanos les gusta el logo, les gusta la marca, les gustan las pizzas y, sobre todo, les gusta la conveniencia y rapidez del modelo de negocios que los ha convertido en una de las tres cadenas de pizzas más grandes en el mundo[1].

Y quizás de las que menos diferenciadores de clase ofrece al consumidor.

Esperamos bajo el rayo de sol en la fila larguísima en el restaurante que está frente al Wal-Mart de Paseo Constituyentes. Una tuba salvaje penetra los tímpanos de los desgraciados comensales al compás de un narcocorrido. La ponzoña sónica proviene de un Jetta negro achaparrado. Su piloto, un veinteañero con lentes oscuros y barba incipiente de candadito, va cantando que:

Por entre en medio de las parcelas

Bien locochón retorné a la 15

Esquizofrénico y bien ondeado

Sentía que el troque era jet privado

Llegué al carrizo y al desengaño

Y los guachitos me la pelaron.

En la fila de comensales que cerca la sucursal de Pie de la Cuesta hay una señora con cuatro hijos y un bebé en brazos, una pareja de novios que se besan desaforadamente, un sujeto tatuado en toda la proporción de piel que deja ver una vieja playera de Gallos Blancos, una anciana que lidia por tratar de enviar un mensaje de WhatsApp desde su celular… Esto sin contar a la media docena de repartidores con caparazón cúbico impermeable color naranja que, al igual de las pizzerías, han tapizado las principales avenidas de la ciudad.

–¿Por qué no inician la fila desde el interior de la sucursal?– le pregunto con extrema cortesía a un empleado veinteañero. Imagino que un golpe de aquel mancebo turgente me noquearía en medio segundo, dejándome inconsciente y ridículo, flotando en un charco de sangre entre un círculo de gente.

–Por la contingencia, mai. Las multas están bien pasadas de lanza.

–Pero la gente se está asando– esbocé con cierto arrepentimiento.

–Es que ahorita estamos en hora pico, pero la fila avanza rápido– responde paciente, con una voz absurdamente infantil para aquella mole.

Es sábado a las 14:18 hrs. y en la fila de la sucursal que se asienta en prolongación Zaragoza las cosas no son muy distintas. Salvo por un conato de bronca que se arma en la entrada principal:

–¡Siempre salen con sus chingaderas, pendejos!– reclama un hombre adusto con abundante pelo cano y aspecto de boxeador retirado –¡Mejor no digan que es entrega inmediata, culeros!– clama en un monólogo de reclamos que no recibe apoyo por parte de la muchedumbre.

El quejoso se refiere al concepto Hot-N-Ready, que implica que las pizzas generalmente están ya listas para que las personas las compren y se las lleven de la tienda. Por cierto, este año Little Caesars cumplió 15 años en el mercado mexicano. La primera sucursal se inauguró en Ciudad Juárez, Chihuahua.

Pero es quizás el precio de las pizzas la principal razón del éxito del pequeño César.

–¡A huevo! Con menos de doscientos varos compramos una pizza, un paquete de panes locos con su salsa y el chesco de dos litros, ¡nomás échale!– me revela con entusiasmo una señora a la que su familia, que espera pacientemente en el auto, la mandó a comprar la comida de hoy.

–¿A poco con eso comen todos?

–¡Pus’ a poco no, di! Además hoy no pienso cocinarles. Ora’ que si se quedan con hambre, pus’ les guardo las orillas… Pero como hoy es quince, pus’ vamos a comprar dos paquetes.

En México existen alrededor de 500 franquicias de Little Caesars. Aunque las entregas de pizza tratan de ser siguiendo las medidas sanitarias, la gente aprieta la fila a distancias comunes antes de la pandemia.

La historia de Little Caesars se remonta hacia 1959, cuando el matrimonio de Mike y Marian Ilitch abrieron su primera tienda en Michigan. Se dice que el nombre se debe a que Marian llamaba a Mike “My little Caesar”, “Mi pequeño César”. En 1962 abrió su primera franquicia en Michigan y, para 1969, abría su tienda número 50 y la primera locación en Canadá. Fue 10 años después cuando nació su eslogan “Pizza! Pizza!”, que anunciaba dos piezas por el precio de una, algo que a los niños consumidores cautiva porque, en cuanto ven a los personajes adheridos a los cristales de la sucursal, emiten automáticamente “Pizza! Pizza!”.

–¿A cómo las nieves, don?– pregunta el chico que hace unos segundos besaba a su novia como si no hubiera mañana, en la fila de la sucursal de Pie de la Cuesta.

–A 15 el cono, y los vasos de a 25 y 35– responde un hombre de sombrero. Junto a su carrito crea el oxímoron visual del campesino urbano que ha cambiado el caballo por carrito de nieves.

–¡Ay, cabrón! La semana pasada daba los conos a 10 y los vasos a 20, ¿qué pachó, don?

–Pus’ con lo que le sobra de la pizza le alcanza pa’ un cono, joven– responde el de sombrero con una risa diáfana y senil.

Por 79 pesos una familia queretana puede llevarse una pizza de peperoni. Un precio justo incluso para las niñas que venden mazapanes en el semáforo de Jardines de la Hacienda:

–Si me compras dos acompleto pa’ la pizza– me dice la niña mayor mientras accedo a la transacción.

Mientras me retiro, escucho que una empleada advierte a alguien al fondo con un grito: “Me llevo siete, te quedas con dos pizzas”. Bajo el sol la fila luce interminable.


[1] Viridiana Mendoza Escamilla, “Claves que han hecho de esta cadena de pizzas una de las más grandes del mundo”. Disponible en https://www.forbes.com.mx/nuestra-revista-little-caesars-la-importancia-de-ser-los-mas-rapidos/

–Te dije que iba a haber un chingo de gente, pero nunca me haces caso– dice exasperada una mujer robusta, visiblemente molesta y empapada en sudor. Se encuentra en el lugar 18 –yo mismo me encargo de enumerar cada espacio– en una fila animada por la inercia clientelar afuera de uno de los varios, muchos restaurantes Little Caesars que se han desparramado sobre la ciudad desde hace algunos años.

–En donde antes estaba una farmacia, sobre un ala del estacionamiento, al lado de una mueblería, afuera del supermercado, en donde antes era un baldío… Estas madres se han multiplicado porque son un buen negocio– me cuenta un repartidor de Rappi; su aspecto me recuerda a un repartidor vietnamita que vi en una película cuyo nombre no logro acordarme.

–¿Y a qué crees que se deba su éxito? – pregunto otorgando el beneficio de la duda a aquel motociclista obeso con aires de experto en la industria de comida rápida.

–A que la gente es bien pendeja, carnal: se traga cualquier chingadera de pizza.

Desde hace por lo menos cinco años, México es el mercado de más rápido crecimiento en el mundo para Little Caesars. Al contrario de lo que opina el repartido, Para David Scrivano, CEO global de Little Caesars, el éxito de la franquicia en México obedece a varios factores: que a los consumidores mexicanos les gusta el logo, les gusta la marca, les gustan las pizzas y, sobre todo, les gusta la conveniencia y rapidez del modelo de negocios que los ha convertido en una de las tres cadenas de pizzas más grandes en el mundo[1].

Y quizás de las que menos diferenciadores de clase ofrece al consumidor.

Esperamos bajo el rayo de sol en la fila larguísima en el restaurante que está frente al Wal-Mart de Paseo Constituyentes. Una tuba salvaje penetra los tímpanos de los desgraciados comensales al compás de un narcocorrido. La ponzoña sónica proviene de un Jetta negro achaparrado. Su piloto, un veinteañero con lentes oscuros y barba incipiente de candadito, va cantando que:

Por entre en medio de las parcelas

Bien locochón retorné a la 15

Esquizofrénico y bien ondeado

Sentía que el troque era jet privado

Llegué al carrizo y al desengaño

Y los guachitos me la pelaron.

En la fila de comensales que cerca la sucursal de Pie de la Cuesta hay una señora con cuatro hijos y un bebé en brazos, una pareja de novios que se besan desaforadamente, un sujeto tatuado en toda la proporción de piel que deja ver una vieja playera de Gallos Blancos, una anciana que lidia por tratar de enviar un mensaje de WhatsApp desde su celular… Esto sin contar a la media docena de repartidores con caparazón cúbico impermeable color naranja que, al igual de las pizzerías, han tapizado las principales avenidas de la ciudad.

–¿Por qué no inician la fila desde el interior de la sucursal?– le pregunto con extrema cortesía a un empleado veinteañero. Imagino que un golpe de aquel mancebo turgente me noquearía en medio segundo, dejándome inconsciente y ridículo, flotando en un charco de sangre entre un círculo de gente.

–Por la contingencia, mai. Las multas están bien pasadas de lanza.

–Pero la gente se está asando– esbocé con cierto arrepentimiento.

–Es que ahorita estamos en hora pico, pero la fila avanza rápido– responde paciente, con una voz absurdamente infantil para aquella mole.

Es sábado a las 14:18 hrs. y en la fila de la sucursal que se asienta en prolongación Zaragoza las cosas no son muy distintas. Salvo por un conato de bronca que se arma en la entrada principal:

–¡Siempre salen con sus chingaderas, pendejos!– reclama un hombre adusto con abundante pelo cano y aspecto de boxeador retirado –¡Mejor no digan que es entrega inmediata, culeros!– clama en un monólogo de reclamos que no recibe apoyo por parte de la muchedumbre.

El quejoso se refiere al concepto Hot-N-Ready, que implica que las pizzas generalmente están ya listas para que las personas las compren y se las lleven de la tienda. Por cierto, este año Little Caesars cumplió 15 años en el mercado mexicano. La primera sucursal se inauguró en Ciudad Juárez, Chihuahua.

Pero es quizás el precio de las pizzas la principal razón del éxito del pequeño César.

–¡A huevo! Con menos de doscientos varos compramos una pizza, un paquete de panes locos con su salsa y el chesco de dos litros, ¡nomás échale!– me revela con entusiasmo una señora a la que su familia, que espera pacientemente en el auto, la mandó a comprar la comida de hoy.

–¿A poco con eso comen todos?

–¡Pus’ a poco no, di! Además hoy no pienso cocinarles. Ora’ que si se quedan con hambre, pus’ les guardo las orillas… Pero como hoy es quince, pus’ vamos a comprar dos paquetes.

En México existen alrededor de 500 franquicias de Little Caesars. Aunque las entregas de pizza tratan de ser siguiendo las medidas sanitarias, la gente aprieta la fila a distancias comunes antes de la pandemia.

La historia de Little Caesars se remonta hacia 1959, cuando el matrimonio de Mike y Marian Ilitch abrieron su primera tienda en Michigan. Se dice que el nombre se debe a que Marian llamaba a Mike “My little Caesar”, “Mi pequeño César”. En 1962 abrió su primera franquicia en Michigan y, para 1969, abría su tienda número 50 y la primera locación en Canadá. Fue 10 años después cuando nació su eslogan “Pizza! Pizza!”, que anunciaba dos piezas por el precio de una, algo que a los niños consumidores cautiva porque, en cuanto ven a los personajes adheridos a los cristales de la sucursal, emiten automáticamente “Pizza! Pizza!”.

–¿A cómo las nieves, don?– pregunta el chico que hace unos segundos besaba a su novia como si no hubiera mañana, en la fila de la sucursal de Pie de la Cuesta.

–A 15 el cono, y los vasos de a 25 y 35– responde un hombre de sombrero. Junto a su carrito crea el oxímoron visual del campesino urbano que ha cambiado el caballo por carrito de nieves.

–¡Ay, cabrón! La semana pasada daba los conos a 10 y los vasos a 20, ¿qué pachó, don?

–Pus’ con lo que le sobra de la pizza le alcanza pa’ un cono, joven– responde el de sombrero con una risa diáfana y senil.

Por 79 pesos una familia queretana puede llevarse una pizza de peperoni. Un precio justo incluso para las niñas que venden mazapanes en el semáforo de Jardines de la Hacienda:

–Si me compras dos acompleto pa’ la pizza– me dice la niña mayor mientras accedo a la transacción.

Mientras me retiro, escucho que una empleada advierte a alguien al fondo con un grito: “Me llevo siete, te quedas con dos pizzas”. Bajo el sol la fila luce interminable.


[1] Viridiana Mendoza Escamilla, “Claves que han hecho de esta cadena de pizzas una de las más grandes del mundo”. Disponible en https://www.forbes.com.mx/nuestra-revista-little-caesars-la-importancia-de-ser-los-mas-rapidos/

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