/ viernes 15 de abril de 2022

Enrevesamiento

El espectador


Inconcebible que pudiesen encarnar personaje alguno, pero no sería la principal razón para evitar el conocimiento de su desempeño “escénico”, sino que sus aparatos fonadores, de origen, de fábrica, parecen instalados en modo de pausa. Sin ninguna experiencia conocida en expresión y manejo corporal y “mudos’”para cualquier propósito cuerdo —condición cierta y preferiblemente prescindible— en el escenario, ¿qué van a representar el compositor cibernético Ignacio Baca-Lobera y el crítico y programador cinematográfico Gabriel Hörner García?, sobre todo este último que no despega los labios ni para expulsar un estornudo. El diapasón del músico parece afinado en pianísimo. El zumbido de cualquier insecto lo taparía, a no dudar, sino no con el zumbido sí con el impacto de su impertinente aparición.

Con tan adversa y contundente disuasión fui invitado a conocer Yankee blues de la dramaturga Mariana Hartasánchez. En una sala de exhibición del Museo de la Ciudad de Querétaro el escenario superaba el espacio para el reducido público que casi lo abarrotó. La recepción no es de alarido, sino de ladrido por parte de una pareja —no binomio— de pequeños canes. La escenografía casi reproduce la situación que en ocasiones ha presentado la Dirección del museo. Los personajes no parecen haberse retirado de tal espacio administrativo, es decir, Nacho Baca y Gabriel, con sus nombres cambiados, Homer Collyer y Langley Collyer, respectivamente, han sido llevados por la también directora escénica, a la buhardilla o ático de un rascacielos financiero en el Wall Street en banca rota del Nueva York de la Depresión del ’29. Inútil intentar el seguimiento de una trama porque más o menos poco hay a seguir en una ilación libre de palabras más por su emparentamiento fonético que carga y significación semántica, valiendo más lo caótico, a la manera de los talleres de escritura creativa.


Amanda se hubiera tatuado una rosa en cada nalga. […] no hay nadie más libre que una mujer que se tatúa una rosa en cada nalga. / Nadie quiere tener las nalgas rozadas. / Si eres un bebé, no quieres tener las nalgas rozadas. Si eres un esclavo, tampoco. / ¿Por los latigazos? / Pero si eres una mujer libre… / Por Rosa de Luxemburgo. / No. Porque siempre se ha pensado que las mujeres son tan delicadas como una rosa, […] si una fémina se tatúa la imagen de un símbolo opresor en el culo, estará haciendo una declaración libertaria. / Pero nadie va a poder ver las dos rosas, a menos que la dama […] ostente el culo en las narices de los opresores. Por tanto, deberá sobajarse al papel de puta para poder librarse de ser una rosa. No creo que a Amanda le guste el papel de rosa o de puta. / ¿Cómo se te ocurren tantas idioteces?... Dos rosas en el culo. / La guerra de las dos rosas. ¿Te acuerdas cuál fue esa guerra? / Me preguntaste por qué se me había ocurrido que Amanda debía tatuarse una rosa en cada nalga… Mi cerebro se acordaba de “La Guerra de las Dos Rosas”, […]

De esta incoherencia o falta de conexión de significados entre las palabras puede nacer una admiración y sorpresa por el mantenimiento de un ritmo y una continuidad ágil y verosímil de los personajes, aceptando estarlos viendo en situación de disparate. Pero éste, cargado de una exposición de sinrazones, resulta un soplamocos humorístico muy serio. Esta ambivalencia de gravedad graciosa desconcierta con su sagacidad y divierte con su tino.

Cuando Baca-Lobera y Hörner García resultan el hallazgo y tino de un Pozzo y un Lucky naturales, accidentales, —bien satisfarían la persistente negación del teatro del absurdo por parte del autor de Esperando a Godot—, que por momentos den sus parlamentos a un ritmo de “vas, te toca” poco estorba, incorporándolos a una secuela dramática que ladra por trasgredir un confinamiento pandémico, dándose la razón suficiente y convincente para conocer Yankee blues con este montaje de singularidad irrepetible. Nunca la efimeridad escénica será tan tajante.

Hoy el absurdo dramático está expuesto a intensa y ardua competencia. En el ámbito nacional, un mandatario, en calidad de ganso infatigable, anima ardorosamente los disparos de los cazadores que rehúyen la provocación. Con jactancia zarista un invasor expansionista aduce la desnazificación de una nación encabezada por un mandatario judío para barrerla dejando únicamente promontorios de no combatientes torturados y asesinados, cual trazo de su gloriosa capacidad militar. Yankee blues, los días 15, 16, 22 y 23 de abril, corre el riesgo de semejar crónica, en el espacio y horario (20:30 horas) museístico de su estreno. La gracia y la diversión podrían aparecer en la naturalidad atípica de una trama disparatada: la consideración de un transcurrir demencial desde la reflexión de un par de hermanos desvariados, en el abrigo de su especial y personalísimo enclaustramiento.


Inconcebible que pudiesen encarnar personaje alguno, pero no sería la principal razón para evitar el conocimiento de su desempeño “escénico”, sino que sus aparatos fonadores, de origen, de fábrica, parecen instalados en modo de pausa. Sin ninguna experiencia conocida en expresión y manejo corporal y “mudos’”para cualquier propósito cuerdo —condición cierta y preferiblemente prescindible— en el escenario, ¿qué van a representar el compositor cibernético Ignacio Baca-Lobera y el crítico y programador cinematográfico Gabriel Hörner García?, sobre todo este último que no despega los labios ni para expulsar un estornudo. El diapasón del músico parece afinado en pianísimo. El zumbido de cualquier insecto lo taparía, a no dudar, sino no con el zumbido sí con el impacto de su impertinente aparición.

Con tan adversa y contundente disuasión fui invitado a conocer Yankee blues de la dramaturga Mariana Hartasánchez. En una sala de exhibición del Museo de la Ciudad de Querétaro el escenario superaba el espacio para el reducido público que casi lo abarrotó. La recepción no es de alarido, sino de ladrido por parte de una pareja —no binomio— de pequeños canes. La escenografía casi reproduce la situación que en ocasiones ha presentado la Dirección del museo. Los personajes no parecen haberse retirado de tal espacio administrativo, es decir, Nacho Baca y Gabriel, con sus nombres cambiados, Homer Collyer y Langley Collyer, respectivamente, han sido llevados por la también directora escénica, a la buhardilla o ático de un rascacielos financiero en el Wall Street en banca rota del Nueva York de la Depresión del ’29. Inútil intentar el seguimiento de una trama porque más o menos poco hay a seguir en una ilación libre de palabras más por su emparentamiento fonético que carga y significación semántica, valiendo más lo caótico, a la manera de los talleres de escritura creativa.


Amanda se hubiera tatuado una rosa en cada nalga. […] no hay nadie más libre que una mujer que se tatúa una rosa en cada nalga. / Nadie quiere tener las nalgas rozadas. / Si eres un bebé, no quieres tener las nalgas rozadas. Si eres un esclavo, tampoco. / ¿Por los latigazos? / Pero si eres una mujer libre… / Por Rosa de Luxemburgo. / No. Porque siempre se ha pensado que las mujeres son tan delicadas como una rosa, […] si una fémina se tatúa la imagen de un símbolo opresor en el culo, estará haciendo una declaración libertaria. / Pero nadie va a poder ver las dos rosas, a menos que la dama […] ostente el culo en las narices de los opresores. Por tanto, deberá sobajarse al papel de puta para poder librarse de ser una rosa. No creo que a Amanda le guste el papel de rosa o de puta. / ¿Cómo se te ocurren tantas idioteces?... Dos rosas en el culo. / La guerra de las dos rosas. ¿Te acuerdas cuál fue esa guerra? / Me preguntaste por qué se me había ocurrido que Amanda debía tatuarse una rosa en cada nalga… Mi cerebro se acordaba de “La Guerra de las Dos Rosas”, […]

De esta incoherencia o falta de conexión de significados entre las palabras puede nacer una admiración y sorpresa por el mantenimiento de un ritmo y una continuidad ágil y verosímil de los personajes, aceptando estarlos viendo en situación de disparate. Pero éste, cargado de una exposición de sinrazones, resulta un soplamocos humorístico muy serio. Esta ambivalencia de gravedad graciosa desconcierta con su sagacidad y divierte con su tino.

Cuando Baca-Lobera y Hörner García resultan el hallazgo y tino de un Pozzo y un Lucky naturales, accidentales, —bien satisfarían la persistente negación del teatro del absurdo por parte del autor de Esperando a Godot—, que por momentos den sus parlamentos a un ritmo de “vas, te toca” poco estorba, incorporándolos a una secuela dramática que ladra por trasgredir un confinamiento pandémico, dándose la razón suficiente y convincente para conocer Yankee blues con este montaje de singularidad irrepetible. Nunca la efimeridad escénica será tan tajante.

Hoy el absurdo dramático está expuesto a intensa y ardua competencia. En el ámbito nacional, un mandatario, en calidad de ganso infatigable, anima ardorosamente los disparos de los cazadores que rehúyen la provocación. Con jactancia zarista un invasor expansionista aduce la desnazificación de una nación encabezada por un mandatario judío para barrerla dejando únicamente promontorios de no combatientes torturados y asesinados, cual trazo de su gloriosa capacidad militar. Yankee blues, los días 15, 16, 22 y 23 de abril, corre el riesgo de semejar crónica, en el espacio y horario (20:30 horas) museístico de su estreno. La gracia y la diversión podrían aparecer en la naturalidad atípica de una trama disparatada: la consideración de un transcurrir demencial desde la reflexión de un par de hermanos desvariados, en el abrigo de su especial y personalísimo enclaustramiento.

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