/ jueves 20 de julio de 2023

Escribir y borrar lo escrito | Ser desde el no-ser

Literatura y filosofía


Lo escrito queda… mientras no es borrado. Es tan común hablar de la palabra escrita, que se llega a soslayar (o de plano ignorar) el proceso de escritura en tanto refiere el acto de borrar. Como si dicho proceso no consistiera en pensar y repensar la idea hasta dejarla impresa en el papel (hoy la pantalla).

La escritura muestra lo que se ve, lo que puede ser leído, lo que está ahí y puede ser creído o no. Por el contrario, lo que se ha borrado no se puede leer. Su existencia suele ser tan efímera que dura sólo mientras la idea acaba de consolidarse. Lo borrado, sin embargo, es un tipo de rastro que muestra la contra cara de la palabra: su lado oscuro, su no-ser, su ontología fallida, el texto que ha sido borrado.

La palabra <escribir> proviene originalmente del indoeuropeo skriph, y significa ‘rayar’; posteriormente pasó al latín con el mismo significado. La razón de ‘rayar’ es que originalmente se escribía rayando piedras o fragmentos de madera; piénsese por ejemplo en la escritura rúnica o en las rayas que se han encontrado en trozos de madera (calcolítico) que muestran —al parecer— una forma primitiva de medir el tiempo.

Por su parte, la palabra <borrar> proviene del latín burra, que significa ‘de poco valor’. Los latinos utilizaban esta palabra para referir la lana gruesa que no valía mucho. Es lo que hoy llamamos borra (se utiliza para rellenar diferentes objetos, entre ellos muñecos de felpa y almohadas).

Ahora bien, en los inicios de la escritura no se podía borrar nada. En todo caso, si se quería eliminar algo, se rayaba de nuevo; pero, lo rayado (en piedra o madera), rayado quedaba (hoy se dice: lo escrito, escrito está). No es sino hasta el uso de la burra (la lana de poco valor) que la escritura pudo ser borrada. Con ello el proceso escriturario muestra el final, y elimina el proceso.

Lo anterior nos permite comprender el origen de la diferencia entre el que es <aplicado> con respecto del que es <burro>. El primer término proviene del latín applicarus, y significa ‘acción de aplicar’. Sus componentes son: el prefijo ad- (hacia), plicar (hacer pliegues, doblar: de ahí las plicas en los concursos —por ejemplo— de poesía) y el sufijo ado (que refiere acción). Por eso el aplicado podía explicar: desdoblar lo que estaba oculto en su interior (el conocimiento) para mostrarlo a los demás a través de un texto escrito. En cambio, al que no aprende se le compara con el <burro>, es decir, con el que no mantiene la idea en su cabeza, aquél al que se le ha borrado la palabra, la información.

Ahora bien, respecto al animal <burro> (borrico cuando es pequeño), Covarrubias afirma que proviene del término latino <burra>, que significa ‘pelo áspero’ (la borra o lana de poco valor mencionada anteriormente). Con el tiempo, la idea de poco valor fue reemplazada por la de “testarudo”, debido al carácter terco (o manera de ser) de estos animales. Y, por antonomasia, se le empezó a llamar burros a los alumnos que no aprendían porque no guardaban la lección en su memoria, es decir, porque la borraban. Además, en la época de los romanos solía compararse al caballo con el burro. El primero era reconocido por su docilidad, velocidad y nobleza; en cambio, al burro se le veía como un animal tosco y lento. Esto hizo que a quien tenía características toscas y lentas (o tercas) se le llamara burro.

Pero, volviendo a nuestra idea original de borrar lo escrito, podemos decir que lo borrado es parte del proceso escriturario, ya que muestra —al menos— dos cosas: primero, que el texto escrito está conformado de una serie de hilos que se tejen y destejen hasta completar un todo que —incluso así— puede ser de nuevo transformado; segundo, que dicho proceso de construcción (deconstrucción y de nuevo construcción) no sólo refiere al texto mismo, sino también —y no en menor sentido— al propio sujeto que escribe.

Lo anterior permite observar que la palabra va y viene hasta encontrar sus pares (o contactos), los cuales le permiten crecer o decrecer como idea. Escribir implica —en este sentido— reescribir. Es como la lectura, leer implica releer. Este proceso, sin embargo, no se reduce a una mirada epistemológica, sino, más aún, a una edificación ontológica: escribir y borrar | leer y releer | ser y no ser como sujeto-literario. En suma: escribir son las dos caras de la misma moneda.

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Pero la moneda está siempre en el aire. Así, lo que se escribe no queda para siempre. Y lo que se borra no permanece indefinidamente en el olvido. El recuerdo, respecto de esto último, suele reescribir en el silencio (aunque no siempre) aquello que había sido borrado. Entonces, lo borrado muta en palabras no dichas: apenas dilucidadas, casi enunciadas, sólo sugeridas. Lo importante —en todo caso— es la idea de construcción escriturística que reconoce las dos partes del proceso, ya sea en el papel o en el propio pensamiento.

Escribir, borrar, escribir de nuevo, borrar una vez más, continuar con la escritura, borrando aquí, allá, reescribiendo una y otra vez, hasta lograr delinear al sujeto que escribe, hasta que el rastro de la escritura, sus trazos, muestren el rostro de quien mantiene fija su mirada en el vuelo de las palabras en un papel que se ha vuelto extensión del propio sujeto que también es voz-borrada: reconocer al ser desde el no-ser.



Lo escrito queda… mientras no es borrado. Es tan común hablar de la palabra escrita, que se llega a soslayar (o de plano ignorar) el proceso de escritura en tanto refiere el acto de borrar. Como si dicho proceso no consistiera en pensar y repensar la idea hasta dejarla impresa en el papel (hoy la pantalla).

La escritura muestra lo que se ve, lo que puede ser leído, lo que está ahí y puede ser creído o no. Por el contrario, lo que se ha borrado no se puede leer. Su existencia suele ser tan efímera que dura sólo mientras la idea acaba de consolidarse. Lo borrado, sin embargo, es un tipo de rastro que muestra la contra cara de la palabra: su lado oscuro, su no-ser, su ontología fallida, el texto que ha sido borrado.

La palabra <escribir> proviene originalmente del indoeuropeo skriph, y significa ‘rayar’; posteriormente pasó al latín con el mismo significado. La razón de ‘rayar’ es que originalmente se escribía rayando piedras o fragmentos de madera; piénsese por ejemplo en la escritura rúnica o en las rayas que se han encontrado en trozos de madera (calcolítico) que muestran —al parecer— una forma primitiva de medir el tiempo.

Por su parte, la palabra <borrar> proviene del latín burra, que significa ‘de poco valor’. Los latinos utilizaban esta palabra para referir la lana gruesa que no valía mucho. Es lo que hoy llamamos borra (se utiliza para rellenar diferentes objetos, entre ellos muñecos de felpa y almohadas).

Ahora bien, en los inicios de la escritura no se podía borrar nada. En todo caso, si se quería eliminar algo, se rayaba de nuevo; pero, lo rayado (en piedra o madera), rayado quedaba (hoy se dice: lo escrito, escrito está). No es sino hasta el uso de la burra (la lana de poco valor) que la escritura pudo ser borrada. Con ello el proceso escriturario muestra el final, y elimina el proceso.

Lo anterior nos permite comprender el origen de la diferencia entre el que es <aplicado> con respecto del que es <burro>. El primer término proviene del latín applicarus, y significa ‘acción de aplicar’. Sus componentes son: el prefijo ad- (hacia), plicar (hacer pliegues, doblar: de ahí las plicas en los concursos —por ejemplo— de poesía) y el sufijo ado (que refiere acción). Por eso el aplicado podía explicar: desdoblar lo que estaba oculto en su interior (el conocimiento) para mostrarlo a los demás a través de un texto escrito. En cambio, al que no aprende se le compara con el <burro>, es decir, con el que no mantiene la idea en su cabeza, aquél al que se le ha borrado la palabra, la información.

Ahora bien, respecto al animal <burro> (borrico cuando es pequeño), Covarrubias afirma que proviene del término latino <burra>, que significa ‘pelo áspero’ (la borra o lana de poco valor mencionada anteriormente). Con el tiempo, la idea de poco valor fue reemplazada por la de “testarudo”, debido al carácter terco (o manera de ser) de estos animales. Y, por antonomasia, se le empezó a llamar burros a los alumnos que no aprendían porque no guardaban la lección en su memoria, es decir, porque la borraban. Además, en la época de los romanos solía compararse al caballo con el burro. El primero era reconocido por su docilidad, velocidad y nobleza; en cambio, al burro se le veía como un animal tosco y lento. Esto hizo que a quien tenía características toscas y lentas (o tercas) se le llamara burro.

Pero, volviendo a nuestra idea original de borrar lo escrito, podemos decir que lo borrado es parte del proceso escriturario, ya que muestra —al menos— dos cosas: primero, que el texto escrito está conformado de una serie de hilos que se tejen y destejen hasta completar un todo que —incluso así— puede ser de nuevo transformado; segundo, que dicho proceso de construcción (deconstrucción y de nuevo construcción) no sólo refiere al texto mismo, sino también —y no en menor sentido— al propio sujeto que escribe.

Lo anterior permite observar que la palabra va y viene hasta encontrar sus pares (o contactos), los cuales le permiten crecer o decrecer como idea. Escribir implica —en este sentido— reescribir. Es como la lectura, leer implica releer. Este proceso, sin embargo, no se reduce a una mirada epistemológica, sino, más aún, a una edificación ontológica: escribir y borrar | leer y releer | ser y no ser como sujeto-literario. En suma: escribir son las dos caras de la misma moneda.

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Pero la moneda está siempre en el aire. Así, lo que se escribe no queda para siempre. Y lo que se borra no permanece indefinidamente en el olvido. El recuerdo, respecto de esto último, suele reescribir en el silencio (aunque no siempre) aquello que había sido borrado. Entonces, lo borrado muta en palabras no dichas: apenas dilucidadas, casi enunciadas, sólo sugeridas. Lo importante —en todo caso— es la idea de construcción escriturística que reconoce las dos partes del proceso, ya sea en el papel o en el propio pensamiento.

Escribir, borrar, escribir de nuevo, borrar una vez más, continuar con la escritura, borrando aquí, allá, reescribiendo una y otra vez, hasta lograr delinear al sujeto que escribe, hasta que el rastro de la escritura, sus trazos, muestren el rostro de quien mantiene fija su mirada en el vuelo de las palabras en un papel que se ha vuelto extensión del propio sujeto que también es voz-borrada: reconocer al ser desde el no-ser.


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