/ viernes 18 de marzo de 2022

Pensar en ocre, unir el pasado con el presente

Literatura y filosofía

Pienso en la posibilidad de ser desde la distancia, lejos de mi propia corporeidad que me subsume en un tiempo y un espacio concretos. Pienso y —al pensar— me alejo. Me alejo de la realidad en sí: ser-siendo, ¡ay! para acometer con ariete de doble peso la muralla que me impide ser desde el detritus de la negación.

El tiempo tiende su tela ante mis ojos (lo que queda de ellos). Envuelve en ocre la hora en que me descubro, en que me hallo delante de la nada, siendo —de hecho— una forma de nada in crescendo. ¿Qué me puede salvar de la palabra que descubre mi existencia en el asombro, en la duda, en la conmiseración de la tarde que se me viene encima? Pensar y ser, motivos inciertos; retrospecciones de una idea que asalta, a la vez que sustenta.

En la lejanía —como si fuera un sueño— el ruido sigue su curso. Un hombre levanta su hacha, la deja caer con fuerza sobre su enemigo que no deja de abrazar una cruz manchada de sangre. Detrás de él, una horda de vikingos arremete en contra del convento de madera. Ahí, los monjes de la Abadía de Lindisfarne imploran a Dios. El lugar es un infierno. Veo esto, cuando siento en mi hombro la mano de un monje. Él me mira y me grita, pero sus gritos se convierten en silencio: lo veo, sí, pero al verlo bien empieza a alejarse. El impacto de su alejamiento me trae de vuelta a mi siglo. Atrás queda el año 793 d. C.

Pero no llego de inmediato a mi tiempo; antes de llegar hago dos paradas. La primera es en París, afuera de la Comuna. Ahí, los hombres y las mujeres corren despavoridos. Es 1871, la muchedumbre intenta implantar un nuevo gobierno, uno que hasta entonces no se había imaginado. Sus voces se confunden con sus piernas. Todo es movimiento, sobre todo el tiempo. La euforia del momento se confunde con el llanto de las personas que han caído a causa de las armas que no dejan de escupir fuego. El ruido crece, crece hasta hacerse insoportable. Casi tan insoportable como mi conciencia que intenta desenmascarar mi rostro.

Mis ojos no ven, mis pies no avanzan, mis manos no sienten: estoy muerto. Soy un cadáver que sólo escucha y ve correr a otros muertos. Estoy incrustado en el tiempo, en esta insoportable sensación de pensar y escuchar el ruido de quienes caen bajo mis pies. Así es la realidad que imagino cuando la veo en mi pensamiento: imaginar, ver, pensar: ser desde la palabra que se abre paso entre el silencio del olvido.

El último alto que hago no sé en donde es: a mi alrededor hay hombres que luchan por llegar hasta una montaña; aunque… quizá no sea una montaña: es una elevación, al menos eso parece. ¿En verdad es elevación, o soy yo el que desciendo? De hecho, no sé si son hombres los que corren a mi alrededor. ¿Son seres humanos? Sinceramente no lo sé. Tal vez sean máquinas, androides, ciborg que se desplazan como nosotros. Siento entonces en mi hombro —una vez más— una mano. Volteo y lo que veo es un rostro que me ve con mis ojos, me habla con mi voz, y traga saliva y hace pausas como yo. La realidad es un espejo. O mejor aún: soy un espejo que trata de reflejar la realidad.

El ruido crece, la inmensidad se eleva, cubre el tiempo y, como halcón peregrino, se deja caer a doscientas millas por hora. ¿Quién puede detener la idea de tiempo a esta velocidad? Sólo atino a cerrar los ojos. No sé qué sigue pasando a mi alrededor.

Cuando abro los ojos, me abro yo. Ahora el ruido está dentro de mí. Soy la voz que martillea mi conciencia, como si fuera el martillo de Nietzsche. Soy la risa hacia dentro de Schopenhauer, una risa que se convierte en ironía. Soy —en fin— el grito de Edvar Munch. O quizá sea el puente del que se arrojó la niña que él vio con mis ojos cuando eran sus ojos (nuevo paradigma). Igual que mi risa, que antes fue de Schopenhauer; y mi fuerza, la que utilizó Nietzsche en sus páginas de desprecio y odio. ¿O soy solamente aquél vikingo que masacró al monje en Lindisfarne?, ¿o el obrero socialista que gritaba consignas llenas de euforia afuera de la Comuna de París?

¡Ay!, pensar en ocre, pensar temporalmente de manera atemporal. Ser desde la palabra que implora por la sangre del pasado. Ser-soy-el-silencio que busca el grito, la risa, el golpe, incluso su propio silencio que no cesa de ser y no ser.

2

Hay pensamientos en ocre en los que no estamos, aunque no estamos. Si buscamos bien, podremos observar que su color descubre nuestra intención de ser. La cuestión es comprender, en todo caso, que el pasado no es ir sólo hacia atrás de los años (en que no vivimos), sino también hacia los que están por venir. Hoy es presente, y mañana será pasado. El futuro reclama nuestro recuerdo. Nuestra voz no es sino una forma de inquirir por nuestro silencio más recóndito. Ese, el que nos descubre en el asombro de la existencia efímera, en el agotamiento de la voz, en la idea que no termina de nacer. La idea de tiempo es mucho más que tiempo, quizá por la paradoja de que la palabra es atemporalmente temporal.

Pienso en la posibilidad de ser desde la distancia, lejos de mi propia corporeidad que me subsume en un tiempo y un espacio concretos. Pienso y —al pensar— me alejo. Me alejo de la realidad en sí: ser-siendo, ¡ay! para acometer con ariete de doble peso la muralla que me impide ser desde el detritus de la negación.

El tiempo tiende su tela ante mis ojos (lo que queda de ellos). Envuelve en ocre la hora en que me descubro, en que me hallo delante de la nada, siendo —de hecho— una forma de nada in crescendo. ¿Qué me puede salvar de la palabra que descubre mi existencia en el asombro, en la duda, en la conmiseración de la tarde que se me viene encima? Pensar y ser, motivos inciertos; retrospecciones de una idea que asalta, a la vez que sustenta.

En la lejanía —como si fuera un sueño— el ruido sigue su curso. Un hombre levanta su hacha, la deja caer con fuerza sobre su enemigo que no deja de abrazar una cruz manchada de sangre. Detrás de él, una horda de vikingos arremete en contra del convento de madera. Ahí, los monjes de la Abadía de Lindisfarne imploran a Dios. El lugar es un infierno. Veo esto, cuando siento en mi hombro la mano de un monje. Él me mira y me grita, pero sus gritos se convierten en silencio: lo veo, sí, pero al verlo bien empieza a alejarse. El impacto de su alejamiento me trae de vuelta a mi siglo. Atrás queda el año 793 d. C.

Pero no llego de inmediato a mi tiempo; antes de llegar hago dos paradas. La primera es en París, afuera de la Comuna. Ahí, los hombres y las mujeres corren despavoridos. Es 1871, la muchedumbre intenta implantar un nuevo gobierno, uno que hasta entonces no se había imaginado. Sus voces se confunden con sus piernas. Todo es movimiento, sobre todo el tiempo. La euforia del momento se confunde con el llanto de las personas que han caído a causa de las armas que no dejan de escupir fuego. El ruido crece, crece hasta hacerse insoportable. Casi tan insoportable como mi conciencia que intenta desenmascarar mi rostro.

Mis ojos no ven, mis pies no avanzan, mis manos no sienten: estoy muerto. Soy un cadáver que sólo escucha y ve correr a otros muertos. Estoy incrustado en el tiempo, en esta insoportable sensación de pensar y escuchar el ruido de quienes caen bajo mis pies. Así es la realidad que imagino cuando la veo en mi pensamiento: imaginar, ver, pensar: ser desde la palabra que se abre paso entre el silencio del olvido.

El último alto que hago no sé en donde es: a mi alrededor hay hombres que luchan por llegar hasta una montaña; aunque… quizá no sea una montaña: es una elevación, al menos eso parece. ¿En verdad es elevación, o soy yo el que desciendo? De hecho, no sé si son hombres los que corren a mi alrededor. ¿Son seres humanos? Sinceramente no lo sé. Tal vez sean máquinas, androides, ciborg que se desplazan como nosotros. Siento entonces en mi hombro —una vez más— una mano. Volteo y lo que veo es un rostro que me ve con mis ojos, me habla con mi voz, y traga saliva y hace pausas como yo. La realidad es un espejo. O mejor aún: soy un espejo que trata de reflejar la realidad.

El ruido crece, la inmensidad se eleva, cubre el tiempo y, como halcón peregrino, se deja caer a doscientas millas por hora. ¿Quién puede detener la idea de tiempo a esta velocidad? Sólo atino a cerrar los ojos. No sé qué sigue pasando a mi alrededor.

Cuando abro los ojos, me abro yo. Ahora el ruido está dentro de mí. Soy la voz que martillea mi conciencia, como si fuera el martillo de Nietzsche. Soy la risa hacia dentro de Schopenhauer, una risa que se convierte en ironía. Soy —en fin— el grito de Edvar Munch. O quizá sea el puente del que se arrojó la niña que él vio con mis ojos cuando eran sus ojos (nuevo paradigma). Igual que mi risa, que antes fue de Schopenhauer; y mi fuerza, la que utilizó Nietzsche en sus páginas de desprecio y odio. ¿O soy solamente aquél vikingo que masacró al monje en Lindisfarne?, ¿o el obrero socialista que gritaba consignas llenas de euforia afuera de la Comuna de París?

¡Ay!, pensar en ocre, pensar temporalmente de manera atemporal. Ser desde la palabra que implora por la sangre del pasado. Ser-soy-el-silencio que busca el grito, la risa, el golpe, incluso su propio silencio que no cesa de ser y no ser.

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Hay pensamientos en ocre en los que no estamos, aunque no estamos. Si buscamos bien, podremos observar que su color descubre nuestra intención de ser. La cuestión es comprender, en todo caso, que el pasado no es ir sólo hacia atrás de los años (en que no vivimos), sino también hacia los que están por venir. Hoy es presente, y mañana será pasado. El futuro reclama nuestro recuerdo. Nuestra voz no es sino una forma de inquirir por nuestro silencio más recóndito. Ese, el que nos descubre en el asombro de la existencia efímera, en el agotamiento de la voz, en la idea que no termina de nacer. La idea de tiempo es mucho más que tiempo, quizá por la paradoja de que la palabra es atemporalmente temporal.

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