/ sábado 30 de junio de 2018

Migrantes

Asistí a una de las últimas funciones de Los Niños de Morelia, obra de Víctor Hugo Rascón Banda que estuvo en la cartelera de los Cómicos de la Legua. En ella, una treintena de niños dirigidos por Lupita Pizano y Víctor Sasia (maestros de los talleres de teatro para niños que se dan en el Mesón) nos pusieron a todos los espectadores en la actualidad de un tema que mantiene ocupados a los países del mundo.

En el planeta que habitamos, migraciones siempre hubo. Al principio, motivadas por la necesidad de encontrar clima benigno o tierras para los cultivos, después –ya en la época moderna- para mitigar el hambre de las poblaciones urbanas que, como fue el caso de Irlanda e Inglaterra, estaban muriendo mientras la Corona desarrollaba sus sistemas de explotación en la isla y en sus colonias (la madre de Chaplin, por ejemplo, murió de hambre en las calles de Londres).

Actualmente las migraciones se han incrementado con la explotación abusiva de los recursos naturales. Los países que le ponen mala cara a los migrantes primero sembraron las condiciones de pauperización, tal como sucedió en África y el Medio y Lejano Oriente. En América Latina las mineras de USA y Canadá, ahora mismo, están arruinando los territorios de los pueblos autóctonos y, en consecuencia, expulsándolos de sus tierras ancestrales.

Para ubicarnos en el teatro, señalemos que las migraciones siembran beneficios tangibles e intangibles. Simple y llanamente, es imposible imaginar la cultura del hemisferio sin los migrantes. ¿Qué hubiese sido del teatro y el cine gringos sin la presencia de Michael Chejov (sobrino de Anton Chejov) en California? ¿Qué del teatro uruguayo y argentino sin la influencia de Margarita Xirgú y Boleslawsky? ¿Qué del teatro mexicano y colombiano sin Seki Sano? ¿En qué situación estaría el teatro mexicano sin Margules y en qué situación la UNAM sin los españoles expulsados por la guerra civil? (*).

En esto pensábamos mientras los niños jugaban al teatro con una disciplina que los que trabajan con niños en las aulas y en los talleres reconocen; disciplina implementada con habilidad suficiente como para no mellar el entusiasmo del elenco. Armonizar un reparto de una treintena de niños requiere conocimiento y dedicación, elementos que los dos maestros y directores tienen de sobra.

La obra es sencilla y, según creo recordar, fue escrita para un proyecto de Teatro Clandestino que implementaron Luis de Tavira y Vicente Leñero (cito de memoria, corriendo el riesgo de nombrar equivocadamente el proyecto y sus animadores. Ofrezco disculpas, pero es que recordé tal empeño al escuchar y ver en la obra la participación del autor en la campaña electoral de Cuauhtémoc Cárdenas, hijo de quien se preocupara por los españoles y por los niños que la Guerra Civil dejaba a la deriva).

La sencillez de la obra fue resuelta con una organización precisa de los movimientos masivos sobre la escenografía (dos enormes tapancos que los actores colocaban según lo reclamaban el texto y la puesta en escena). Para el del teclado, la composición escénica con una docena de actores ya es masiva y, como tal, tiene sus bemoles, más todavía si vemos en escena un cuarteto de niñas y niños que deben andar por los cinco o seis años cuando mucho.

La ternura que despiertan los niños en el escenario es hermana de la que se despierta en el sentimiento al pensar en los setenta niños enviados a México para salvaguardar sus vidas, entonces resulta imposible ignorar la crueldad de las huestes del presidente Trump, que andan empeñadas en separar a los niños de sus padres migrantes para chantajear al Congreso con una medida a todas luces hitleriana.

Ustedes perdonarán pero en esto pensaba durante la presentación de la obra, que así cumplía su cometido en el escenario y en la vida real.

(*) Miren como son las cosas, en el BARROCO del domingo anterior, la columna Vitral cita una estimación de don Eulalio Ferrer: “de España llegaron 5 mil profesionales, 2 mil 700 catedráticos, 500 magistrados, 500 escritores, 250 ingenieros y cerca de medio millar de médicos”, en una época en la cual el Gobierno apenas empezaba a ocuparse de la sanidad y la educación.


Asistí a una de las últimas funciones de Los Niños de Morelia, obra de Víctor Hugo Rascón Banda que estuvo en la cartelera de los Cómicos de la Legua. En ella, una treintena de niños dirigidos por Lupita Pizano y Víctor Sasia (maestros de los talleres de teatro para niños que se dan en el Mesón) nos pusieron a todos los espectadores en la actualidad de un tema que mantiene ocupados a los países del mundo.

En el planeta que habitamos, migraciones siempre hubo. Al principio, motivadas por la necesidad de encontrar clima benigno o tierras para los cultivos, después –ya en la época moderna- para mitigar el hambre de las poblaciones urbanas que, como fue el caso de Irlanda e Inglaterra, estaban muriendo mientras la Corona desarrollaba sus sistemas de explotación en la isla y en sus colonias (la madre de Chaplin, por ejemplo, murió de hambre en las calles de Londres).

Actualmente las migraciones se han incrementado con la explotación abusiva de los recursos naturales. Los países que le ponen mala cara a los migrantes primero sembraron las condiciones de pauperización, tal como sucedió en África y el Medio y Lejano Oriente. En América Latina las mineras de USA y Canadá, ahora mismo, están arruinando los territorios de los pueblos autóctonos y, en consecuencia, expulsándolos de sus tierras ancestrales.

Para ubicarnos en el teatro, señalemos que las migraciones siembran beneficios tangibles e intangibles. Simple y llanamente, es imposible imaginar la cultura del hemisferio sin los migrantes. ¿Qué hubiese sido del teatro y el cine gringos sin la presencia de Michael Chejov (sobrino de Anton Chejov) en California? ¿Qué del teatro uruguayo y argentino sin la influencia de Margarita Xirgú y Boleslawsky? ¿Qué del teatro mexicano y colombiano sin Seki Sano? ¿En qué situación estaría el teatro mexicano sin Margules y en qué situación la UNAM sin los españoles expulsados por la guerra civil? (*).

En esto pensábamos mientras los niños jugaban al teatro con una disciplina que los que trabajan con niños en las aulas y en los talleres reconocen; disciplina implementada con habilidad suficiente como para no mellar el entusiasmo del elenco. Armonizar un reparto de una treintena de niños requiere conocimiento y dedicación, elementos que los dos maestros y directores tienen de sobra.

La obra es sencilla y, según creo recordar, fue escrita para un proyecto de Teatro Clandestino que implementaron Luis de Tavira y Vicente Leñero (cito de memoria, corriendo el riesgo de nombrar equivocadamente el proyecto y sus animadores. Ofrezco disculpas, pero es que recordé tal empeño al escuchar y ver en la obra la participación del autor en la campaña electoral de Cuauhtémoc Cárdenas, hijo de quien se preocupara por los españoles y por los niños que la Guerra Civil dejaba a la deriva).

La sencillez de la obra fue resuelta con una organización precisa de los movimientos masivos sobre la escenografía (dos enormes tapancos que los actores colocaban según lo reclamaban el texto y la puesta en escena). Para el del teclado, la composición escénica con una docena de actores ya es masiva y, como tal, tiene sus bemoles, más todavía si vemos en escena un cuarteto de niñas y niños que deben andar por los cinco o seis años cuando mucho.

La ternura que despiertan los niños en el escenario es hermana de la que se despierta en el sentimiento al pensar en los setenta niños enviados a México para salvaguardar sus vidas, entonces resulta imposible ignorar la crueldad de las huestes del presidente Trump, que andan empeñadas en separar a los niños de sus padres migrantes para chantajear al Congreso con una medida a todas luces hitleriana.

Ustedes perdonarán pero en esto pensaba durante la presentación de la obra, que así cumplía su cometido en el escenario y en la vida real.

(*) Miren como son las cosas, en el BARROCO del domingo anterior, la columna Vitral cita una estimación de don Eulalio Ferrer: “de España llegaron 5 mil profesionales, 2 mil 700 catedráticos, 500 magistrados, 500 escritores, 250 ingenieros y cerca de medio millar de médicos”, en una época en la cual el Gobierno apenas empezaba a ocuparse de la sanidad y la educación.


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