/ viernes 12 de marzo de 2021

Nuestros grandes maestros: Luisa Josefina Hernández

Tinta para un Atabal

Observando uno de tantos “reality show” de los que hoy podemos encontrar enorme abundancia en la televisión, pude descubrir un fenómeno que cada día se hace más y más común: el programa en cuestión es una suerte de concurso de costura, donde los participantes se debaten por lograr ser los “sobrevivientes victoriosos” de una serie de “pruebas” que consisten simplemente en la realización de distintas y variadas indumentarias con sus respectivos grados de dificultad progresivos.

Una de estas pruebas consistía en crear un vestuario para una ópera y a cada uno de los cinco participantes se les adjudicó una: Carmen, Madame Butterfly, La Traviata, Porgy and Bess y Lakmé. El caso fue que los participantes –todos alrededor de la treintena, incluido un profesor de una escuela de formación en ¡bellas artes!– desconocían todas las óperas, asunto que por demás dio al traste con la prueba. Es importante aclarar que el programa se produce y emite desde España, es decir Europa, es decir, el primer mundo.

Parece ser que a las nuevas generaciones les atraen poco las manifestaciones artísticas y culturales que les precedieron. El caso del “reality show” solo es uno de tantos, y cada vez lo podemos constatar más, y de forma cotidiana, en el ámbito de la docencia en el que nos ubicamos: desgraciadamente muchos otros colegas-profesores lo pueden constatar en estas nuevas generaciones.

Y no es que estemos a favor de la erudición frívola, blofera, apantalla tontos, sino que consideramos que quienes sienten una legítima vocación por asuntos de los contextos artísticos y/o culturales, tienen el deber de formarse a través del conocimiento y estudio de las más notables y significativas expresiones referenciales de su contexto artístico-cultural, de lo contrario, se corre el riesgo de convertirse en un artista mediocre de esos que se dejan llevar por las modas, de los que por desgracia en nuestros tiempos hay en demasía.

En el contexto de las escuelas de teatro en nuestro país, el panorama puede ser desolador, donde, por ejemplo, a alguna “mente brillante” se le ocurrió la idea de quitar de los planes de estudio una materia tan estratégicamente importante como la historia del teatro mexicano.

Hoy son verdaderamente muy pocos los estudiantes de las escuelas especializadas de teatro que reconocen los nombres de Rodolfo Usigli, Emilio Carballido, Sergio Magaña, Héctor Mendoza, Hugo Argüelles, Julio Castillo y Ludwig Margules (solo por citar algunos ejemplos) como personalidades claves para la historia de nuestro teatro.

Es por esto que nos gustaría comenzar, a partir de esta publicación, una serie de reflexiones en torno a estos grandes creadores con la finalidad de rescatarlos del olvido, en un último intento de preservar en la memoria sus importantes aportaciones. Iniciamos con la maestra , sin lugar a dudas la última sobreviviente de la muy notable generación de los cincuentas.

Todos los martes y los jueves, en un salón designado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Ciudad Universitaria de la UNAM, la maestra impartía su cátedra de “Teoría Dramática”. ¿En qué consistía? Desde la primera sesión del semestre, la maestra dictaba a sus alumnos una lista con los títulos de obras dramáticas a leer a lo largo del mismo; generalmente elegía un número considerable de obras de un mismo autor. A nosotros nos tocó, con suerte, leer prácticamente todas las obras traducidas al español de Henrik Ibsen y posteriormente una cantidad considerable de la producción dramática de William Shakespeare.

El procedimiento de la clase era escandalosamente sencillo: la maestra pedía a cada uno de sus alumnos que hiciera un análisis del funcionamiento de la obra en cuestión (una por clase) y después ella hablaba... Han pasado muchos años desde que tuvimos la fortuna de tener esta experiencia y es absolutamente inolvidable –¿impresionante sería un mejor adjetivo?–. La maestra analizaba con una impactante eficacia toda la obra sin que le faltara el menor detalle. Pero eso no era lo más asombroso, sino que su análisis interpretativo le hacía a uno comprender perfectamente el sentido de la obra, a tal punto que uno experimentaba un placer intelectual sin parangón alguno, además de recibir información enormemente práctica para un potencial y eventual montaje de dicha obra.

Esos análisis lograron que tanto las obras de Ibsen como las de Shakespeare y varios autores más cobraran una vitalidad muy extraña... ya no parecían obras antiguas escritas hace siglos, ahora se imponían con toda su energética luminosidad para referirse a asuntos perfectamente actuales, contemporáneos. Si alguien quisiera tener un atisbo de esta experiencia, pueden remitirse a los textos: Introducción a El Rey Lear, Un Enfoque Teórico de la Farsa, Una lectura de ‘Yerma’ de Federico García Lorca, Beckett: Sentido y Método de Dos Obras, Prólogo a El Jardín de los Cerezos que son ensayos escritos y, para fortuna nuestra, publicados por la maestra en donde podemos apreciar su talento en el arte de la interpretación.

Tuvimos igualmente el enorme privilegio de cursar con ella el Taller de Composición Dramática donde la autora de Los Frutos Caídos, Los Huéspedes Reales, La Fiesta del Mulato, Los Grandes Muertos o Los Sordomudos, nos hacía entender los entresijos de nuestras propias creaciones, con una intuición tan eficaz que muchas veces ella parecía comprender mejor que nosotros mismos, con mayor claridad, el funcionamiento de nuestras muy humildes propuestas.

Si bien es cierto que la Maestra (sí, con ‘M’ mayúscula) Luisa, ha sido una célebre referencia para los teatristas de Latinoamérica, y por supuesto una connotada dramaturga, no podemos olvidar su faceta como novelista: 17 novelas publicadas sin contar la enorme cantidad de aquellas que por una u otra causa no llegaron a salir a prensas.

Este año la maestra cumple noventa y tres años y su salud, un tanto delicada, la mantiene alejada y retirada de la vida profesional. Solo nos resta agradecer sus grandiosos conocimientos compartidos.

Observando uno de tantos “reality show” de los que hoy podemos encontrar enorme abundancia en la televisión, pude descubrir un fenómeno que cada día se hace más y más común: el programa en cuestión es una suerte de concurso de costura, donde los participantes se debaten por lograr ser los “sobrevivientes victoriosos” de una serie de “pruebas” que consisten simplemente en la realización de distintas y variadas indumentarias con sus respectivos grados de dificultad progresivos.

Una de estas pruebas consistía en crear un vestuario para una ópera y a cada uno de los cinco participantes se les adjudicó una: Carmen, Madame Butterfly, La Traviata, Porgy and Bess y Lakmé. El caso fue que los participantes –todos alrededor de la treintena, incluido un profesor de una escuela de formación en ¡bellas artes!– desconocían todas las óperas, asunto que por demás dio al traste con la prueba. Es importante aclarar que el programa se produce y emite desde España, es decir Europa, es decir, el primer mundo.

Parece ser que a las nuevas generaciones les atraen poco las manifestaciones artísticas y culturales que les precedieron. El caso del “reality show” solo es uno de tantos, y cada vez lo podemos constatar más, y de forma cotidiana, en el ámbito de la docencia en el que nos ubicamos: desgraciadamente muchos otros colegas-profesores lo pueden constatar en estas nuevas generaciones.

Y no es que estemos a favor de la erudición frívola, blofera, apantalla tontos, sino que consideramos que quienes sienten una legítima vocación por asuntos de los contextos artísticos y/o culturales, tienen el deber de formarse a través del conocimiento y estudio de las más notables y significativas expresiones referenciales de su contexto artístico-cultural, de lo contrario, se corre el riesgo de convertirse en un artista mediocre de esos que se dejan llevar por las modas, de los que por desgracia en nuestros tiempos hay en demasía.

En el contexto de las escuelas de teatro en nuestro país, el panorama puede ser desolador, donde, por ejemplo, a alguna “mente brillante” se le ocurrió la idea de quitar de los planes de estudio una materia tan estratégicamente importante como la historia del teatro mexicano.

Hoy son verdaderamente muy pocos los estudiantes de las escuelas especializadas de teatro que reconocen los nombres de Rodolfo Usigli, Emilio Carballido, Sergio Magaña, Héctor Mendoza, Hugo Argüelles, Julio Castillo y Ludwig Margules (solo por citar algunos ejemplos) como personalidades claves para la historia de nuestro teatro.

Es por esto que nos gustaría comenzar, a partir de esta publicación, una serie de reflexiones en torno a estos grandes creadores con la finalidad de rescatarlos del olvido, en un último intento de preservar en la memoria sus importantes aportaciones. Iniciamos con la maestra , sin lugar a dudas la última sobreviviente de la muy notable generación de los cincuentas.

Todos los martes y los jueves, en un salón designado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Ciudad Universitaria de la UNAM, la maestra impartía su cátedra de “Teoría Dramática”. ¿En qué consistía? Desde la primera sesión del semestre, la maestra dictaba a sus alumnos una lista con los títulos de obras dramáticas a leer a lo largo del mismo; generalmente elegía un número considerable de obras de un mismo autor. A nosotros nos tocó, con suerte, leer prácticamente todas las obras traducidas al español de Henrik Ibsen y posteriormente una cantidad considerable de la producción dramática de William Shakespeare.

El procedimiento de la clase era escandalosamente sencillo: la maestra pedía a cada uno de sus alumnos que hiciera un análisis del funcionamiento de la obra en cuestión (una por clase) y después ella hablaba... Han pasado muchos años desde que tuvimos la fortuna de tener esta experiencia y es absolutamente inolvidable –¿impresionante sería un mejor adjetivo?–. La maestra analizaba con una impactante eficacia toda la obra sin que le faltara el menor detalle. Pero eso no era lo más asombroso, sino que su análisis interpretativo le hacía a uno comprender perfectamente el sentido de la obra, a tal punto que uno experimentaba un placer intelectual sin parangón alguno, además de recibir información enormemente práctica para un potencial y eventual montaje de dicha obra.

Esos análisis lograron que tanto las obras de Ibsen como las de Shakespeare y varios autores más cobraran una vitalidad muy extraña... ya no parecían obras antiguas escritas hace siglos, ahora se imponían con toda su energética luminosidad para referirse a asuntos perfectamente actuales, contemporáneos. Si alguien quisiera tener un atisbo de esta experiencia, pueden remitirse a los textos: Introducción a El Rey Lear, Un Enfoque Teórico de la Farsa, Una lectura de ‘Yerma’ de Federico García Lorca, Beckett: Sentido y Método de Dos Obras, Prólogo a El Jardín de los Cerezos que son ensayos escritos y, para fortuna nuestra, publicados por la maestra en donde podemos apreciar su talento en el arte de la interpretación.

Tuvimos igualmente el enorme privilegio de cursar con ella el Taller de Composición Dramática donde la autora de Los Frutos Caídos, Los Huéspedes Reales, La Fiesta del Mulato, Los Grandes Muertos o Los Sordomudos, nos hacía entender los entresijos de nuestras propias creaciones, con una intuición tan eficaz que muchas veces ella parecía comprender mejor que nosotros mismos, con mayor claridad, el funcionamiento de nuestras muy humildes propuestas.

Si bien es cierto que la Maestra (sí, con ‘M’ mayúscula) Luisa, ha sido una célebre referencia para los teatristas de Latinoamérica, y por supuesto una connotada dramaturga, no podemos olvidar su faceta como novelista: 17 novelas publicadas sin contar la enorme cantidad de aquellas que por una u otra causa no llegaron a salir a prensas.

Este año la maestra cumple noventa y tres años y su salud, un tanto delicada, la mantiene alejada y retirada de la vida profesional. Solo nos resta agradecer sus grandiosos conocimientos compartidos.

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