/ lunes 28 de noviembre de 2022

"Había una vez tres mujeres": un relato sobre la Muestra Estatal de Teatro del 2022

Punto al que lo lea


Le voy a contar una historia, querida lectora y querido lector. Es una historia compleja, porque se parece a la vida, por eso no encontrará en ella una batalla superficial entre los bondadosos contra los perversos. Eso no existe. Descubrirá usted a seres humanos intrincados, algunos buscan la conciliación y otros, por amarse demasiado a sí mismos, encienden guerras. Esta historia que les contaré estará escrita al estilo de las narraciones que las abuelas nos contaban antes de dormir, porque, a veces, la mejor forma de entender lo complicado es abordarlo de una forma aparentemente simple. La historia aún no tiene final y puede resolverse según usted lo decida, porque aún está en proceso.

Había una vez una ciudad que antaño fue apacible y pequeña, pero que, poco a poco, se convirtió en una metrópoli convulsa y sobrepoblada. En esa ciudad vivían tres mujeres que se dedicaban a hacer teatro. Imagínese usted, se dedicaban a crear mundos ficticios porque la realidad les parecía insuficiente. En el teatro buscaban entender a la humanidad. Qué barbaridad, como si eso fuera posible. Las tres mujeres se conocían entre ellas, pero no solían trabajar juntas. Después de muchos años de inventar realidades alternativas sobre los escenarios, la vida las reunió para que entre las tres organizaran una gran celebración teatral, una fiesta en la que debían participar muchos otros artistas elegidos por ellas. Qué difícil labor, qué responsabilidad tan inmensa.

El teatro les había enseñado a las tres mujeres que la naturaleza humana está enamorada del conflicto y, a veces, de la guerra, por lo que idearon una estrategia que, a sus ojos, parecía infalible. No querían conflictos fuera de la escena, no querían batallas, estaban cansadas de eso. “Queremos ser honestas, queremos ser receptivas, queremos ser atentas y ampararnos en parámetros justos, queremos ser transparentes, que se vea a través de nosotras. Queremos ser… ¿inmaculadas?” ¡Vaya palabra para las mujeres! (Nos ha pesado mucho desde hace un buen número de siglos). Inmaculadas. Sin mancha. ¿Qué significa eso? Estas mujeres, aunque querían ser transparentes, no querían ser invisibles, querían mostrarse cercanas porque pensaban que eran muy parecidas a todas las demás personas que en la ciudad se dedicaban a los mismo que ellas. El teatro humaniza y hermana, pensaron ellas. Nos permite entender que todos somos iguales.

Las tres mujeres reflexionaron juntas. Decidieron que la justicia se basa en reglas a las que todas las personas pueden recurrir y en las que cualquiera puede ampararse. “Las reglas están por encima de las opiniones subjetivas y los sesgos emocionales”, se dijeron, “seamos objetivas y busquemos el bien común”. Así pues, diseñaron reglas precisas que parecían infalibles. ¡Infalibles! Otra palabra que les pesa a las mujeres. No fallar. Nunca. Entre todas las reglas, había una que era especialmente importante: “Las obras elegidas no deben fomentar conductas violentas ni discriminatorias ni incurrir en actitudes machistas que el feminismo ha intentado erradicar a través de la reflexión activa y una capacidad crítica más despierta”.

Las tres mujeres revisaron a consciencia cada proyecto que llegó a sus manos, vieron las filmaciones de cuarenta y dos obras. Y por cada una de esas obras escribieron profusas anotaciones, además de someter cada pieza a sus famosas e infalibles reglas. Después de pasar días y noches leyendo, pensando y viendo las historias de sus colegas, se sentaron a hablar. Y siguieron buscando, en todo momento, ser honestas, receptivas, transparentes, inmaculadas, infalibles. Surgieron algunas dudas y consultaron con expertos para no precipitar sus ideas. Así fue como invitaron a un grupo de personas que se dedica a buscar equidad para las mujeres. En la ciudad en la que se desarrolla esta historia existe una mesa de género. Un logro que siempre les pareció necesario a muchas féminas, incluidas las tres sobre las que habla este cuento. La mesa de género detectó que una de las obras hablaba en un tono extrañamente burlesco sobe temas delicados, como el morbo con el que los hombres maduros ven lascivamente a las jóvenes menores de edad o la brutalidad con la que algunos señores golpean a sus esposas. Sin hacer un juicio de valor, se consideró prudente no incluir la obra en la programación, puesto que el feminismo está discutiendo activamente sobre esos temas y hay todavía mucho camino por recorrer antes de instaurar en la sociedad una consciencia real acerca de los mismos. Además, aunque la farsa es un vehículo inteligente para mostrar al público situaciones terribles, es necesario llevar el horror al extremo para que el absurdo desate la risa. En el montaje evaluado, la comedia se quedaba corta y los personajes parecían mofarse de estereotipos femeninos que aceptan la indignidad con resignación. Otro de los trabajos teatrales mostraba a la famosa pintora Carmen Mondragón como una sensual y seductora mujer que estaba atada a sus parejas sentimentales. Se consideró que faltaba profundidad en la perspectiva mostrada por el montaje.

Las tres mujeres hicieron una lista de seleccionados. Estaban contentas. Conformes. Pensaron que habían hecho bien su trabajo. Y sostuvieron un pequeño diálogo:

—¿Qué les parece si hablamos con quienes no fueron seleccionados para escucharlos y que entiendan el camino que decidimos seguir durante nuestras reflexiones? —propuso una de ellas.

—¡Me parece una gran idea! Somos parte de una comunidad y es importante aprender a dialogar. —respondió otra, con entusiasmo.

—Elegir es siempre complicado porque no hay dinero suficiente para integrar todas las propuestas, debemos aclarar las dudas de quienes no alcanzaron una puntuación suficiente al hacer nuestra revisión —completó la tercera.

Se encontraban felices porque sentían que estaban rompiendo la verticalidad de los concursos, estaban humanizando los procesos de selección, estaban acercándose a las personas que aman el teatro por encima de la egolatría, estaban descubriendo nuevos caminos. Eso pensaban ellas. Pero, como puede imaginarlo, querida lectora, querido lector, aquí es donde se tuerce la historia. Prepárese para el giro adverso.

Las tres mujeres se sentaron en una sala para esperar a las personas que no fueron seleccionadas. Algunas llegaron, otras escribieron. Las tres mujeres hablaron con la verdad, físicamente o a través de profusas cartas. Se prometieron vigilarse entre ellas para nunca faltar al respeto, para ser cordiales, para escuchar las réplicas. Buscaron el diálogo, la conciliación y la claridad. Se repitieron esas palabras hasta el cansancio porque querían ser, ya lo adivina usted, honestas, receptivas, transparentes, inmaculadas e infalibles. ¡Qué imposible pretensión! ¡Qué inalcanzable sueño!

Pasaron algunos días y, una mañana, las tres mujeres se levantaron con un trago amargo que no fue de café con galletas. En el periódico se había publicado un libelo en contra de ellas. Una periodista (cuya obra sí quedó seleccionada en el muestrario teatral que las tres mujeres dictaminaron) le dio voz a una airada protesta esgrimida por una de las participantes que no fueron seleccionadas. Y también les dio voz a dos hombres. Uno que escribió la obra burlesca sobre temas delicados y otro que dirigió la pieza sobre Carmen Mondragón. El dramaturgo dijo que las tres mujeres eran unas ignorantes, cortas de luces (tontas) que necesitaban regresar a la escuela. Él dijo ser un experto en escribir farsas y aseguró que su obra había sido “censurada”. ¡Qué palabra! También dijo que una de ellas era “mierda” y se atrevió a asegurar que las tres serían recordadas por censoras, no por ser artistas de la escena. El que dirigió la obra sobre Carmen Mondragón aseveró que las tres mujeres habían dicho que “los hombres no pueden escribir obras feministas”. Ellas nunca, nunca dijeron eso. Qué humillación, qué terrible entuerto.

Y las tres mujeres que querían mantenerse inmaculadas se mancharon por quienes decidieron arrojarles lodo desde el chiquero. Ellas se enojaron mucho. Temblaron. Alguna quizás gritó al aire leperadas de rabia, de coraje, de impotencia. “Un escritor que dice defender los derechos humanos les llamó ignorantes a tres mujeres que llevan más de veinte años dedicándose al teatro”, se repetía una. “Y lo hizo solamente porque él piensa que su texto es infalible y que no es violento”, recalcó otra. “Un hombre que asegura que su obra no es violenta, se atreve a ejercer una implacable violencia y manchar a tres mujeres que no conoce, de cuyas trayectorias no sabe nada”, concluyó la tercera. “Un hombre se atreve a vaticinar el olvido de tres mujeres porque su obra no fue seleccionada. Y otro hombre se filma en las redes inventando calumnias, aseverando que fue agraviado por ellas”, remataron las tres.

Pero después de pensar en esta circunstancia triste y humillante, ellas recordaron que los escándalos mediáticos se alimentan del orgullo y el despecho. La verdad, quieren pensar ellas, prevalece de una u otra manera. Aunque no ha sido así para muchas mujeres. Por eso una de ellas decidió contar este cuento. Porque el silencio tampoco es deseable, hay que contar siempre nuestra versión de los hechos.

Las tres mujeres se preguntan si el feminismo ha servido de algo. Si alguna vez habrá justicia. Ellas quieren creer que sí. Es imposible que una mujer se mantenga inmaculada porque el hecho de pertenecer a la humanidad nos mancha y nos coloca en situaciones sucias de las que es imposible salir impolutas. Eso es parte de la vida y ha llegado el momento de romper con los estigmas, no se puede ser inmaculada e infalible. Pero sí podemos ser honestas, receptivas y buscar la justicia. Sí podemos mantener los ideales éticos y respetar a los demás. Sí podemos oponer resistencia ante agravios y calumnias. Por eso, el problema mayor es ser manchada por la violencia beligerante y absurda de los hombres. O de otras mujeres que prefieren el lodo ególatra al diálogo. Cuando las personas que se aman demasiado buscan arrastrarnos con ellas, hay que salir de la porqueriza y emprender la retirada para intentar entender a la distancia lo que ha pasado. Y allá, lejos del sucio fragor de las batallas sinsentido, contar el cuento, escribir una obra, pensar desde afuera.

Y porque esta historia está basada en hechos reales y es importante enunciar los nombres para que las personas se hagan responsables de sus actos, acá van los créditos: El dramaturgo que ofendió a las tres mujeres se llama Humberto Robles. Él, efectivamente, no sabe cómo se llevó a cabo el proceso de deliberación de la Muestra Estatal de Teatro 2022 y prefirió defender con inaceptable violencia la “no violencia” de su obra. La periodista que decidió publicar las declaraciones de Humberto Robles es Rocío Benítez, escritora que fue premiada por un poemario en el que denuncia la violencia en contra de las mujeres. Irónicamente, a través del artículo que ella publicó en el periódico El Universal, se generó una oleada de comentarios ofensivos y terriblemente misóginos. La artista cuya obra no fue seleccionada se llama Alejandra Segovia. A ella se le envió una carta en la que las tres mujeres la invitaron a dialogar acerca de su trabajo y sobre el delicado tema de la comedia social. Rechazó la invitación y manifestó que no cree en los movimientos colectivos que ha emprendido la comunidad teatral queretana, incluida la formación de una mesa de género. El director de la obra sobre Carmen Mondragón se llama Alexandro Fuentes. Él ha grabado videos en los que dice que fue agredido por recibir una retroalimentación crítica y se ha colocado en el papel de víctima de censura.

Cabe recordar que los actos de censura son aquellos que obligan a los artistas a remover fragmentos de sus obras o a cancelar presentaciones previamente contratadas. Una decisión artística basada en reglas establecidas por un jurado no puede considerarse jamás como “censura”. La convocatoria de la MET 2022 establece que la decisión de la Dirección Artística es inapelable y que las personas participantes aceptan las bases. ¿Quiénes, pues, son los que están transgrediendo las normas?

Las tres mujeres somos Luz Espinosa Anguiano, Ana Bertha Cruces y Mariana Hartasánchez. El final de esta historia está en sus manos, querida lectora, querido lector, siempre con la cabeza, desde la butaca, desde afuera.



Le voy a contar una historia, querida lectora y querido lector. Es una historia compleja, porque se parece a la vida, por eso no encontrará en ella una batalla superficial entre los bondadosos contra los perversos. Eso no existe. Descubrirá usted a seres humanos intrincados, algunos buscan la conciliación y otros, por amarse demasiado a sí mismos, encienden guerras. Esta historia que les contaré estará escrita al estilo de las narraciones que las abuelas nos contaban antes de dormir, porque, a veces, la mejor forma de entender lo complicado es abordarlo de una forma aparentemente simple. La historia aún no tiene final y puede resolverse según usted lo decida, porque aún está en proceso.

Había una vez una ciudad que antaño fue apacible y pequeña, pero que, poco a poco, se convirtió en una metrópoli convulsa y sobrepoblada. En esa ciudad vivían tres mujeres que se dedicaban a hacer teatro. Imagínese usted, se dedicaban a crear mundos ficticios porque la realidad les parecía insuficiente. En el teatro buscaban entender a la humanidad. Qué barbaridad, como si eso fuera posible. Las tres mujeres se conocían entre ellas, pero no solían trabajar juntas. Después de muchos años de inventar realidades alternativas sobre los escenarios, la vida las reunió para que entre las tres organizaran una gran celebración teatral, una fiesta en la que debían participar muchos otros artistas elegidos por ellas. Qué difícil labor, qué responsabilidad tan inmensa.

El teatro les había enseñado a las tres mujeres que la naturaleza humana está enamorada del conflicto y, a veces, de la guerra, por lo que idearon una estrategia que, a sus ojos, parecía infalible. No querían conflictos fuera de la escena, no querían batallas, estaban cansadas de eso. “Queremos ser honestas, queremos ser receptivas, queremos ser atentas y ampararnos en parámetros justos, queremos ser transparentes, que se vea a través de nosotras. Queremos ser… ¿inmaculadas?” ¡Vaya palabra para las mujeres! (Nos ha pesado mucho desde hace un buen número de siglos). Inmaculadas. Sin mancha. ¿Qué significa eso? Estas mujeres, aunque querían ser transparentes, no querían ser invisibles, querían mostrarse cercanas porque pensaban que eran muy parecidas a todas las demás personas que en la ciudad se dedicaban a los mismo que ellas. El teatro humaniza y hermana, pensaron ellas. Nos permite entender que todos somos iguales.

Las tres mujeres reflexionaron juntas. Decidieron que la justicia se basa en reglas a las que todas las personas pueden recurrir y en las que cualquiera puede ampararse. “Las reglas están por encima de las opiniones subjetivas y los sesgos emocionales”, se dijeron, “seamos objetivas y busquemos el bien común”. Así pues, diseñaron reglas precisas que parecían infalibles. ¡Infalibles! Otra palabra que les pesa a las mujeres. No fallar. Nunca. Entre todas las reglas, había una que era especialmente importante: “Las obras elegidas no deben fomentar conductas violentas ni discriminatorias ni incurrir en actitudes machistas que el feminismo ha intentado erradicar a través de la reflexión activa y una capacidad crítica más despierta”.

Las tres mujeres revisaron a consciencia cada proyecto que llegó a sus manos, vieron las filmaciones de cuarenta y dos obras. Y por cada una de esas obras escribieron profusas anotaciones, además de someter cada pieza a sus famosas e infalibles reglas. Después de pasar días y noches leyendo, pensando y viendo las historias de sus colegas, se sentaron a hablar. Y siguieron buscando, en todo momento, ser honestas, receptivas, transparentes, inmaculadas, infalibles. Surgieron algunas dudas y consultaron con expertos para no precipitar sus ideas. Así fue como invitaron a un grupo de personas que se dedica a buscar equidad para las mujeres. En la ciudad en la que se desarrolla esta historia existe una mesa de género. Un logro que siempre les pareció necesario a muchas féminas, incluidas las tres sobre las que habla este cuento. La mesa de género detectó que una de las obras hablaba en un tono extrañamente burlesco sobe temas delicados, como el morbo con el que los hombres maduros ven lascivamente a las jóvenes menores de edad o la brutalidad con la que algunos señores golpean a sus esposas. Sin hacer un juicio de valor, se consideró prudente no incluir la obra en la programación, puesto que el feminismo está discutiendo activamente sobre esos temas y hay todavía mucho camino por recorrer antes de instaurar en la sociedad una consciencia real acerca de los mismos. Además, aunque la farsa es un vehículo inteligente para mostrar al público situaciones terribles, es necesario llevar el horror al extremo para que el absurdo desate la risa. En el montaje evaluado, la comedia se quedaba corta y los personajes parecían mofarse de estereotipos femeninos que aceptan la indignidad con resignación. Otro de los trabajos teatrales mostraba a la famosa pintora Carmen Mondragón como una sensual y seductora mujer que estaba atada a sus parejas sentimentales. Se consideró que faltaba profundidad en la perspectiva mostrada por el montaje.

Las tres mujeres hicieron una lista de seleccionados. Estaban contentas. Conformes. Pensaron que habían hecho bien su trabajo. Y sostuvieron un pequeño diálogo:

—¿Qué les parece si hablamos con quienes no fueron seleccionados para escucharlos y que entiendan el camino que decidimos seguir durante nuestras reflexiones? —propuso una de ellas.

—¡Me parece una gran idea! Somos parte de una comunidad y es importante aprender a dialogar. —respondió otra, con entusiasmo.

—Elegir es siempre complicado porque no hay dinero suficiente para integrar todas las propuestas, debemos aclarar las dudas de quienes no alcanzaron una puntuación suficiente al hacer nuestra revisión —completó la tercera.

Se encontraban felices porque sentían que estaban rompiendo la verticalidad de los concursos, estaban humanizando los procesos de selección, estaban acercándose a las personas que aman el teatro por encima de la egolatría, estaban descubriendo nuevos caminos. Eso pensaban ellas. Pero, como puede imaginarlo, querida lectora, querido lector, aquí es donde se tuerce la historia. Prepárese para el giro adverso.

Las tres mujeres se sentaron en una sala para esperar a las personas que no fueron seleccionadas. Algunas llegaron, otras escribieron. Las tres mujeres hablaron con la verdad, físicamente o a través de profusas cartas. Se prometieron vigilarse entre ellas para nunca faltar al respeto, para ser cordiales, para escuchar las réplicas. Buscaron el diálogo, la conciliación y la claridad. Se repitieron esas palabras hasta el cansancio porque querían ser, ya lo adivina usted, honestas, receptivas, transparentes, inmaculadas e infalibles. ¡Qué imposible pretensión! ¡Qué inalcanzable sueño!

Pasaron algunos días y, una mañana, las tres mujeres se levantaron con un trago amargo que no fue de café con galletas. En el periódico se había publicado un libelo en contra de ellas. Una periodista (cuya obra sí quedó seleccionada en el muestrario teatral que las tres mujeres dictaminaron) le dio voz a una airada protesta esgrimida por una de las participantes que no fueron seleccionadas. Y también les dio voz a dos hombres. Uno que escribió la obra burlesca sobre temas delicados y otro que dirigió la pieza sobre Carmen Mondragón. El dramaturgo dijo que las tres mujeres eran unas ignorantes, cortas de luces (tontas) que necesitaban regresar a la escuela. Él dijo ser un experto en escribir farsas y aseguró que su obra había sido “censurada”. ¡Qué palabra! También dijo que una de ellas era “mierda” y se atrevió a asegurar que las tres serían recordadas por censoras, no por ser artistas de la escena. El que dirigió la obra sobre Carmen Mondragón aseveró que las tres mujeres habían dicho que “los hombres no pueden escribir obras feministas”. Ellas nunca, nunca dijeron eso. Qué humillación, qué terrible entuerto.

Y las tres mujeres que querían mantenerse inmaculadas se mancharon por quienes decidieron arrojarles lodo desde el chiquero. Ellas se enojaron mucho. Temblaron. Alguna quizás gritó al aire leperadas de rabia, de coraje, de impotencia. “Un escritor que dice defender los derechos humanos les llamó ignorantes a tres mujeres que llevan más de veinte años dedicándose al teatro”, se repetía una. “Y lo hizo solamente porque él piensa que su texto es infalible y que no es violento”, recalcó otra. “Un hombre que asegura que su obra no es violenta, se atreve a ejercer una implacable violencia y manchar a tres mujeres que no conoce, de cuyas trayectorias no sabe nada”, concluyó la tercera. “Un hombre se atreve a vaticinar el olvido de tres mujeres porque su obra no fue seleccionada. Y otro hombre se filma en las redes inventando calumnias, aseverando que fue agraviado por ellas”, remataron las tres.

Pero después de pensar en esta circunstancia triste y humillante, ellas recordaron que los escándalos mediáticos se alimentan del orgullo y el despecho. La verdad, quieren pensar ellas, prevalece de una u otra manera. Aunque no ha sido así para muchas mujeres. Por eso una de ellas decidió contar este cuento. Porque el silencio tampoco es deseable, hay que contar siempre nuestra versión de los hechos.

Las tres mujeres se preguntan si el feminismo ha servido de algo. Si alguna vez habrá justicia. Ellas quieren creer que sí. Es imposible que una mujer se mantenga inmaculada porque el hecho de pertenecer a la humanidad nos mancha y nos coloca en situaciones sucias de las que es imposible salir impolutas. Eso es parte de la vida y ha llegado el momento de romper con los estigmas, no se puede ser inmaculada e infalible. Pero sí podemos ser honestas, receptivas y buscar la justicia. Sí podemos mantener los ideales éticos y respetar a los demás. Sí podemos oponer resistencia ante agravios y calumnias. Por eso, el problema mayor es ser manchada por la violencia beligerante y absurda de los hombres. O de otras mujeres que prefieren el lodo ególatra al diálogo. Cuando las personas que se aman demasiado buscan arrastrarnos con ellas, hay que salir de la porqueriza y emprender la retirada para intentar entender a la distancia lo que ha pasado. Y allá, lejos del sucio fragor de las batallas sinsentido, contar el cuento, escribir una obra, pensar desde afuera.

Y porque esta historia está basada en hechos reales y es importante enunciar los nombres para que las personas se hagan responsables de sus actos, acá van los créditos: El dramaturgo que ofendió a las tres mujeres se llama Humberto Robles. Él, efectivamente, no sabe cómo se llevó a cabo el proceso de deliberación de la Muestra Estatal de Teatro 2022 y prefirió defender con inaceptable violencia la “no violencia” de su obra. La periodista que decidió publicar las declaraciones de Humberto Robles es Rocío Benítez, escritora que fue premiada por un poemario en el que denuncia la violencia en contra de las mujeres. Irónicamente, a través del artículo que ella publicó en el periódico El Universal, se generó una oleada de comentarios ofensivos y terriblemente misóginos. La artista cuya obra no fue seleccionada se llama Alejandra Segovia. A ella se le envió una carta en la que las tres mujeres la invitaron a dialogar acerca de su trabajo y sobre el delicado tema de la comedia social. Rechazó la invitación y manifestó que no cree en los movimientos colectivos que ha emprendido la comunidad teatral queretana, incluida la formación de una mesa de género. El director de la obra sobre Carmen Mondragón se llama Alexandro Fuentes. Él ha grabado videos en los que dice que fue agredido por recibir una retroalimentación crítica y se ha colocado en el papel de víctima de censura.

Cabe recordar que los actos de censura son aquellos que obligan a los artistas a remover fragmentos de sus obras o a cancelar presentaciones previamente contratadas. Una decisión artística basada en reglas establecidas por un jurado no puede considerarse jamás como “censura”. La convocatoria de la MET 2022 establece que la decisión de la Dirección Artística es inapelable y que las personas participantes aceptan las bases. ¿Quiénes, pues, son los que están transgrediendo las normas?

Las tres mujeres somos Luz Espinosa Anguiano, Ana Bertha Cruces y Mariana Hartasánchez. El final de esta historia está en sus manos, querida lectora, querido lector, siempre con la cabeza, desde la butaca, desde afuera.


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