/ jueves 2 de diciembre de 2021

Pastorela ñäñho

Tinta para un Atabal

En el ejemplar 2021 de nuestra centenaria revista El Heraldo de la Navidad proponemos una ficción histórica que imagina cómo celebraría la nación otomí, del siglo XVI, los festejos de la Natividad, considerados los rituales más importantes de la nueva religión traída por los conquistadores, quienes aprendieron de las estrategias de conquista árabes en la Península, siglos atrás.

De este modo se privilegió el control territorial y espiritual: el primero mediante el cruel peonaje impuesto por las Encomiendas; el segundo control, el espiritual, mediante la evangelización, donde La Natividad era un destacado rito. La evangelización fue un despliegue de imaginación por parte de los frailes, pues si bien destruyeron documentos, ídolos y tradiciones, también construyeron nuevas relaciones de convivencia siendo los festejos de la Natividad un momento de tregua entre los pocos peninsulares y los miles de indígenas.

En las culturas originarias prevalece el pesimismo: “En vano he nacido/ en vano he llegado aquí a la tierra/ sufro/ pero al menos he venido/ he nacido en la tierra”. El teatro de las culturas mesoamericanas eran anécdotas improvisadas con disfraces, máscaras y diálogos incidentales; de autor, era el teatro europeo, con introducción, nudo y desenlace. Aquel era un teatro de masas, con trama, danzas, música y personificación de dioses antiguos (bo´meti) y animales destinados a la caza o a la magia. El nagual (pux´jwai) ronda amenazadoramente, pero todos los seres humanos poseen un animal acompañante protector (rogi). En el teatro cristiano, los sacerdotes (majkäs) de la nueva religión, trajeron la persuasión teológica con una perspectiva optimista de la existencia.

Se sabe que después de cantar Ha nacido el Redentor, miles de espectadores presenciaban “autos” que hemos dado en llamar “pastorelas”: Caída de nuestros primeros padres, Conquista de Jerusalén, Sacrificio de Abraham, Lucha entre San Miguel y Lucifer, Bautismo de los reyes de Tlaxcala, La comedia de los Reyes. Todas estas representaciones se hacían en la lengua local; en el caso del pueblo de indios, en Querétaro (Nda Maxei) se escenificaban en hñähñu.

En Nda Maxei, tratándose de una “producción” franciscana, es de imaginarse cómo a las faldas del cerro de Sangremal y en torno a algún emplazamiento de palos y adobe donde hoy se encuentra el templo y convento de San Francisco, llegaban a participar miles de otomíes provenientes de La Cañada, El Rincón, Santa María y San Roque, las cuatro congregaciones a donde fueron reunidos otomíes, tarascos, negros y algunos chichimecas. Las danzas, antes dedicadas a la diosa Cachún ahora fueron dedicadas a los santos de la nueva religión, como San Santiago y San Miguel, a quienes la clasificación de arcángel y apóstol, resultaba complicada de entender para una sociedad politeísta, donde todas las deidades habitan el mismo nivel de poder.

Las culturas de la Meseta Central de lo que hoy es México, no tenían inconveniente en adoptar los nuevos dioses de los mexicas, de las culturas del Golfo o de los conquistadores españoles. Tomaron especial predilección por la Virgen María, identificada con la Luna.

Si bien la actividad medular de La Natividad se llevaba a cabo en el interior del templo católico, el uso del atrio mexicano propició otras manifestaciones como las danzas, el tianguis, el teatro, la música. Miles de personas acudían emocionados al festejo de La Natividad con la esperanza de escuchar instrumentos musicales que “trinan igual al canto de las aves más felices”; instrumentos que, para ellos, dejan en el corazón una paz inolvidable. Esos instrumentos hacían sonidos misteriosos, diferentes al ritmo del tambor, al pitido del silbato o al crujido de las conchas; era música semejante a un lamento gozoso. Los músicos (mëmda) encargados de frotar el violín y el laúd, solían ser mexicas de linaje, educados por frailes en la nueva Tenochtitlán.

Las fiestas de La Natividad, que coincidían con los festejos de Huitzilopochtli, estaban pletóricas de solemnidad. Era un alivio para los pueblos indígenas darse tiempo para este ejercicio espiritual, pues ellos vivían la fe todos los días de su vida; ejercicio de espiritualidad incomprensible para la sociedad contemporánea, que quizá solo sacrifica una hora de su domingo.

Atenuantes para su vida de exigencias eran las manifestaciones artísticas. La música de los instrumentos de cuerda frotada, para el pueblo ñäñho, llega a ser profundamente conmovedora en el contexto de la historia navideña (b’ede), que en estas fechas se representaba y que a diferencia de los mitos narrados por los viejos alrededor de la fogata, era actuada por jóvenes disfrazados, quienes fingían ser reyes, ángeles, San José, Santa María y ñäñhos como ellos mismos, cazando y sembrando, hasta que un arcángel descendía desde el cielo para ordenarles entregar tributo al Niño Dios.

Incomprensiblemente, Lucifer era partícipe del auto teatral y su voz muchas veces salía de la boca de la antigua diosa Cachún. La danza de los demonios era realizada por cientos de ñäñhos invitando a todos a desobedecer las órdenes del santo alado. Hay confusión ya que la primigenia cultura otomí no cultivaba ironías ni sarcasmos. Quienes miraban y oían la historia, creían que ciertamente eran demonios aborreciendo al nuevo Dios. Pero, con la misma efectividad escénica, se hacían presentes los ángeles armados con hierro y armadura letales; los santos alados acudían para comprobar que el pueblo ñäñho alcanzaría el amor del creador verdadero. Al final de la b’ede todos lloraban emocionados y los aplausos, que hoy se brinda a los actores, era sustituido por un canto religioso, multitudinario y glorioso.

En el ejemplar 2021 de nuestra centenaria revista El Heraldo de la Navidad proponemos una ficción histórica que imagina cómo celebraría la nación otomí, del siglo XVI, los festejos de la Natividad, considerados los rituales más importantes de la nueva religión traída por los conquistadores, quienes aprendieron de las estrategias de conquista árabes en la Península, siglos atrás.

De este modo se privilegió el control territorial y espiritual: el primero mediante el cruel peonaje impuesto por las Encomiendas; el segundo control, el espiritual, mediante la evangelización, donde La Natividad era un destacado rito. La evangelización fue un despliegue de imaginación por parte de los frailes, pues si bien destruyeron documentos, ídolos y tradiciones, también construyeron nuevas relaciones de convivencia siendo los festejos de la Natividad un momento de tregua entre los pocos peninsulares y los miles de indígenas.

En las culturas originarias prevalece el pesimismo: “En vano he nacido/ en vano he llegado aquí a la tierra/ sufro/ pero al menos he venido/ he nacido en la tierra”. El teatro de las culturas mesoamericanas eran anécdotas improvisadas con disfraces, máscaras y diálogos incidentales; de autor, era el teatro europeo, con introducción, nudo y desenlace. Aquel era un teatro de masas, con trama, danzas, música y personificación de dioses antiguos (bo´meti) y animales destinados a la caza o a la magia. El nagual (pux´jwai) ronda amenazadoramente, pero todos los seres humanos poseen un animal acompañante protector (rogi). En el teatro cristiano, los sacerdotes (majkäs) de la nueva religión, trajeron la persuasión teológica con una perspectiva optimista de la existencia.

Se sabe que después de cantar Ha nacido el Redentor, miles de espectadores presenciaban “autos” que hemos dado en llamar “pastorelas”: Caída de nuestros primeros padres, Conquista de Jerusalén, Sacrificio de Abraham, Lucha entre San Miguel y Lucifer, Bautismo de los reyes de Tlaxcala, La comedia de los Reyes. Todas estas representaciones se hacían en la lengua local; en el caso del pueblo de indios, en Querétaro (Nda Maxei) se escenificaban en hñähñu.

En Nda Maxei, tratándose de una “producción” franciscana, es de imaginarse cómo a las faldas del cerro de Sangremal y en torno a algún emplazamiento de palos y adobe donde hoy se encuentra el templo y convento de San Francisco, llegaban a participar miles de otomíes provenientes de La Cañada, El Rincón, Santa María y San Roque, las cuatro congregaciones a donde fueron reunidos otomíes, tarascos, negros y algunos chichimecas. Las danzas, antes dedicadas a la diosa Cachún ahora fueron dedicadas a los santos de la nueva religión, como San Santiago y San Miguel, a quienes la clasificación de arcángel y apóstol, resultaba complicada de entender para una sociedad politeísta, donde todas las deidades habitan el mismo nivel de poder.

Las culturas de la Meseta Central de lo que hoy es México, no tenían inconveniente en adoptar los nuevos dioses de los mexicas, de las culturas del Golfo o de los conquistadores españoles. Tomaron especial predilección por la Virgen María, identificada con la Luna.

Si bien la actividad medular de La Natividad se llevaba a cabo en el interior del templo católico, el uso del atrio mexicano propició otras manifestaciones como las danzas, el tianguis, el teatro, la música. Miles de personas acudían emocionados al festejo de La Natividad con la esperanza de escuchar instrumentos musicales que “trinan igual al canto de las aves más felices”; instrumentos que, para ellos, dejan en el corazón una paz inolvidable. Esos instrumentos hacían sonidos misteriosos, diferentes al ritmo del tambor, al pitido del silbato o al crujido de las conchas; era música semejante a un lamento gozoso. Los músicos (mëmda) encargados de frotar el violín y el laúd, solían ser mexicas de linaje, educados por frailes en la nueva Tenochtitlán.

Las fiestas de La Natividad, que coincidían con los festejos de Huitzilopochtli, estaban pletóricas de solemnidad. Era un alivio para los pueblos indígenas darse tiempo para este ejercicio espiritual, pues ellos vivían la fe todos los días de su vida; ejercicio de espiritualidad incomprensible para la sociedad contemporánea, que quizá solo sacrifica una hora de su domingo.

Atenuantes para su vida de exigencias eran las manifestaciones artísticas. La música de los instrumentos de cuerda frotada, para el pueblo ñäñho, llega a ser profundamente conmovedora en el contexto de la historia navideña (b’ede), que en estas fechas se representaba y que a diferencia de los mitos narrados por los viejos alrededor de la fogata, era actuada por jóvenes disfrazados, quienes fingían ser reyes, ángeles, San José, Santa María y ñäñhos como ellos mismos, cazando y sembrando, hasta que un arcángel descendía desde el cielo para ordenarles entregar tributo al Niño Dios.

Incomprensiblemente, Lucifer era partícipe del auto teatral y su voz muchas veces salía de la boca de la antigua diosa Cachún. La danza de los demonios era realizada por cientos de ñäñhos invitando a todos a desobedecer las órdenes del santo alado. Hay confusión ya que la primigenia cultura otomí no cultivaba ironías ni sarcasmos. Quienes miraban y oían la historia, creían que ciertamente eran demonios aborreciendo al nuevo Dios. Pero, con la misma efectividad escénica, se hacían presentes los ángeles armados con hierro y armadura letales; los santos alados acudían para comprobar que el pueblo ñäñho alcanzaría el amor del creador verdadero. Al final de la b’ede todos lloraban emocionados y los aplausos, que hoy se brinda a los actores, era sustituido por un canto religioso, multitudinario y glorioso.

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