– Nan, aquí están buscando editor– fue la aseveración-invitación del otro lado del teléfono que me tentaba para embarcarme a estas páginas.
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Tras reflexionar algunos días, he de confesar, dudé en aceptar debido a la vorágine que representa el flujo de información que sin piedad abarca los minutos, minutos que se vuelven indispensables y que, acercándose la hora del cierre, comienzan a aplastar las neuronas, por muy avispadas que intente uno mantenerlas.
Aunado a ello, se trata, decía para mí, de “el suplemento cultural del estado”, publicación cuya altura me impuso, no solo por su prestigio, sino también por la talla de las plumas que cada edición muestran su experiencia, estudio y dominio.
Dudosa, pero también entusiasta, acepté el reto, que más allá de las figuras que lo ostentan, representaba una treta con una institución que se ha forjado por sí misma, desde hace 16 años, dibujando en papel y tinta, la maestría de los artistas y creadores locales, sin dejar de lado al entorno, la ciudad y sus calles como uno más de sus personajes.
Las historias comenzaron a brotar saltando graciosas sobre nuestros rostros, mostrando a veces la esperanza de un nuevo proyecto, otras tantas la evolución de una vida dedicada a las artes y en fechas recientes, la desesperación intentando mantenerse a flote, rodeada de un mundo en pandemia.
Cada portada, cada suplemento, cada edición, se convierten en el recuento de historias a las que prestamos atención y brindamos voz para hacer eco, y así, fusionarnos, al menos por un momento, con ese incansable esfuerzo. Ahora, a la distancia observo aquellas publicaciones y puedo despedirme satisfecha de este entrañable proyecto.
Los nombres de quienes firman cada una de las colaboraciones, han cobrado para mí y entiendo también para usted, caro lector, un significado especial: Alfonso Franco Tiscareño, Carlos Campos, Edgardo Moreno Pérez, Mariana Hartasánchez, José Martin Hurtado Galves, @lagartijilla83, además de los múltiples autores de Tinta para un Atabal; todos ellos dignos de admirar, leer y sin lugar a dudas, seguirles la pista.
Este adiós detrás del escritorio, para convertirse en una lectura infaltable dominical con la debida distancia, no estaría completo sin el reconocimiento a quien en estas aventuras se convirtió en mi compañera del crimen: Donna Oliveros, quien con su olfato periodístico y maestría con las letras ha logrado dibujar los trazos de cada personaje aquí retratado.
Con nostalgia, pero también satisfacción recuerdo ahora el sonido de la rotativa que por las noches y entrada la madrugada corre previo al fin de semana, llevando todos aquellos relatos que tras la investigación y exploración cobraron otra dimensión, y seguramente cada que escuche el continuo e incesante sonido del trac, trac, trac recordaré aquellos cierres que con la mañana del domingo se convertían en nuevas realidades.