/ viernes 14 de junio de 2019

El Baúl

Profesor por vocación, el diputado conoció los dédalos de la migración legal e ilegal desde México hacia el sur de los Estados Unidos, antes de llegar al Congreso local, donde presidía la Comisión de Asuntos Indígenas y del Migrante, pues había aprovechado sus vacaciones en el magisterio para enrolarse en algún grupo de migrantes furtivos.

La aventura comenzaba en un anochecer cualquiera, delante del desierto que iban a cruzar caminando: <El pollero nos daba un “perico” para aguantar la caminata y perder el miedo>

Un día, una señora, acompañada de una hija menor, objetó consumir la droga:

“-Oiga señor, yo no tomo esas cosas –le dijo al ´pollero´. El hombre solo alzó los hombros.

-¿Qué les daban?, ¿coca…?

-¡Coca!...

-¿Cocaína?

-Cocaína; si no, no cruzabas el desierto. Y ni modo de quedarte ahí, donde estábamos, lejos de la ciudad. ¿Cómo te regresabas? Era más peligroso regresar solo que seguirle, porque con el perico, ya no medías los peligros, ya no sabías de límites y excesos, simplemente caminabas detrás de los demás, y aprisa, porque si no, nos amanecía y entonces sí, aguas con la migra. Y cuando se te pasaba el efecto y ya habíamos llegado, te llegaba otro miedo: que no encontraras trabajo pronto, o que alguien te chivateara y te agarrara la migra. Pero si ya tenías trabajo seguro en los campos de algodón para la pepena, o en otro lugar, te olvidabas de todo. Lo único que de repente te ponía sentimental era saber que estabas lejos de tu casa, de tu familia, de tus amigos. Pero eso se te pasaba cuando te echabas otro perico, porque a media mañana salíamos del campo o de la fábrica donde estuvieras, salíamos a almorzar. Se paraban enfrente unos carritos, eran motocicletas arregladas como carritos repartidores, y unas combis, también arregladas, que te vendían hamburguesas, hot dogs, sangüis, y más comida seca, de esa que comen allá. Y si querías un perico, muy discretamente se lo decías al vendedor, y te daban tu hamburguesa, la abrías y ahí estaba tu perico.

Hubo un momento en que el profesor decidió regularizar sus documentos para emplearse en alguna empresa, donde le pagaban más; y ahí conoció otro de los laberintos de la migración:

-Compré un coche allá; y cuando iba a regresar a México, ya que había comprado todo lo que iba a traer, separaba lo que había que darles a la poli mexicana. Porque te paraban y te decían: “¿Qué me trajiste?” O, de plano, abrían la camioneta y te decían qué les gustaba. Y cuando yo regresaba, kilómetros adelante del puente, algunos polis güeros me paraban, me pedían papeles, revisaban mi coche, y a veces, con cierta educación, me pedían un recuerdo de México.

-¿Dónde se gana más dinero, diputado?, ¿trabajando allá o aquí, en la Cámara?...

Sentado en aquel lado de su escritorio, soltó una carcajada y abrió los brazos.

Profesor por vocación, el diputado conoció los dédalos de la migración legal e ilegal desde México hacia el sur de los Estados Unidos, antes de llegar al Congreso local, donde presidía la Comisión de Asuntos Indígenas y del Migrante, pues había aprovechado sus vacaciones en el magisterio para enrolarse en algún grupo de migrantes furtivos.

La aventura comenzaba en un anochecer cualquiera, delante del desierto que iban a cruzar caminando: <El pollero nos daba un “perico” para aguantar la caminata y perder el miedo>

Un día, una señora, acompañada de una hija menor, objetó consumir la droga:

“-Oiga señor, yo no tomo esas cosas –le dijo al ´pollero´. El hombre solo alzó los hombros.

-¿Qué les daban?, ¿coca…?

-¡Coca!...

-¿Cocaína?

-Cocaína; si no, no cruzabas el desierto. Y ni modo de quedarte ahí, donde estábamos, lejos de la ciudad. ¿Cómo te regresabas? Era más peligroso regresar solo que seguirle, porque con el perico, ya no medías los peligros, ya no sabías de límites y excesos, simplemente caminabas detrás de los demás, y aprisa, porque si no, nos amanecía y entonces sí, aguas con la migra. Y cuando se te pasaba el efecto y ya habíamos llegado, te llegaba otro miedo: que no encontraras trabajo pronto, o que alguien te chivateara y te agarrara la migra. Pero si ya tenías trabajo seguro en los campos de algodón para la pepena, o en otro lugar, te olvidabas de todo. Lo único que de repente te ponía sentimental era saber que estabas lejos de tu casa, de tu familia, de tus amigos. Pero eso se te pasaba cuando te echabas otro perico, porque a media mañana salíamos del campo o de la fábrica donde estuvieras, salíamos a almorzar. Se paraban enfrente unos carritos, eran motocicletas arregladas como carritos repartidores, y unas combis, también arregladas, que te vendían hamburguesas, hot dogs, sangüis, y más comida seca, de esa que comen allá. Y si querías un perico, muy discretamente se lo decías al vendedor, y te daban tu hamburguesa, la abrías y ahí estaba tu perico.

Hubo un momento en que el profesor decidió regularizar sus documentos para emplearse en alguna empresa, donde le pagaban más; y ahí conoció otro de los laberintos de la migración:

-Compré un coche allá; y cuando iba a regresar a México, ya que había comprado todo lo que iba a traer, separaba lo que había que darles a la poli mexicana. Porque te paraban y te decían: “¿Qué me trajiste?” O, de plano, abrían la camioneta y te decían qué les gustaba. Y cuando yo regresaba, kilómetros adelante del puente, algunos polis güeros me paraban, me pedían papeles, revisaban mi coche, y a veces, con cierta educación, me pedían un recuerdo de México.

-¿Dónde se gana más dinero, diputado?, ¿trabajando allá o aquí, en la Cámara?...

Sentado en aquel lado de su escritorio, soltó una carcajada y abrió los brazos.

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