/ viernes 30 de agosto de 2019

El Baúl

Los huevos del diputado


-¡Ahí están sus güevos, diputado! –le dijeron desde la galería del Salón de Sesiones, y le aventaron unos huevos de gallina.

El diputado se contuvo, miró unos segundos hacia la galería, con la cara sonrojada y los dientes apretados, y siguió leyendo lo que leía en la tribuna del Congreso, mientras algunos de sus colegisladores, sentados en sus sillones de magistrado, apenas miraron sobre sus hombros hacia la galería, otros hicieron que no se habían dado cuenta, y otros más se regodearon en el hecho y esbozaron sonrisas.

Ese día los diputados habían llegado a sesionar metidos en sus trajes de tela fina, al fin y al cabo les pagaban bien; algunos traían el pelo engomado, otros llevaban zapatos de marca bien lustrados y varios iban perfumados. Entraron al Salón de Sesiones cobijados por una nube invisible de tensión. Nunca como esa vez había habido tanto silencio en el recinto. Nunca como en ese día los representantes populares no chacoteaban; y nunca como entonces, sobre sus cabezas y durante un instante, el espacio se había empedrado de objetos voladores, lanzados por los que estaban en la galería, que era el lugar destinado a la gente común, en la parte alta del antiguo recinto.

De tantos asuntos agendados, el más importante era una reforma constitucional federal. Eran los primeros años de Vicente Fox Quesada en la presidencia de México. El guanajuatense había heredado un conflicto entre el gobierno y los insurgentes zapatistas, y estaba impulsando una reforma constitucional para darle voz a los alzados y a todas las etnias representadas en el EZLN, atendiendo algunas propuestas plasmadas en los Acuerdos de San Andrés. Pero la bancada priista no estaba a favor. Después de todo, tenía que defender a Carlos Salinas de Gortari, a quien los zapatistas le habían preguntado “… ¿de qué tenemos que pedir perdón?” cuando como presidente les ofreció amnistiarlos. Así que ahora era necesario que por lo menos la mitad más uno de los Congresos estatales aprobaran la reforma. Y en Querétaro a la bancada panista le faltaban dos votos.

Cuando era el momento de conocer las razones de quienes votarían a favor o en contra, le llegó su turno a un diputado tricolor. Llegó al pódium con su traje impecable, su camisa blanca almidonada y su corbata de color rojo. Y empezaba a decir por qué iba a votar a favor, cuando alguien lo increpó de un modo distinto:

-¿Le faltan, diputado…? –dijo una voz desde la galería- ¡Ahí están sus güevos! –Y, ¡zas!, le aventó un huevo de gallina.

El diputado se contuvo, mordiendo en silencio las costuras de su ego herido.

Luego subió otro diputado, también tricolor, de nombre Patricio. Dijo rápido por qué estaba a favor, y salvó la tempestad de huevos y algunos frutos. Pero los de la galería no lo dejaron ir limpio y le pusieron su marca: Panicio, le dijeron desde entonces.

Los huevos del diputado


-¡Ahí están sus güevos, diputado! –le dijeron desde la galería del Salón de Sesiones, y le aventaron unos huevos de gallina.

El diputado se contuvo, miró unos segundos hacia la galería, con la cara sonrojada y los dientes apretados, y siguió leyendo lo que leía en la tribuna del Congreso, mientras algunos de sus colegisladores, sentados en sus sillones de magistrado, apenas miraron sobre sus hombros hacia la galería, otros hicieron que no se habían dado cuenta, y otros más se regodearon en el hecho y esbozaron sonrisas.

Ese día los diputados habían llegado a sesionar metidos en sus trajes de tela fina, al fin y al cabo les pagaban bien; algunos traían el pelo engomado, otros llevaban zapatos de marca bien lustrados y varios iban perfumados. Entraron al Salón de Sesiones cobijados por una nube invisible de tensión. Nunca como esa vez había habido tanto silencio en el recinto. Nunca como en ese día los representantes populares no chacoteaban; y nunca como entonces, sobre sus cabezas y durante un instante, el espacio se había empedrado de objetos voladores, lanzados por los que estaban en la galería, que era el lugar destinado a la gente común, en la parte alta del antiguo recinto.

De tantos asuntos agendados, el más importante era una reforma constitucional federal. Eran los primeros años de Vicente Fox Quesada en la presidencia de México. El guanajuatense había heredado un conflicto entre el gobierno y los insurgentes zapatistas, y estaba impulsando una reforma constitucional para darle voz a los alzados y a todas las etnias representadas en el EZLN, atendiendo algunas propuestas plasmadas en los Acuerdos de San Andrés. Pero la bancada priista no estaba a favor. Después de todo, tenía que defender a Carlos Salinas de Gortari, a quien los zapatistas le habían preguntado “… ¿de qué tenemos que pedir perdón?” cuando como presidente les ofreció amnistiarlos. Así que ahora era necesario que por lo menos la mitad más uno de los Congresos estatales aprobaran la reforma. Y en Querétaro a la bancada panista le faltaban dos votos.

Cuando era el momento de conocer las razones de quienes votarían a favor o en contra, le llegó su turno a un diputado tricolor. Llegó al pódium con su traje impecable, su camisa blanca almidonada y su corbata de color rojo. Y empezaba a decir por qué iba a votar a favor, cuando alguien lo increpó de un modo distinto:

-¿Le faltan, diputado…? –dijo una voz desde la galería- ¡Ahí están sus güevos! –Y, ¡zas!, le aventó un huevo de gallina.

El diputado se contuvo, mordiendo en silencio las costuras de su ego herido.

Luego subió otro diputado, también tricolor, de nombre Patricio. Dijo rápido por qué estaba a favor, y salvó la tempestad de huevos y algunos frutos. Pero los de la galería no lo dejaron ir limpio y le pusieron su marca: Panicio, le dijeron desde entonces.

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