/ sábado 5 de mayo de 2018

Vita Flumen: Los Espejos de la India, Holi

Celebraban Holi el día de mi llegada a Rishikesh. Para mí, una afortunada casualidad. Y para los indios, gente supersticiosa, eso solo podía traerme buenos augurios.

La noche anterior, mientras yo viajaba en taxi desde el aeropuerto de Delhi en aquella odisea que parecía interminable, en casi todas las ciudades del país se hacía una hoguera y se prendía fuego a la demonia Holika para dar inicio a las festividades de Holi —que literalmente significa «quema»— y celebrar la victoria del bien sobre el mal.

Holi festeja también el ocaso del invierno y coincide siempre con Phalgun Purnima, es decir, con la tercer luna llena del año (Phalgun es el tercer mes del calendario lunar y Purnima quiere decir luna llena). Es una de las fiestas más alegres del almanaque indio y sin duda una de las más significativas: ese día se olvidan todas las diferencias —sociales, económicas, religiosas— y se renuevan los votos de amistad y respeto entre las personas. Una fecha de absoluto regocijo y fraternidad.

Esa mañana me recibió una ciudad desvelada que despertaba sin premura, como muchas de las cosas que suceden en la India. El panorama, desprovisto del maquillaje de la noche que todo lo enmascara, se muestra diferente a la luz del sol. Aparecen edificios mutilados, tullidos, leprosos. Otros corcovados, con ojos estrábicos o con extremidades deformes de fierros roñosos. También algunos de modesta elegancia, recién acicalados. Y los más raros, de presencia fastuosa, impecables, de porte gallardo y fachada real.

La arquitectura anticipa a su gente

Los comercios siguen cerrados. Las calles se encuentran ocupadas por filas de autobuses adornados de manera estrepitosa que me hacen recordar a las chivas colombianas, y por bovinos desnutridos que deambulan como si fueran los terratenientes del pueblo. Manbeer, el taxista, se detiene en la puerta del ashram que será mi hogar por los siguientes treinta días. El pequeño cuarto que funge como recepción del lugar está cerrado y a oscuras. Afuera, junto a la entrada, dos juegos de sandalias. Por la puerta de vidrio se puede ver un mostrador, dos sillones y, entre ellos, en el piso, algo que parece un bulto de cobijas. Golpeo el cristal con cobardía. Espero y toco con fuerza una vez más. El bulto se mueve dejando una persona al descubierto. Alguien más aparece, azorado, detrás del mostrador. Intento hablar con el muchachito de las cobijas pero el hombre del mostrador se adelanta, toma una llave y con gesto soñoliento me indica que lo siga. Manbeer y su auto desaparecen sin decir adiós.

Me asignan una recámara que da a la calle. Insisten en que es provisional: por la tarde podré ocupar mi habitación definitiva. Han pasado treinta y cinco horas desde que salí de casa. Tengo hambre, tengo sueño, tengo frío y me urge un baño de agua caliente. Decido dormir. Estoy tan cansada que olvidaré todo lo demás. Pero la calma matutina es pasajera y mi tregua se interrumpe en varias ocasiones. Entre sueños escucho el jolgorio que viene del exterior.

Voces, cornetas, ir y venir de vespas; alaridos de sorpresa seguidos de carcajadas; conversaciones en hindi, música de Bollywood. Y los olores. Un olor a humo me persigue desde anoche y se ha instalado en mis fosas nasales. El estruendo acomete también por la nariz.


Bura na maano Holi hai: no te ofendas, hoy es Holi.

Logré despabilarme comenzada la tarde. Del otro lado de la ventana el alboroto no cesa. Aturdida por el hambre y la modorra, e incitada por la curiosidad que no resiste más, tomé un baño y salí. La ciudad está de juerga. La gente celebra jubilosa, cubierta de pies a cabeza de pigmento rosa, morado, verde, amarillo. Difícil distinguir quién es quién detrás de esas plastas de gulal y abeer. Incluso los animales participan en esta procesión (pasarán algunos días antes de que desaparezcan los vestigios de color en su pelaje: souvenir andante). Y yo, con mi ropa impoluta y mi cabellera recién lavada, todavía húmeda, parezco un extraterrestre entre toda esta tribu de danzantes policromos. Me mezclo entre la turba que hoy me da la bienvenida:


Danza, Lala, vestida solo de aire;

canta, Lala, cubierta solo de cielo:

aire y cielo, ¿hay vestido más hermoso?1


La alegría nunca viene en escala de gris. Los buenos augurios tampoco.


1! Lala, o Lalla, (1320-1392) era una poetisa y profetisa india perteneciente a la tradición del shivaísmo de Cachemira.

www.vitaflumen.com


Celebraban Holi el día de mi llegada a Rishikesh. Para mí, una afortunada casualidad. Y para los indios, gente supersticiosa, eso solo podía traerme buenos augurios.

La noche anterior, mientras yo viajaba en taxi desde el aeropuerto de Delhi en aquella odisea que parecía interminable, en casi todas las ciudades del país se hacía una hoguera y se prendía fuego a la demonia Holika para dar inicio a las festividades de Holi —que literalmente significa «quema»— y celebrar la victoria del bien sobre el mal.

Holi festeja también el ocaso del invierno y coincide siempre con Phalgun Purnima, es decir, con la tercer luna llena del año (Phalgun es el tercer mes del calendario lunar y Purnima quiere decir luna llena). Es una de las fiestas más alegres del almanaque indio y sin duda una de las más significativas: ese día se olvidan todas las diferencias —sociales, económicas, religiosas— y se renuevan los votos de amistad y respeto entre las personas. Una fecha de absoluto regocijo y fraternidad.

Esa mañana me recibió una ciudad desvelada que despertaba sin premura, como muchas de las cosas que suceden en la India. El panorama, desprovisto del maquillaje de la noche que todo lo enmascara, se muestra diferente a la luz del sol. Aparecen edificios mutilados, tullidos, leprosos. Otros corcovados, con ojos estrábicos o con extremidades deformes de fierros roñosos. También algunos de modesta elegancia, recién acicalados. Y los más raros, de presencia fastuosa, impecables, de porte gallardo y fachada real.

La arquitectura anticipa a su gente

Los comercios siguen cerrados. Las calles se encuentran ocupadas por filas de autobuses adornados de manera estrepitosa que me hacen recordar a las chivas colombianas, y por bovinos desnutridos que deambulan como si fueran los terratenientes del pueblo. Manbeer, el taxista, se detiene en la puerta del ashram que será mi hogar por los siguientes treinta días. El pequeño cuarto que funge como recepción del lugar está cerrado y a oscuras. Afuera, junto a la entrada, dos juegos de sandalias. Por la puerta de vidrio se puede ver un mostrador, dos sillones y, entre ellos, en el piso, algo que parece un bulto de cobijas. Golpeo el cristal con cobardía. Espero y toco con fuerza una vez más. El bulto se mueve dejando una persona al descubierto. Alguien más aparece, azorado, detrás del mostrador. Intento hablar con el muchachito de las cobijas pero el hombre del mostrador se adelanta, toma una llave y con gesto soñoliento me indica que lo siga. Manbeer y su auto desaparecen sin decir adiós.

Me asignan una recámara que da a la calle. Insisten en que es provisional: por la tarde podré ocupar mi habitación definitiva. Han pasado treinta y cinco horas desde que salí de casa. Tengo hambre, tengo sueño, tengo frío y me urge un baño de agua caliente. Decido dormir. Estoy tan cansada que olvidaré todo lo demás. Pero la calma matutina es pasajera y mi tregua se interrumpe en varias ocasiones. Entre sueños escucho el jolgorio que viene del exterior.

Voces, cornetas, ir y venir de vespas; alaridos de sorpresa seguidos de carcajadas; conversaciones en hindi, música de Bollywood. Y los olores. Un olor a humo me persigue desde anoche y se ha instalado en mis fosas nasales. El estruendo acomete también por la nariz.


Bura na maano Holi hai: no te ofendas, hoy es Holi.

Logré despabilarme comenzada la tarde. Del otro lado de la ventana el alboroto no cesa. Aturdida por el hambre y la modorra, e incitada por la curiosidad que no resiste más, tomé un baño y salí. La ciudad está de juerga. La gente celebra jubilosa, cubierta de pies a cabeza de pigmento rosa, morado, verde, amarillo. Difícil distinguir quién es quién detrás de esas plastas de gulal y abeer. Incluso los animales participan en esta procesión (pasarán algunos días antes de que desaparezcan los vestigios de color en su pelaje: souvenir andante). Y yo, con mi ropa impoluta y mi cabellera recién lavada, todavía húmeda, parezco un extraterrestre entre toda esta tribu de danzantes policromos. Me mezclo entre la turba que hoy me da la bienvenida:


Danza, Lala, vestida solo de aire;

canta, Lala, cubierta solo de cielo:

aire y cielo, ¿hay vestido más hermoso?1


La alegría nunca viene en escala de gris. Los buenos augurios tampoco.


1! Lala, o Lalla, (1320-1392) era una poetisa y profetisa india perteneciente a la tradición del shivaísmo de Cachemira.

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