/ sábado 13 de julio de 2019

Vitaflumen: Supersticiones: La libreta nueva

A ella le he conferido cierto tipo de poderes salvadores: el mismo que algunos adjudican a los rituales de año nuevo

Un viaje largo o muy deseado, una mudanza —sobre todo si es de ciudad o de país—, arrancar un negocio o un nuevo proyecto, el nacimiento de un hijo y, quizás, el de algún nieto, cambiar de trabajo, una nueva vida —en solitario o en pareja—, una pérdida importante, la llegada de enero. Tengo la supersticiosa creencia de que hay eventos que ameritan, por no decir exigen, una libreta nueva.

Pero ya colados en este intrincado terreno de las confesiones, debo admitir que mi fetichismo en torno a la libreta nueva va todavía más lejos. A ella le he conferido cierto tipo de poderes salvadores: el mismo que algunos adjudican a los rituales de año nuevo o a la limpieza de primavera: al borrón y cuenta nueva, pues. Incluso estoy convencida de que si estamos sumidos en el lóbrego abismo del bloqueo creativo, atrapados en el ir y venir cíclico de una idea que se niega a evolucionar, una libreta nueva nos traerá la luz y nos redimirá. De ese tamaño es mi fe.

Así voy por la vida a la caza de esos objetos de pasta dura, pasta blanda, verticales o apaisados; en busca de cuadernos de todo tipo de tamaños y colores; de hojas blancas, cuadriculadas; cuadernos de rayas —con margen o sin él— que estarán prestos a ser un discreto cómplice, la media naranja o el orgulloso padrino de una ocasión especial.

En mis andanzas por las calles es la compañera ideal de mi cámara fotográfica. Mientras la lente congela los momentos, en la libreta registro mis impresiones, reflexiones y uno que otro croquis. Dicho de otra forma, ese binomio es una suerte de diario de ruta, de memoria cotidiana, que me permite diseccionar a la ciudad, a su gente y mi relación con todo aquello que se cruza en mi camino y que de alguna manera forma parte de mí.

Quién puede negar el inmenso placer que produce estrenar una libreta: romper la envoltura transparente mientras el olor del papel se cuela entre las grietas; la sutil doma de las carátulas rebeldes que insisten en contraerse; el crujir, a veces musical, a veces lastimero, de las hojas al separarse una de otra como preludio del ciclo nuevo que está por comenzar. Quién puede resistirse ante la idea redentora del nuevo comienzo, del flamante ciclo, de la página uno que solo ve para delante. Quién puede. Yo no.

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Aunque las imágenes que acompañan a este texto parecen no tener relación con él, cada una de las fotografías representa un sitio que ha formado parte de estas libretas que en algún momento fueron nuevas. Son sitios en los que me he sentado a escribir mientras observo, esquinas a las que he dedicado un croquis o una nota y que ahora son marcapáginas en este cuaderno de hojas llamado vida.

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Un viaje largo o muy deseado, una mudanza —sobre todo si es de ciudad o de país—, arrancar un negocio o un nuevo proyecto, el nacimiento de un hijo y, quizás, el de algún nieto, cambiar de trabajo, una nueva vida —en solitario o en pareja—, una pérdida importante, la llegada de enero. Tengo la supersticiosa creencia de que hay eventos que ameritan, por no decir exigen, una libreta nueva.

Pero ya colados en este intrincado terreno de las confesiones, debo admitir que mi fetichismo en torno a la libreta nueva va todavía más lejos. A ella le he conferido cierto tipo de poderes salvadores: el mismo que algunos adjudican a los rituales de año nuevo o a la limpieza de primavera: al borrón y cuenta nueva, pues. Incluso estoy convencida de que si estamos sumidos en el lóbrego abismo del bloqueo creativo, atrapados en el ir y venir cíclico de una idea que se niega a evolucionar, una libreta nueva nos traerá la luz y nos redimirá. De ese tamaño es mi fe.

Así voy por la vida a la caza de esos objetos de pasta dura, pasta blanda, verticales o apaisados; en busca de cuadernos de todo tipo de tamaños y colores; de hojas blancas, cuadriculadas; cuadernos de rayas —con margen o sin él— que estarán prestos a ser un discreto cómplice, la media naranja o el orgulloso padrino de una ocasión especial.

En mis andanzas por las calles es la compañera ideal de mi cámara fotográfica. Mientras la lente congela los momentos, en la libreta registro mis impresiones, reflexiones y uno que otro croquis. Dicho de otra forma, ese binomio es una suerte de diario de ruta, de memoria cotidiana, que me permite diseccionar a la ciudad, a su gente y mi relación con todo aquello que se cruza en mi camino y que de alguna manera forma parte de mí.

Quién puede negar el inmenso placer que produce estrenar una libreta: romper la envoltura transparente mientras el olor del papel se cuela entre las grietas; la sutil doma de las carátulas rebeldes que insisten en contraerse; el crujir, a veces musical, a veces lastimero, de las hojas al separarse una de otra como preludio del ciclo nuevo que está por comenzar. Quién puede resistirse ante la idea redentora del nuevo comienzo, del flamante ciclo, de la página uno que solo ve para delante. Quién puede. Yo no.

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Aunque las imágenes que acompañan a este texto parecen no tener relación con él, cada una de las fotografías representa un sitio que ha formado parte de estas libretas que en algún momento fueron nuevas. Son sitios en los que me he sentado a escribir mientras observo, esquinas a las que he dedicado un croquis o una nota y que ahora son marcapáginas en este cuaderno de hojas llamado vida.

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