/ viernes 18 de octubre de 2019

Hacia una definición local de cultura

El libro de cabecera

En muchos círculos políticos y sociales, el término "cultura" se ha convertido en una palabra operacional, genérica e instrumental. Es un concepto volátil, amplio y mal definido que tiende a emplearse con cierta inquietud. Para muchos, la cultura es un concepto evocado de manera duplicada junto con algún tipo de agenda políticamente cargada, y a menudo a expensas de los "valores normativos" percibidos por el Estado. Incluso, en los países que históricamente se han enorgullecido de los valores multiculturales, no obstante, han demostrado escepticismo hacia la aplicación de políticas de la culturales que funcionen.

La política cultural, como proceso de enmarcar la cultura como vehículo político, es un término, que por su propia naturaleza, está repleto de superposiciones políticas y supersticiones ideológicas. Quizás es, en parte, por esta razón que la política cultural a menudo se ha decantado con mayor frecuencia hacia el discurso de los estudios culturales, al menos en lo que respecta al lado práctico de la política.

Aunque idóneamente la cultura y la política deberían permanecer separadas, en la praxis institucional la política cultural, sus representantes y para el sector académico, han ignorado esto por completo. Precisamente a partir del enfoque de los estudios culturales, la política cultural a menudo ha desempeñado el papel de una ocurrencia tardía o de supervisión en el contexto más amplio de la administración pública y el discurso de política pública. Incluso cuando la política cultural es el foco del análisis, los investigadores más fervientes de política cultural la abordan en el contexto de la cultura instrumentalizada, a menudo (si no es que siempre) junto con otros campos de política, afirmando, como mínimo, las preocupaciones de que la cultura es inherentemente (y quizás nefastamente) política.

La cultura y la política cultural han sido, en el mejor de los casos, infravaloradas y en el peor, caracterizadas por su impulso político.

Sin embargo, se puede argumentar que las políticas culturales sirven para promover y transmitir ideas e ideales, los ideales de un estado o nación tal como los interprete el gobierno en turno. Según su definición, la política cultural es la suma idónea de las actividades del gobierno en su relación con las artes, las humanidades y el patrimonio. A través de su aplicación, los gobiernos pueden regular, apoyar y comunicar formas y expresiones de cultura específicas, muchas de las cuales, si no todas, sirven para fomentar un sentido único de identidad compartida, de comunidad, dentro de su constitución.

En particular, las políticas culturales, tanto explícita como implícitamente, determinan cómo y qué artes se apoyan; quién decide qué se transmite; qué actividades se fomentan; cuándo se pueden hablar ciertas lenguas o practicar ciertas costumbres; cómo educamos a nuestros hijos y tratamos a nuestros hijos, ancianos, cómo nos relacionamos con nuestra diversidad como nación y con el resto del mundo.

La precedencia histórica indicaría que, a menos que se dicte explícitamente lo que es culturalmente aceptable, la política educativa y cultural han sido durante mucho tiempo, vehículos para educar a las masas sobre lo que es bueno y aceptable, como un medio para moderar las propensiones peligrosas y vulgares. En otras palabras, las políticas culturales, a través de su uso para promover ciertas ideas o valores, pueden actuar como un medio para socializar al público de la manera que mejor sirva a los intereses de un gobierno.

Aunque sea factible afirmar que la cultura —y, por extensión, la política cultural— ha sido infravalorada en las políticas públicas y el discurso político, no podemos decir lo mismo de su importancia real en contextos nacionales e internacionales.

En una época en la que los avances tecnológicos y los procesos más amplios de globalización han desestabilizado los límites entre los estados y desafiado la soberanía de los gobiernos (Hong Kong y Ecuador, al momento de escribir esto), las cuestiones de cultura e identidad cultural han adquirido un nuevo significado. Como tal, la cultura está ahora a la vanguardia de la agenda internacional, de una manera que nunca ha estado en el pasado, precisamente porque su estado/ condición desafía y es desafiado por los debates que rodean al concepto insondable de globalización.

Los procesos de globalización, alimentados por conglomerados comerciales y de medios (industrias culturales, de acuerdo con la semántica vigente de la Escuela de Frankfurt) cuyas franquicias defienden un conservadurismo cultural y un reformismo nostálgico, que atrae a un público amplio de mentalidad liberal, han llevado a un concepto de cultura global progresivamente homogeneizada, a una definición pragmática que garantiza que los productos básicos prominentes de la cultura moderna y popular están presentes en prácticamente todos los rincones del mundo, de nuestro país, de nuestro estado y por supuesto, nuestros municipios. A medida que se introducen entradas y presiones globales similares en varias localidades en todo el mundo, estas localidades son invariablemente conducidas a hacer varias cosas de la misma manera.

A falta de reducir las barreras a la cultura, esta homogeneidad cultural ha sido motivo de preocupación en muchos países, hasta el punto en que las organizaciones internacionales, como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), han tenido avances sustanciales en investigaciones interdisciplinarias para tratar de identificar las implicaciones de la globalización en la cultura, gigantes corporativos trans-globales en las industrias de medios audiovisuales, como amenazas directas a ciertas culturas o expresiones culturales vulnerables. El temor es que, a medida que los procesos globales dan forma y reestructuran la cultura, las culturas indígenas, por ejemplo, corren el riesgo de ser consumidas o subsumidas por una cultura global más amplia.

Lo anterior es un fragmento de los estudios que se llevan a cabo en la icónica primera generación del Doctorado en Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Querétaro, nuestra alma mater que, junto a otras 24 instituciones de educación superior, levantó la voz uniéndose al Paro Nacional de Labores en protesta por la falta de presupuesto y por las políticas de restricción presupuestal que han propiciado que nueve universidades no cuenten con recursos para pagar salarios a sus trabajadores. “No vamos a aceptar chantajes”, fue la respuesta del presidente hasta el momento.

En muchos círculos políticos y sociales, el término "cultura" se ha convertido en una palabra operacional, genérica e instrumental. Es un concepto volátil, amplio y mal definido que tiende a emplearse con cierta inquietud. Para muchos, la cultura es un concepto evocado de manera duplicada junto con algún tipo de agenda políticamente cargada, y a menudo a expensas de los "valores normativos" percibidos por el Estado. Incluso, en los países que históricamente se han enorgullecido de los valores multiculturales, no obstante, han demostrado escepticismo hacia la aplicación de políticas de la culturales que funcionen.

La política cultural, como proceso de enmarcar la cultura como vehículo político, es un término, que por su propia naturaleza, está repleto de superposiciones políticas y supersticiones ideológicas. Quizás es, en parte, por esta razón que la política cultural a menudo se ha decantado con mayor frecuencia hacia el discurso de los estudios culturales, al menos en lo que respecta al lado práctico de la política.

Aunque idóneamente la cultura y la política deberían permanecer separadas, en la praxis institucional la política cultural, sus representantes y para el sector académico, han ignorado esto por completo. Precisamente a partir del enfoque de los estudios culturales, la política cultural a menudo ha desempeñado el papel de una ocurrencia tardía o de supervisión en el contexto más amplio de la administración pública y el discurso de política pública. Incluso cuando la política cultural es el foco del análisis, los investigadores más fervientes de política cultural la abordan en el contexto de la cultura instrumentalizada, a menudo (si no es que siempre) junto con otros campos de política, afirmando, como mínimo, las preocupaciones de que la cultura es inherentemente (y quizás nefastamente) política.

La cultura y la política cultural han sido, en el mejor de los casos, infravaloradas y en el peor, caracterizadas por su impulso político.

Sin embargo, se puede argumentar que las políticas culturales sirven para promover y transmitir ideas e ideales, los ideales de un estado o nación tal como los interprete el gobierno en turno. Según su definición, la política cultural es la suma idónea de las actividades del gobierno en su relación con las artes, las humanidades y el patrimonio. A través de su aplicación, los gobiernos pueden regular, apoyar y comunicar formas y expresiones de cultura específicas, muchas de las cuales, si no todas, sirven para fomentar un sentido único de identidad compartida, de comunidad, dentro de su constitución.

En particular, las políticas culturales, tanto explícita como implícitamente, determinan cómo y qué artes se apoyan; quién decide qué se transmite; qué actividades se fomentan; cuándo se pueden hablar ciertas lenguas o practicar ciertas costumbres; cómo educamos a nuestros hijos y tratamos a nuestros hijos, ancianos, cómo nos relacionamos con nuestra diversidad como nación y con el resto del mundo.

La precedencia histórica indicaría que, a menos que se dicte explícitamente lo que es culturalmente aceptable, la política educativa y cultural han sido durante mucho tiempo, vehículos para educar a las masas sobre lo que es bueno y aceptable, como un medio para moderar las propensiones peligrosas y vulgares. En otras palabras, las políticas culturales, a través de su uso para promover ciertas ideas o valores, pueden actuar como un medio para socializar al público de la manera que mejor sirva a los intereses de un gobierno.

Aunque sea factible afirmar que la cultura —y, por extensión, la política cultural— ha sido infravalorada en las políticas públicas y el discurso político, no podemos decir lo mismo de su importancia real en contextos nacionales e internacionales.

En una época en la que los avances tecnológicos y los procesos más amplios de globalización han desestabilizado los límites entre los estados y desafiado la soberanía de los gobiernos (Hong Kong y Ecuador, al momento de escribir esto), las cuestiones de cultura e identidad cultural han adquirido un nuevo significado. Como tal, la cultura está ahora a la vanguardia de la agenda internacional, de una manera que nunca ha estado en el pasado, precisamente porque su estado/ condición desafía y es desafiado por los debates que rodean al concepto insondable de globalización.

Los procesos de globalización, alimentados por conglomerados comerciales y de medios (industrias culturales, de acuerdo con la semántica vigente de la Escuela de Frankfurt) cuyas franquicias defienden un conservadurismo cultural y un reformismo nostálgico, que atrae a un público amplio de mentalidad liberal, han llevado a un concepto de cultura global progresivamente homogeneizada, a una definición pragmática que garantiza que los productos básicos prominentes de la cultura moderna y popular están presentes en prácticamente todos los rincones del mundo, de nuestro país, de nuestro estado y por supuesto, nuestros municipios. A medida que se introducen entradas y presiones globales similares en varias localidades en todo el mundo, estas localidades son invariablemente conducidas a hacer varias cosas de la misma manera.

A falta de reducir las barreras a la cultura, esta homogeneidad cultural ha sido motivo de preocupación en muchos países, hasta el punto en que las organizaciones internacionales, como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), han tenido avances sustanciales en investigaciones interdisciplinarias para tratar de identificar las implicaciones de la globalización en la cultura, gigantes corporativos trans-globales en las industrias de medios audiovisuales, como amenazas directas a ciertas culturas o expresiones culturales vulnerables. El temor es que, a medida que los procesos globales dan forma y reestructuran la cultura, las culturas indígenas, por ejemplo, corren el riesgo de ser consumidas o subsumidas por una cultura global más amplia.

Lo anterior es un fragmento de los estudios que se llevan a cabo en la icónica primera generación del Doctorado en Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Querétaro, nuestra alma mater que, junto a otras 24 instituciones de educación superior, levantó la voz uniéndose al Paro Nacional de Labores en protesta por la falta de presupuesto y por las políticas de restricción presupuestal que han propiciado que nueve universidades no cuenten con recursos para pagar salarios a sus trabajadores. “No vamos a aceptar chantajes”, fue la respuesta del presidente hasta el momento.

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