/ jueves 23 de mayo de 2024

La realidad escriturística abre el papel [y la sustancia lectora]

Literatura y filosofía


1

La realidad en el papel —cual si fuera puerta— ha sido abierta, está dispuesta para la palabra. La hoja es rumbo y presencia a la vez del lector en sí. Incipiente manera (¡ay!) de estar y no estar, cuando se lee o se escribe. No olvido —en todo caso— el postulado aristotélico de su Metafísica: el ser es y el no ser no es. Sin embargo, para ello es indispensable la materia. Claro, me refiero al texto que es materia.

Sin materia —hay que aclarar— materia escriturística, no hay futuro en la palabra-de-tinta. Porque tinta es voz —lo he dicho varias veces— que hace ser. Escritura implica —en todo caso— imbricar cualquier aprehensión posible. En este sentido, la realidad se materializa continuamente (¿podría ser de otro modo?). Al leer, al escribir; es decir, al existir como sujeto lector, la materia se extiende hasta la palabra que la enuncia.

Y si la materia es el papel que se lee, el vuelco (léase giro-lector) es impactante: leer no se subsume en el papel. Antes bien, se extiende hasta el papel (escrito-leído) que ha echado raíces en el pensamiento. No se puede —siguiendo este hilo conductor— concluir que la materialidad sea una sola entidad.

En todo caso, leer abre —incluso— lo que está abierto. La escritura, por su parte, no se cierra: aumenta continuamente la realidad. Lo mismo sucede con el lector, el proceso-lector tiene un sinfín de vericuetos, un marasmo de ideas que subyacen en el páramo del texto. Así se conforman las simas que cayeron de las cimas.

Ser y no ser-lector, leer y escribir para ser, andar para ser-andando. El camino es así: cuando se recorre el texto, la vida da de sí para la realidad; y ésta, en mayor o menor grado, regresa a la posibilidad de ser también leída.

Porque toda realidad abierta no puede dejarse de leer. Porque el ser que lee hace realidad en sí y para sí. Porque no hay texto sin apertura. Y así, de línea en línea, las voces se extienden hasta la inmensidad del orden o del caos. Ambos (orden y caos) contienen el secreto de la existencia lectora. La base ontológica de la apertura al texto.

2

Las palabras mantienen su distancia, espacio que descubre una realidad abierta. No hay palabra sin reflejo que haga voz, incluso si está sola: el eco terminará por duplicarla las veces que sea necesario.

Esto hace que no haya una última sensación: siempre existe la posibilidad de regresar y empezar de nuevo la lectura. Leyendo, en todo caso, es como se construye la existencia lectora. Leer implica leer, poder hacerlo, querer hacerlo, necesitar hacerlo. Ser —en pocas palabras— desde la acción que une al ser humano con otras voces. Así se vive, así se lee.

Aunque, hay que advertir que, sin la palabra que se abre paso, nada está concluido. Es la puerta, el espacio que hace voz, la que invita a seguir leyendo. Y, de este leer que nunca termina, surgen nuevos espacios ya no marcados por el texto. Ahora es el lector quien abre su propia existencia a la voz de tinta que lo recorrió.

¿Puede haber espacio mayor que la palabra? ¿Interrogante mayor que la existencia que lee para ser más de lo que se es? La existencia no está a la orden, no es una oferta para aceptar o rechazar. Su sentido no es —ni siquiera— un ariete para derribar muros de aislamiento ontológico.

La palabra [es] silencio que ha abierto más de una puerta de la[s] realidad[es]. Su sentido no puede ser subsumido al instante efímero de la lectura. Queda —antes bien— circunscrito a la eterna rueda-lectora que no cesa de girar. Se recorren las líneas, los espacios, los márgenes, la tipografía, la tinta, el olor del papel. Después de todo, cada cosa no es sino parte de una realidad mayor.

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Leer para ser… lector de sí. Ser lector de sí para seguir leyendo como ejercicio cotidiano de la palabra voz. Voz para preguntar por lo que se hace y nunca se ha hecho; para inquirir por el texto propio o ajeno. Desde esta óptica, el texto nunca podrá ser cerrado, o superado. Cualquier posibilidad de superación implica la necesidad de una relectura y, en ese sentido, el texto vuelve a ser.

Sólo si la realidad no fuera tal, si estuviera cerrada a la voz, al silencio; sólo así, sería posible que el lector dejara la lectura como tentación. Sin embargo, mientras la realidad también sea un texto, leer seguirá siendo parte del proceso ontológico del ser-lector. Mientras tanto, un viento recorre los intersticios del texto. Sube y baja por los enunciados que lee e imagina.

Yo estoy atento a cualquier posibilidad lectora. Nunca negaré mi sustancialidad de papel.



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La realidad en el papel —cual si fuera puerta— ha sido abierta, está dispuesta para la palabra. La hoja es rumbo y presencia a la vez del lector en sí. Incipiente manera (¡ay!) de estar y no estar, cuando se lee o se escribe. No olvido —en todo caso— el postulado aristotélico de su Metafísica: el ser es y el no ser no es. Sin embargo, para ello es indispensable la materia. Claro, me refiero al texto que es materia.

Sin materia —hay que aclarar— materia escriturística, no hay futuro en la palabra-de-tinta. Porque tinta es voz —lo he dicho varias veces— que hace ser. Escritura implica —en todo caso— imbricar cualquier aprehensión posible. En este sentido, la realidad se materializa continuamente (¿podría ser de otro modo?). Al leer, al escribir; es decir, al existir como sujeto lector, la materia se extiende hasta la palabra que la enuncia.

Y si la materia es el papel que se lee, el vuelco (léase giro-lector) es impactante: leer no se subsume en el papel. Antes bien, se extiende hasta el papel (escrito-leído) que ha echado raíces en el pensamiento. No se puede —siguiendo este hilo conductor— concluir que la materialidad sea una sola entidad.

En todo caso, leer abre —incluso— lo que está abierto. La escritura, por su parte, no se cierra: aumenta continuamente la realidad. Lo mismo sucede con el lector, el proceso-lector tiene un sinfín de vericuetos, un marasmo de ideas que subyacen en el páramo del texto. Así se conforman las simas que cayeron de las cimas.

Ser y no ser-lector, leer y escribir para ser, andar para ser-andando. El camino es así: cuando se recorre el texto, la vida da de sí para la realidad; y ésta, en mayor o menor grado, regresa a la posibilidad de ser también leída.

Porque toda realidad abierta no puede dejarse de leer. Porque el ser que lee hace realidad en sí y para sí. Porque no hay texto sin apertura. Y así, de línea en línea, las voces se extienden hasta la inmensidad del orden o del caos. Ambos (orden y caos) contienen el secreto de la existencia lectora. La base ontológica de la apertura al texto.

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Las palabras mantienen su distancia, espacio que descubre una realidad abierta. No hay palabra sin reflejo que haga voz, incluso si está sola: el eco terminará por duplicarla las veces que sea necesario.

Esto hace que no haya una última sensación: siempre existe la posibilidad de regresar y empezar de nuevo la lectura. Leyendo, en todo caso, es como se construye la existencia lectora. Leer implica leer, poder hacerlo, querer hacerlo, necesitar hacerlo. Ser —en pocas palabras— desde la acción que une al ser humano con otras voces. Así se vive, así se lee.

Aunque, hay que advertir que, sin la palabra que se abre paso, nada está concluido. Es la puerta, el espacio que hace voz, la que invita a seguir leyendo. Y, de este leer que nunca termina, surgen nuevos espacios ya no marcados por el texto. Ahora es el lector quien abre su propia existencia a la voz de tinta que lo recorrió.

¿Puede haber espacio mayor que la palabra? ¿Interrogante mayor que la existencia que lee para ser más de lo que se es? La existencia no está a la orden, no es una oferta para aceptar o rechazar. Su sentido no es —ni siquiera— un ariete para derribar muros de aislamiento ontológico.

La palabra [es] silencio que ha abierto más de una puerta de la[s] realidad[es]. Su sentido no puede ser subsumido al instante efímero de la lectura. Queda —antes bien— circunscrito a la eterna rueda-lectora que no cesa de girar. Se recorren las líneas, los espacios, los márgenes, la tipografía, la tinta, el olor del papel. Después de todo, cada cosa no es sino parte de una realidad mayor.

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Leer para ser… lector de sí. Ser lector de sí para seguir leyendo como ejercicio cotidiano de la palabra voz. Voz para preguntar por lo que se hace y nunca se ha hecho; para inquirir por el texto propio o ajeno. Desde esta óptica, el texto nunca podrá ser cerrado, o superado. Cualquier posibilidad de superación implica la necesidad de una relectura y, en ese sentido, el texto vuelve a ser.

Sólo si la realidad no fuera tal, si estuviera cerrada a la voz, al silencio; sólo así, sería posible que el lector dejara la lectura como tentación. Sin embargo, mientras la realidad también sea un texto, leer seguirá siendo parte del proceso ontológico del ser-lector. Mientras tanto, un viento recorre los intersticios del texto. Sube y baja por los enunciados que lee e imagina.

Yo estoy atento a cualquier posibilidad lectora. Nunca negaré mi sustancialidad de papel.


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