/ jueves 11 de abril de 2024

Conciencia lectora: un asunto de leer y releer el texto que es voz

Literatura y filosofía


Regreso a la hoja, a la palabra silente, a la idea subyacente. El texto es testigo óntico del ser. La lectura es obra abierta. Realidad escrituraria que construye un mundo de re|significado. El ente es cosa de todos los días. La re|lectura también.

¿Qué puede detener la(s) circunstancia(s) que subyace(n) en el proceso lector? A es A si y sólo si se asume como A, no como B. En otras palabras: de la realidad en fuga, sólo la voz porque en ella la fuga tiene sentido yecto (piénsese en Heidegger, en el sentido constructivo del ser).

La lectura lleva hacia la propia lectura que se regodea en el silencio del proceso lector. Nada queda a la deriva, todo se consume: texto, letras, moldes, tinta; intersticios, espacios, márgenes, pausas; líneas que desembocan en renglones llenos de voz; voces que deambulan en textos silentes donde pululan el ser y el no ser.

Releer es el camino. Lo mismo que re-existir, o existir de continuo, ser en la voz que da sentido y orientación a la idea de existencia en el papel. Sin la lectura el ser no es ser del todo. Al menos no si se le comprende desde una construcción escriturística-lectora (educación formal).

Por eso el sentido de la voz de tinta. O la tinta en forma de bruma que hace más de un eco. La realidad es [re]lectura de sí y para sí. Forma discontinua de un ontos que yace en la diversidad del ser.

Pero la realidad no es absoluta, ni estática. No forma océanos estáticos ni espacios cerrados. La realidad se abre porque —de suyo— es un ente abierto a sí y para sí. Y la escritura es un medio (apenas si un medio) para matizar sus recovecos in crescendo. Así, su ser no es sino un ser-siendo desde un otro difuso, uno que se advierte y se [des]encuentra constantemente en la hoja de papel escrito.

Si la hoja no fuera una entidad abierta, no podría decir nada. Su decir se subsumiría en una enunciación inútil, agotaría su ser en una voz —por demás— estática. Qué podría ser si no sería ella misma un ente total, al menos en movimiento. Concluiría seguramente en cada proceso lector y, en ese sentido, estaría condenada al olvido casi de inmediato; porque no hay voz que haga raíz fuera de sí.

Es la propia voz la que acoge, como madre, a la voz que se expresa en el papel. Así, el lector no sólo lee, sino que se lee. Pero esto es un acto no siempre claro (no es como las ideas cartesianas: claras y distintas). Es más bien una forma óntica de ser ontológicamente sujeto de sí y para sí.

El papel escrito es testigo del ser, tanto del que escribe como del que lee. Sin embargo, se trata de un testimonio que tiene voz propia. No es un testigo ocular incierto, ni uno que, ajeno a lo que ve, sólo describe objetivamente la realidad que percibe. No, no se trata nada de eso. Es más bien, un ser que se asume y construye desde el propio testimonio que realiza.

En ese sentido, el papel escrito abre la realidad más allá del escritor y del lector mismo. Construye (consciente o no) una realidad-escriturística-ontológica, una de voz des|atada de sí y para sí.

El lenguaje muta continuamente en el intercambio que se da entre la escritura y la lectura. ¿De qué otro modo podría ser? No hay lenguaje abstracto. Toda abstracción termina por pasar por el cernidor de la comprensión que comparten el texto y el lector.

Por eso la realidad se re|mueve una y otra vez, porque, aunque puede ser el mismo lenguaje, en realidad es un lenguaje distinto cada vez que se lee, cada vez que se relee. El escritor escribe, en ese sentido, desde múltiples posibilidades de ser ontológicamente él y los lectores que lo lean.

Yo, por mi parte, releo el texto que me lleva a vacíos existenciales (nuevos y reutilizados). Releo el texto que surge como ariete de sí mismo, abriendo sus propias venas, para abrir —posteriormente— las venas del texto en su relación con mi mirada. Así descubro que el texto no es sólo texto, sino inter-texto de mi propia textualidad en ciernes. Matices de una realidad no anticipada y, sin embargo, esperada tal y como se espera el siguiente día. La seguridad no es sinónimo de advertencia fatal, sino —si acaso— de fatalidad lectora.

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En todo caso, qué puedo hacer, si sólo soy un lector y relector de las palabras que me han descubierto y ayudado a construir como lector y relector. Círculo que, sin ser petición de principio, rueda en un devenir temporal a la vez que existencial-lector.

La hoja sigue ahí, es decir, aquí, en medio de mi mirada. Donde su estar es un ir y venir óntico formal, donde su ser es vital para la enunciación circunstancial fugitiva de voz. En ese sentido, qué puedo hacer si, al final de todo, reconozco que sólo soy una pequeña voz en medio de un inmenso océano de voces enormes, que callan, al menos difuminan mi propia voz. No hay, siguiendo este hilo de ideas, una lectura que no sea una lectura de sí mismo. La hoja que está frente a mi es testigo de ello. La circunstancia es de fugaz andante para mi propia identidad lectora.

Leo la última palabra de la hoja y me doy cuenta que en realidad es la primera de las que leeré en mi interior, el camino está trazado. De mi (de cualquier lector) depende seguir los pasos de su propia conciencia lectora.


Regreso a la hoja, a la palabra silente, a la idea subyacente. El texto es testigo óntico del ser. La lectura es obra abierta. Realidad escrituraria que construye un mundo de re|significado. El ente es cosa de todos los días. La re|lectura también.

¿Qué puede detener la(s) circunstancia(s) que subyace(n) en el proceso lector? A es A si y sólo si se asume como A, no como B. En otras palabras: de la realidad en fuga, sólo la voz porque en ella la fuga tiene sentido yecto (piénsese en Heidegger, en el sentido constructivo del ser).

La lectura lleva hacia la propia lectura que se regodea en el silencio del proceso lector. Nada queda a la deriva, todo se consume: texto, letras, moldes, tinta; intersticios, espacios, márgenes, pausas; líneas que desembocan en renglones llenos de voz; voces que deambulan en textos silentes donde pululan el ser y el no ser.

Releer es el camino. Lo mismo que re-existir, o existir de continuo, ser en la voz que da sentido y orientación a la idea de existencia en el papel. Sin la lectura el ser no es ser del todo. Al menos no si se le comprende desde una construcción escriturística-lectora (educación formal).

Por eso el sentido de la voz de tinta. O la tinta en forma de bruma que hace más de un eco. La realidad es [re]lectura de sí y para sí. Forma discontinua de un ontos que yace en la diversidad del ser.

Pero la realidad no es absoluta, ni estática. No forma océanos estáticos ni espacios cerrados. La realidad se abre porque —de suyo— es un ente abierto a sí y para sí. Y la escritura es un medio (apenas si un medio) para matizar sus recovecos in crescendo. Así, su ser no es sino un ser-siendo desde un otro difuso, uno que se advierte y se [des]encuentra constantemente en la hoja de papel escrito.

Si la hoja no fuera una entidad abierta, no podría decir nada. Su decir se subsumiría en una enunciación inútil, agotaría su ser en una voz —por demás— estática. Qué podría ser si no sería ella misma un ente total, al menos en movimiento. Concluiría seguramente en cada proceso lector y, en ese sentido, estaría condenada al olvido casi de inmediato; porque no hay voz que haga raíz fuera de sí.

Es la propia voz la que acoge, como madre, a la voz que se expresa en el papel. Así, el lector no sólo lee, sino que se lee. Pero esto es un acto no siempre claro (no es como las ideas cartesianas: claras y distintas). Es más bien una forma óntica de ser ontológicamente sujeto de sí y para sí.

El papel escrito es testigo del ser, tanto del que escribe como del que lee. Sin embargo, se trata de un testimonio que tiene voz propia. No es un testigo ocular incierto, ni uno que, ajeno a lo que ve, sólo describe objetivamente la realidad que percibe. No, no se trata nada de eso. Es más bien, un ser que se asume y construye desde el propio testimonio que realiza.

En ese sentido, el papel escrito abre la realidad más allá del escritor y del lector mismo. Construye (consciente o no) una realidad-escriturística-ontológica, una de voz des|atada de sí y para sí.

El lenguaje muta continuamente en el intercambio que se da entre la escritura y la lectura. ¿De qué otro modo podría ser? No hay lenguaje abstracto. Toda abstracción termina por pasar por el cernidor de la comprensión que comparten el texto y el lector.

Por eso la realidad se re|mueve una y otra vez, porque, aunque puede ser el mismo lenguaje, en realidad es un lenguaje distinto cada vez que se lee, cada vez que se relee. El escritor escribe, en ese sentido, desde múltiples posibilidades de ser ontológicamente él y los lectores que lo lean.

Yo, por mi parte, releo el texto que me lleva a vacíos existenciales (nuevos y reutilizados). Releo el texto que surge como ariete de sí mismo, abriendo sus propias venas, para abrir —posteriormente— las venas del texto en su relación con mi mirada. Así descubro que el texto no es sólo texto, sino inter-texto de mi propia textualidad en ciernes. Matices de una realidad no anticipada y, sin embargo, esperada tal y como se espera el siguiente día. La seguridad no es sinónimo de advertencia fatal, sino —si acaso— de fatalidad lectora.

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En todo caso, qué puedo hacer, si sólo soy un lector y relector de las palabras que me han descubierto y ayudado a construir como lector y relector. Círculo que, sin ser petición de principio, rueda en un devenir temporal a la vez que existencial-lector.

La hoja sigue ahí, es decir, aquí, en medio de mi mirada. Donde su estar es un ir y venir óntico formal, donde su ser es vital para la enunciación circunstancial fugitiva de voz. En ese sentido, qué puedo hacer si, al final de todo, reconozco que sólo soy una pequeña voz en medio de un inmenso océano de voces enormes, que callan, al menos difuminan mi propia voz. No hay, siguiendo este hilo de ideas, una lectura que no sea una lectura de sí mismo. La hoja que está frente a mi es testigo de ello. La circunstancia es de fugaz andante para mi propia identidad lectora.

Leo la última palabra de la hoja y me doy cuenta que en realidad es la primera de las que leeré en mi interior, el camino está trazado. De mi (de cualquier lector) depende seguir los pasos de su propia conciencia lectora.

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